Cuando llegué a la cocina,
después de un costoso despertar, me encontré con mi papá preparando el desayuno
borrachísimo.
Ahí están los panes recién tostados, me dijo antes de
ponerse a vomitar sobre ellos una masa aguada y fermentada todo restos de
empanada, pino y mucho vino.
Gracias, papá, le dije, echándolos sobre un plato mal
lavado para hacer el amago de llevarlos a mi pieza; era obvio que no los
llevaría a mi pieza para comerlos, así que en vez de eso salí a la fría calle (sin
que mi papá se diera cuenta) y esperé a que uno de los perros callejeros que
andan siempre por ahí se acercara para ofrecerle mis panes del desayuno.
De los tres perros vagos, sólo llegó uno, quien
agradecido me sonrió feliz por tan delicioso bocado, relamiéndose el hocico.
Sin embargo le dije: lo siento, perro, con un poco de
lástima, pero para otro de estos panes tendremos que esperar hasta las próximas
celebraciones.
El perro me miró con desánimo, la noticia parecía haberle
afectado. Entonces se marchó hasta el erial donde aguardaban por comida su
pareja perro y sus cachorros y se puso a vomitar frente a ellos el desayuno que
le había ofrecido.
Coman, familia, coman, ladró el animal, coman que no
tendremos otro de estos hasta las próximas celebraciones.
Los ojos de uno de los cachorros brillaron de suprema
admiración al acabar con su exquisita porción de comida.
Papá, le ladró con suavidad, eres el mejor papá del
mundo.
Pero el cachorro estaba equivocado: en realidad mi papá era el mejor papá del mundo, no
el suyo.