Historia #186: La Batalla de las Escaleras ("Nos sigue un cazarrecompensas #8)



Nos detuvimos en la esquina con el motor encendido; del otro lado de la calle estaba estacionada la moto del cazarecompensas, afuera del Centro Multinacional para Vendedores sin Amigos en el Poder, un edificio de unos cinco pisos cuya destartalada fachada le daba más la impresión de ser una estructura al borde de la destrucción que una galería comercial para gente freak. Bueno, el asunto es que estábamos ahí, sentados en el descapotable de la abuela, trazando el plan de acción.
            −Okey, esto es lo que haremos −dijo la abuela−. Yo dejaré el auto acelerando hacia el edificio y haré que se estrelle contra la entrada; así tendremos el camino libre hasta el local al que tenemos que llegar. ¿Recuerdan en qué piso está?
            −¡En el tercero! −dijimos todos al unísono.
            −¿Pero y tu descapotable, abuela? −le pregunté reprimiendo un grito de angustia; tenía la esperanza de que en caso de salir vivos del Centro Multinacional para Vendedores sin Amigos en el Poder, terminara heredándomelo o regalándomelo para la Navidad que se venía dentro de poco.  
            −Nah –replicó ella−; de todas maneras debo renovarlo. Ahora tomen sus armas y bájense, ¡ya!  
            Todos tomamos nuestras armas (yo me agencié con un par de Uzis que habían en el maletero, más una bandolera llena de recargas listas para ser utilizadas) y nos apeamos del vehículo sintiendo un poco de tristeza por el funesto destino que sufriría éste.
            Entonces, de la nada, la abuela echó a andar a toda velocidad el descapotable contra el Centro Multinacional para salir despedida por la puerta del piloto cuando faltaban escasos metros para el impacto; su agilidad me causó una gran impresión, aún más que la explosión que derribó la pared frontal de la galería comercial y las llamas que empezaron a consumir el precioso descapotable de la abuela.
            −¡Vamos, vamos! −nos gritó la abuela, haciéndonos señas para saltar por entre los escombros hacia el otro lado del edificio, como lo iba a hacer ella. Al cabo de unos segundos escuchamos cómo se iniciaba un fuerte tiroteo en su interior.
            −¡Abuela! −gritamos todos mientras corríamos en su dirección.
            −¡Miren, la puerta está abierta! −dijo mamá al llegar al boquete abierto por el descapotable−. ¡Siempre estuvo abierta!
            −¡Mierda! −dije, pensando en todas las cosas que podría haber hecho en ese maldito trasto que ahora veía devorado por las llamas lentamente; cosas como comer papas fritas en su interior, o helado, mucho helado, por ejemplo.
            Al entrar al Centro vimos cómo la abuela se parapetaba tras un pilar para evitar que un par de rufianes le llenaran el cuerpo de plomo, cargando su escopeta con una parsimonia muy digna de ella. Fue papá quién abrió fuego sobre los rufianes antes que ellos se percataran de nuestra presencia, haciendo que desaparecieran bañados en un fulgor rojo; sobre sus cabezas (o lo que habían sido ellas antes que se esfumaran) apareció el contador de sus puntos de vida llegando a cero, acompañados de un rótulo que decía ¡GOLPE CRÍTICO! Papá podía ser muchas cosas malas en la vida, pero tenía una habilidad asesina para con los GOLPEs CRÍTICOs.  
            −¡Gracias, hijo! −le gritó la abuela desde su ubicación; acto seguido, cargó la escopeta y siguió avanzando por el camino inclinado de la galería, siempre para el costado de los locales comerciales, ampliamente alejada de la baranda a su izquierda. Estaba a punto de llegar a la escalera cuando volvieron a comenzar los disparos; la abuela alcanzó a protegerse tras la pared del primer descanso de ésta por una fracción de segundos.
            Los acompañantes de la abuela salieron en su ayuda, disparando toda la carga de sus metralletas sobre los rufianes; desafortunadamente, estos últimos lograron parapetarse tras la baranda pisos arriba por pura suerte más que por sus habilidades de rufianes. Sin embargo, gracias a aquel lapso sin fuego enemigo, la abuela alcanzó a llegar al segundo piso libre de todo problema, pudiendo sorprenderlos cuando estos pensaban salir de su escondite para responder los disparos. Los escopetazos de la abuela bastaron para bajar sus puntos de vida a cero.
            Los acompañantes de la abuela (que aún seguían vestidos con zungas) nos esperaron en el descanso de la primera escalera, siempre atentos a la aparición de algún enemigo con sus metralletas en ristre. Subimos con ellos y nos encontramos con que la abuela se había metido en otro tiroteo. Más rufianes, esta vez cuatro, se hallaban apostados afuera del local de videojuegos del tercer piso, disparando como si gozaran de un hechizo que les brindara munición infinita.
            Como aparecimos todos sin que nos vieran gracias a la estructura de la escalera, no demoramos en dispararles y eliminarlos a todos sin muchos problemas. Luego de eso, seguimos a la abuela corriendo antes que aparecieran aún más de ellos.
            Llegamos a la segunda escalera casi todos al mismo tiempo, siempre liderados por la abuela, quien nos dio órdenes de no asomarse hasta que ella se asegurara que no hubiera más enemigos. Esperó a que un par de rufianes más saliera del local de videojuegos del tercer piso para dispararles antes que encontraran un buen lugar para abrir fuego contra nosotros.
            −¡Ahora, vamos! −nos gritó la abuela avanzando siempre alejada de las barandas.
            Nosotros le seguimos hasta que se puso frente a la entrada del local de videojuegos de ese piso y disparó con su arma para volatizar el seguro de su cerrojo. Escuché cómo mamá decía algo como que con toda probabilidad ésta se encontraba abierta, o algo así; bueno, tampoco le di mucha importancia.  
            El asunto fue que entonces entramos al local tras ella y nos preparamos para la batalla final contra el cazarrecompensas y el tal Samuel Maluenda ése que lo había enviado para eliminar a papá del mapa y raptar a nuestra querida hermana. La hora había llegado.