Historia #173: Las luces de la ciudad me habían salvado de nuevo



Subíamos a casa con mis amigos en taxi a eso de las dos de la madrugada del día viernes, cuando vimos que todo el sector que teníamos por delante estaba completamente a oscuras. “Hubo un choque”, nos dijo el chofer, explicándonos luego que un vehículo había ido a parar contra un poste de electricidad unas calles más abajo dejándolo seriamente dañado. “El auto quedó pa’ la historia”. El hombre hizo un gesto con sus manos sobre el volante. En ese mismo momento nos internábamos en una oscuridad densa apenas rota por la luz de los focos. Por la ventana comencé a observar todas las estrellas que resplandecían serenas sobre nosotros; pude reconocer algunas constelaciones que había visto en fotos, mientras que otras tantas pequeñas que parecían pequeños grumos de azúcar en el cielo me sorprendieron un montón: por su tamaño era imposible apreciarlas estando en la ciudad.
            Así me quedé un buen rato hasta que llegamos a nuestra villa y el taxi nos fue a dejar a cada uno a nuestras respectivas casas. “No vaya a ser que les pase algo”, nos dijo el chofer. “Con esta oscuridad… quién sabe”. Le dimos las gracias por su gesto y mis amigos se fueron apeando del vehículo a medida que íbamos deteniéndonos afuera de sus hogares; por un asunto de ubicación, a mí me tocaba al último. Pero en vez de eso, le dije al taxista que no me importaba, que me daba lo mismo caminar un poco desde la casa del penúltimo de mis amigos en la lista hasta la mía. El hombre me insistió, pero al decirle que de verdad no había problema, optó por no decir nada más.
            Le pagamos al chofer, y cuando éste desapareció calle abajo, me despedí de mi amigo hasta el día siguiente para dirigirme a casa.
            La villa estaba totalmente oscura y silenciosa: sólo las estrellas en lo alto brillaban con luz propia mientras todos bajo ellas dormían de manera prematura una noche en la que probablemente nadie tenía planeado hacerlo. Incliné mi cabeza y vi un par de satélites surcar el cielo indiferentes, como si fueran corredores experimentados, y luego un avión que no dejaba de emitir parpadeos rojos entre todo ese mar azul marino sobre mí. Entonces sentí un verdadero vacío en mi pecho al pensar en toda esa gente que se encontraba a kilómetros de altura nuestro, con sueños a cuestas viajando de un punto a otro mientras todos aquí dormíamos esperando el amanecer del día siguiente, dos realidades muy diferentes pero cercanas a la vez: unos soñando en sus camas, otros haciéndolo por todo el globo, disminuyendo distancias.
Se me vino a la cabeza la única vez que he viajado en avión de noche y pensé en que cuando miré las luces de la ciudad desde aquella altura, me vino una sensación parecida, de vacío, de sentirme en realidad muy solo sobre todos aquellos que debían estar esa noche compartiendo con amigos en fiestas, bebiendo o comiendo por ahí, haciendo el amor con la gente que le gustaba, descansando después de un día agotador de trabajo, etcétera.
No entendí por qué me sentía así, con ganas de echarme a llorar observando cómo ese avión avanzaba de sur a norte con parsimonia, con toda esa gente adentro. Tenía un nudo en la garganta apretadísimo, al igual que en mi estómago. No entendía nada, y eso me daba mucha rabia: desconocerme y no saber por qué llego a sentir lo que siento en momentos así.
Sin embargo, y como si fuera un acto de magia, las luces de las casas cercanas comenzaron a cobrar vida de manera unísona; pensé que como probablemente la luz se había cortado cuando la mayoría de la gente se preparaba para dormir o salir esa noche, muchos interruptores habían quedado encendidos sin que nadie recordara apagarlos. Las luces de los postes eléctricos también hicieron lo suyo con lentitud, como si despertaran de un largo sueño que no querían que acabara nunca. Entonces miré al cielo para comprobar que todas las estrellas, constelaciones y satélites iban desapareciendo casi por completo. Busqué el avión que atravesaba el cielo en esos momentos con cierta desesperación, como si no quisiera que desapareciera de mi vista jamás, pero como era de esperar no pude verlo por ningún lado.
Mi pecho empezó a serenarse poco a poco; mis ganas de llorar fueron desapareciendo con la misma velocidad. Respiré hondo y decidí que era hora de volver a casa. Las luces de la ciudad me habían salvado de nuevo.