Historia #183: Visita a la abuela ("Nos sigue un cazarrecompensas #5")




Cuando vimos que salía humo de la casa de la abuela, supimos de inmediato que el cazarrecompensas había llegado antes que nosotros.
            −¡La abuela! −gritamos al unísono antes de bajarnos del auto y correr como locos en su dirección. Hermana tomó una piedra, mamá una gruesa rama de árbol; papá y yo confiamos en el poder de nuestros puños.
            De pronto, papá se detuvo y nos miró con expresión expectante. ¿Oyen eso?, nos preguntó en voz baja.
            Los demás aguzamos los oídos y claro, nos percatamos que no muy lejos, quizá dentro de la misma casa, sonaba una música rítmica y alegre; me dio la impresión que alguien estaba llevando a cabo una especie de rito adentro, tal vez el sacrificio mismo de la abuela.
            −¡No, ese cazarrecompensas hijo de puta! −gritó papá entrando en cólera; bufó como un toro y arremetió contra la puerta dándole una fuerte patada, derrumbándola en el acto.
            −¡Ese olor! −dijo mamá, tapándose la nariz con una mano. Del interior de la casa salían enormes volutas de humo gris y aromático que me sabían muy familiares.
            Entonces entramos al vestíbulo y nos sorprendimos un montón al ver a la abuela sentada tranquilamente en su sofá, acompañada de sus dos hurones de mascota y sosteniendo un aparato de cristal entre sus manos. Me di cuenta que el agujero ubicado en su parte superior echaba humo, el mismo que llenaba la estancia con la enorme cortina gris que impedía ver con claridad ahí dentro. De fondo sonaba la música de Bob Marley.
            −¡Abuela, que estás… haciendo! −Papá se veía confundido; con toda seguridad esperaba ver al cazarrecompensas torturándola o algo por el estilo, como nosotros.  
            −¡Lo mismo debería preguntarles yo a ustedes! −dijo ella, con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos rasgados como los de un oriental−. ¿Qué hacen acá?; ¡acaban de derribar mi puerta!
            −¿Pero estás… estás… fumando marihuana?
            La abuela miró el aparato de cristal entre sus manos y tosió como una tuberculosa, echando afuera el humo que aún permanecía dentro de sus pulmones.
            −¿Te parece que hago otra cosa? –dijo ella.
            Papá tosió a su vez y apretó los puños con rabia; le apestaba que la abuela consumiera sustancias ilícitas, aun cuando no necesitaba de nadie para valerse y ella misma las costeaba con dinero de su propio bolsillo. Hermana, en cambio, cerró los ojos y se recostó junto los dos hurones para hacerles cariño, respirando de manera más rápida de lo normal. Mamá, por su lado, palo en mano, empezó a buscar al cazarrecompensas por toda la casa, por si acaso todo eso no se trataba de otra cosa más que de una trampa.
            −¡Mamá −comenzaba a decir papá con su tono de papá enojado−, te he dicho un montón de veces que…! 
            −¡Y yo te he dicho un montón de veces que no me importa lo que ustedes piensen! −le espetó la abuela−. ¡Ustedes, mis hijos, son un montón de mal agradecidos! Como si no los hubiera visto llegar borrachos y colocados cuando iban a la universidad.
            −¡Mamá! −exclamó papá avergonzado−. No digas eso frente a los niños.
            −Bah, los niños ya están en edad para saber lo que es bueno −dijo la abuela, extendiéndome el aparato de cristal entre sus manos−. ¡Anda, vamos: los indios hacían lo mismo para tener revelaciones!  
            Miré a mi papá como diciéndole: lo siento, son las reglas de la abuela, mientras que él, por supuesto, sabía que por lo mismo no podía decirme nada, razón por la cual me observaba con furia.
            −¿Cómo se utiliza esto? −le dije a la abuela, fingiendo no saber cómo se fumaba en el aparato−. Nunca he visto nada igual, abuela.
            −Fácil: te pones la abertura de arriba en la boca mientras cierras el hoyo de la izquierda con el dedo y comienzas a aspirar como un loco del coco sin dejar de darle fuego a la hierba con esto –me explicó la abuela, pasándome uno de esos encendedores caros.
