Historia #152: La historia de papá ("Nos sigue un cazarrecompensas #4")




Antes de torcer a la derecha para tomar el camino de tierra hacia la casa de la abuela, papá detuvo el auto, puso el freno de manos y se mantuvo en silencio un buen rato. Todos estábamos expectantes (bueno, todos excepto yo, que sabía de qué iba el asunto) por lo que diría a continuación.
            −Familia, debo serles sinceros −dijo él con aire serio−. Debo admitir, en primer lugar, que la abuela no se encuentra en estado grave.
            Mamá y hermana se miraron extrañadas, y yo les imité cuando posaron sus ojos en mí para saber mi reacción.
            −Oh, no, papá, ¿por qué nos has mentido? −le dije lastimero, poniendo una mano sobre mi pecho−. ¿Qué te ha llevado a violar nuestra confianza?
            Pero papá no cayó en mi juego; sólo me miró feo y continuó como si nunca hubiera dicho nada.
            −En segundo lugar −dijo él−, debo decirles que los que se encuentran en grave peligro en realidad somos nosotros; la abuela sólo fue una excusa para mantenernos a salvo.
            −¿Qué quieres decir con eso de que estamos en grave peligro? −preguntó mamá con un brillo raro en la mirada−. ¿Alguien quiere asesinarnos?
            −Algo así −farfulló papá.
            −¡Súper! −exclamaron mamá y hermana al unísono, chocando sus manos.
−¡Esto se pone bueno! −dijo hermana, apretando los dientes.    
            −A veces se me olvida que ustedes están locas −dijo papá antes de quitar el freno de manos y echar a andar el auto nuevamente, lanzando un fuerte eructo por la ventana. El vehículo se movió y enfiló por el camino de tierra hacia la casa de la abuela.
            −¿Nos podrías explicar por qué nos encontramos en grave peligro? −preguntó mamá.
            Papá resopló y dijo:
−Es una larga historia.
            −No me vengas con esas porquerías, por favor −dijo mamá, frunciendo el ceño−. Cuéntanos, si no quieres que te haga sufrir con mi técnica de Cosquillas nivel cuarenta.
            Papá frenó con fuerza y prendió los intermitentes del vehículo.
            −¡No, cualquier cosa menos tu técnica de Cosquillas nivel cuarenta! –exclamó él.
            −¡Entonces cuéntanos!
            Papá se aclaró la voz y empezó:
            −¿Se acuerdan de ese anciano que vendía videojuegos en el Centro Multinacional para Vendedores sin Amigos en el Poder, cerca del local del tipo de las plantas devora hombres en el tercer piso?
            −¿Ése con el que solías jugar en las máquinas de baile después del trabajo? −enfatizó mamá.
            −Sí, ese mismo –aclaró papá−. Bueno, su nombre es Samuel Maluenda, y desde que fueron lanzados al mercado, ha sido un gran aficionado para con los videojuegos. Dice que le fascinan tanto, que se frota los cartuchos de los mismos por la zona genital, asegurando que eso genera vínculos entre ambos y tal; qué tontería, ¿no?
            Como si yo no le hubiera visto hacer lo mismo con el Zelda Ocarina del Tiempo que me regaló para una Navidad, encerrado en su cuarto jurando que nadie lo miraba, dejándolo con un horrible hedor a mariscos impregnado en su superficie. Moví mi cabeza de un lado a otro tratando de remover aquel espantoso recuerdo y pensé que de ahí venía la familiaridad con que me sonaba el nombre de Samuel Maluenda: mi papá tuvo un periodo en que fue uña y mugre con él, utilizando su tiempo libre para estar en su compañía más que con nosotros; pero eso, evidentemente, es harina de otro costal.  
            −El asunto −continuó papá−, es que un día le conseguí uno de sus videojuegos, uno que quería jugar mucho y que él cuidaba aún más todavía, y… y…
            −¡Papá, termina pronto, por favor, no te quedes estancado! −exclamó hermana, perdiendo un poco la paciencia.
