Nos detuvimos en la esquina con
el motor encendido; del otro lado de la calle estaba estacionada la moto del
cazarecompensas, afuera del Centro Multinacional para Vendedores sin Amigos en
el Poder, un edificio de unos cinco pisos cuya destartalada fachada le daba más
la impresión de ser una estructura al borde de la destrucción que una galería
comercial para gente freak. Bueno, el asunto es que estábamos ahí, sentados en
el descapotable de la abuela, trazando el plan de acción.
−Okey, esto es lo que haremos −dijo la abuela−. Yo dejaré
el auto acelerando hacia el edificio y haré que se estrelle contra la entrada;
así tendremos el camino libre hasta el local al que tenemos que llegar.
¿Recuerdan en qué piso está?
−¡En el tercero! −dijimos todos al unísono.
−¿Pero y tu descapotable, abuela? −le pregunté
reprimiendo un grito de angustia; tenía la esperanza de que en caso de salir
vivos del Centro Multinacional para Vendedores sin Amigos en el Poder, terminara
heredándomelo o regalándomelo para la Navidad que se venía dentro de poco.
−Nah –replicó ella−; de todas maneras debo renovarlo.
Ahora tomen sus armas y bájense, ¡ya!
Todos tomamos nuestras armas (yo me agencié con un par de
Uzis que habían en el maletero, más una bandolera llena de recargas listas para
ser utilizadas) y nos apeamos del vehículo sintiendo un poco de tristeza por el
funesto destino que sufriría éste.
Entonces, de la nada, la abuela echó a andar a toda
velocidad el descapotable contra el Centro Multinacional para salir despedida
por la puerta del piloto cuando faltaban escasos metros para el impacto; su
agilidad me causó una gran impresión, aún más que la explosión que derribó la
pared frontal de la galería comercial y las llamas que empezaron a consumir el
precioso descapotable de la abuela.
−¡Vamos, vamos! −nos gritó la abuela, haciéndonos señas
para saltar por entre los escombros hacia el otro lado del edificio, como lo
iba a hacer ella. Al cabo de unos segundos escuchamos cómo se iniciaba un
fuerte tiroteo en su interior.
−¡Abuela! −gritamos todos mientras corríamos en su
dirección.
−¡Miren, la puerta está abierta! −dijo mamá al llegar al
boquete abierto por el descapotable−. ¡Siempre estuvo abierta!
−¡Mierda! −dije, pensando en todas las cosas que podría
haber hecho en ese maldito trasto que ahora veía devorado por las llamas
lentamente; cosas como comer papas fritas en su interior, o helado, mucho
helado, por ejemplo.
Al entrar al Centro vimos cómo la abuela se parapetaba
tras un pilar para evitar que un par de rufianes le llenaran el cuerpo de
plomo, cargando su escopeta con una parsimonia muy digna de ella. Fue papá
quién abrió fuego sobre los rufianes antes que ellos se percataran de nuestra
presencia, haciendo que desaparecieran bañados en un fulgor rojo; sobre sus
cabezas (o lo que habían sido ellas antes que se esfumaran) apareció el
contador de sus puntos de vida llegando a cero, acompañados de un rótulo que
decía ¡GOLPE CRÍTICO! Papá podía ser muchas cosas malas en la vida, pero tenía
una habilidad asesina para con los GOLPEs CRÍTICOs.
−¡Gracias, hijo! −le gritó la abuela desde su ubicación;
acto seguido, cargó la escopeta y siguió avanzando por el camino inclinado de
la galería, siempre para el costado de los locales comerciales, ampliamente
alejada de la baranda a su izquierda. Estaba a punto de llegar a la escalera
cuando volvieron a comenzar los disparos; la abuela alcanzó a protegerse tras la
pared del primer descanso de ésta por una fracción de segundos.
Los acompañantes de la abuela salieron en su ayuda,
disparando toda la carga de sus metralletas sobre los rufianes;
desafortunadamente, estos últimos lograron parapetarse tras la baranda pisos
arriba por pura suerte más que por sus habilidades de rufianes. Sin embargo,
gracias a aquel lapso sin fuego enemigo, la abuela alcanzó a llegar al segundo
piso libre de todo problema, pudiendo sorprenderlos cuando estos pensaban salir
de su escondite para responder los disparos. Los escopetazos de la abuela
bastaron para bajar sus puntos de vida a cero.
Los acompañantes de la abuela (que aún seguían vestidos
con zungas) nos esperaron en el descanso de la primera escalera, siempre
atentos a la aparición de algún enemigo con sus metralletas en ristre. Subimos
con ellos y nos encontramos con que la abuela se había metido en otro tiroteo.
Más rufianes, esta vez cuatro, se hallaban apostados afuera del local de
videojuegos del tercer piso, disparando como si gozaran de un hechizo que les
brindara munición infinita.
Como aparecimos todos sin que nos vieran gracias a la
estructura de la escalera, no demoramos en dispararles y eliminarlos a todos
sin muchos problemas. Luego de eso, seguimos a la abuela corriendo antes que
aparecieran aún más de ellos.
Llegamos a la segunda escalera casi todos al mismo
tiempo, siempre liderados por la abuela, quien nos dio órdenes de no asomarse
hasta que ella se asegurara que no hubiera más enemigos. Esperó a que un par de
rufianes más saliera del local de videojuegos del tercer piso para dispararles
antes que encontraran un buen lugar para abrir fuego contra nosotros.
−¡Ahora, vamos! −nos gritó la abuela avanzando siempre
alejada de las barandas.
Nosotros le seguimos hasta que se puso frente a la
entrada del local de videojuegos de ese piso y disparó con su arma para
volatizar el seguro de su cerrojo. Escuché cómo mamá decía algo como que con
toda probabilidad ésta se encontraba abierta, o algo así; bueno, tampoco le di
mucha importancia.
El
asunto fue que entonces entramos al local tras ella y nos preparamos para la
batalla final contra el cazarrecompensas y el tal Samuel Maluenda ése que lo
había enviado para eliminar a papá del mapa y raptar a nuestra querida hermana.
La hora había llegado.