            −¡Yo también quiero intentar! −dijo hermana, ávida. 
            Hice todo lo que la abuela me dijo al pie de la letra y recibí un montón de humo que me llenó los pulmones y el cerebro, inundándolo por completo.  
            −Pásalo a tu hermana −me indicó ella con su voz benevolente.
            Hermana realizó la misma operación y terminó botando un montón de humo por la boca mientras se recostaba en su sillón, tosiendo como lo había hecho la abuela.
            −Hijo −le dijo la abuela a papá−, es tu turno. 
            Pero papá parecía no querer nada de eso. Una vez mamá me había contado a modo de secreto que el temor de papá por las drogas residía en que cuando niño, la abuela, que nunca dejó de consumir alucinógenos durante la gestación y crianza de todos sus hijos, lo había confundido con una de sus mascotas, terminando por pasearlo desnudo por la calle cuando tenía seis años, mientras ella no paraba de reír colocadísima.
            Papá respiró hondo, resignado −con los ojos lacrimosos−, y aspiró del humo del aparato de cristal.
            −¡Oh, mierda! −tosió, echándolo todo afuera−. ¡Esta basura está potentísima!
            −No hay rastro del cazarecompensas, todo en… ¿qué están haciendo? −Mamá, que acababa de llegar de su revisión de la casa, quedó extrañada al ver la escena que se desarrollaba en el vestíbulo−. ¿Están fumando…? 
            −Sí, corazón −dijo la abuela−. De hecho, es tu turno.
            Mamá nos miró como si se hallara en un gran entuerto: fumar frente a nosotros pero hacerle caso a la abuela, u oponerse, quedar como buena madre frente a nosotros, pero verse en la problemática de rechazar la invitación de la abuela y atenerse a las consecuencias. Al cabo de unos segundos asintió más para sí que para los que la observábamos y aspiró una gran cantidad de humo, sin dejar de reír en ningún momento mientras lo expulsaba convulsivamente.
            −¡Esta sí que está buena! −exclamó con los ojos vidriosos.
            −Te lo dije −comentó la abuela.
            Cuando miré en su dirección, tuve que refregarme los ojos al percatarme que en vez de los dos hurones de mascota que tenía a un lado en un principio, habían dos hombres musculosos y vestidos con apenas una zunga de deporte en el mismo lugar en el que deberían encontrarse, sentados y mirando coquetamente a su dueña y a hermana.
            −¡¿Y ellos?! −grité asustado−. ¡De dónde mierda aparecieron!
            La abuela me pidió tranquilizarme con un gesto y nos explicó que eso eran en verdad: los hurones eran un disfraz que sus dos compañeros de vivienda utilizaban para pasar desapercibidos a los ojos de las demás personas.
            −Sólo los ojos liberados por el poder de las drogas son capaces de distinguirlos −dijo ésta, como si fuera lo más natural del mundo.
            Hermana tocaba los músculos del que estaba más cerca suyo con aire fascinado, con los ojos rojísimos y podridos, pero fascinados.
            −¿Por qué no se quedan a almorzar con nosotros? −preguntó la abuela, incorporándose−. La comida estará lista dentro de poco.
            Nadie pareció pensar en que con toda probabilidad ésta no alcanzaría para todos, ¡pero qué va!: con el hambre que teníamos, nos pusimos todos contentos y ayudamos a poner la mesa y preparar verduras para hacer la ensalada con toda la buena voluntad del mundo. Bob Marley no dejó de cantar en ningún momento sus alegres canciones y los dos acompañantes musculosos de la abuela no dejaron de servirnos como si fueran verdaderos empleados de la casa, sonriéndonos con sus sonrisas sacadas de comercial de dentífricos.
            Luego de unos cuantos minutos, se nos olvidó por completo qué hacíamos ahí, visitando a la abuela un día cualquiera de la semana; incluso se nos olvidó arreglar la puerta que había derribado papá al llegar hasta que ya empezó a hacerse tarde y el viento frío comenzó a entrar por el enorme espacio que había quedado en la pared, el mismo que utilizó el cazarrecompensas para espiarnos durante toda la tarde y tomar muchas útiles notas para actuar cuando menos lo esperáramos.