            −¡Y bueno, bueno, ya: borré su partida del videojuego con el ciento un por ciento pasado!
            Con hermana ahogamos un grito de horror tapándonos la boca.
            −¡¿De verdad hiciste eso, papá?! −le dije; jamás pensé que la razón por la cual Samuel Maluenda había enviado un cazarrecompensas a por él fuera ésa.  
            −Me temo que sí…
            −¡Qué idiota, papá, cómo se te ocurre hacer algo así! −le recriminó hermana, con un dejo de rabia.   
            −Y eso no es todo −prosiguió papá, compungido−. Resulta que un par de años antes de conocernos, el único nieto que ha tenido Samuel hasta ahora murió de una forma un tanto extraña; me gustaría contarles, pero es algo muy fuerte, yo…
Papá esperaba que alguien le picara y le preguntara que cómo había muerto el chico en cuestión, pero como afuera se posó un pájaro azul y morado sobre el capó del auto que nos llamó más la atención que toda su palabrería, explicó de todas maneras como si uno de nosotros le hubiera preguntado al respecto:
−Bueno, ya, sólo para que lo sepan: su nieto fue hallado en su cuarto, frente a su computador. Murió luego de masturbarse por más de una hora a la velocidad experto, cuando era sólo un niño de trece años, un novato…
Vaya idiota el niño este, pensé.
−…Por lo que Samuel se vio en la obligación de utilizar un viejo hechizo (que encontró en un extraño libro en el sótano de su casa) para guardar el alma de éste, su nieto, dentro del cartucho de uno de sus videojuegos favoritos, específicamente en una partida nueva a la que le dedicaría todo su esfuerzo para sacar hasta el último de sus secretos.
Se hizo el silencio dentro del auto; el pájaro posado en el capó emprendió el vuelo luego de insultarnos en su idioma y todos volvimos a ser conscientes de la situación en la que nos hallábamos.
−Y bueno −dijo papá−, ya pueden apostar a quién fue el que borró la susodicha partida…
−Quién más… −resopló mamá.
−¿Es por eso entonces que estamos en peligro? −quiso saber hermana.
−Claro, claro −contestó papá−. Samuel Maluenda se ha enterado hace muy poco de esto, y como no quiere ensuciarse las manos con mi sangre, ha contratado a un cazarecompensas para dar conmigo y así acabarme.
            −Venganza −dijo hermana, enseñando sus dientes con violencia.
            −Así es −dijo papá−. Es por eso que necesitamos refugiarnos por unos días hasta que las cosas se calmen un poco y veamos bien qué haremos a continuación. La casa de campo de la abuela parece una de las mejores opciones para el caso.
            Nos quedamos pensando un rato, reflexionando sobre el asunto.
            −Creo que deberíamos darle una buena patada en el culo al cazarrecompensas ése y a Samuel Maluenda por haberlo contratado para capturarte −dijo mamá luego de un momento, decidida; su espíritu aventurero y violento salía a flote una vez más.
            −¿Estás hablando en serio? −dijo papá−; ¡pero si fui yo quien eliminé por completo el alma del…!
            −Nada de eso −dijo mamá−. Cuando te declaran la guerra, lo mínimo que puedes hacer es darles guerra de vuelta, ¿no?
            Siempre me he preguntado por lo errados que me parecían ciertos patrones de ética y moral que regían mucho de los comportamientos de mamá; a veces me parecían que estaban bastante fuera de lugar para ser parte de la cabeza de la familia.
            −¿Qué dicen, familia? −preguntó mamá echando chispas por los ojos−. ¿Le damos su merecido a esos dos pasteles llenos de moco?
            Nos miramos por un par de segundos antes de unir nuestras manos, chocarlas y alzarlas gritando como chicas recién salidas del instituto que lo único que desean es darle su merecido a quien se lo está buscando. Los momentos familiares así me encantaban.