Tuve el primer atisbo apenas
me bajé de la micro: su estatura, el cabello castaño oscuro con hebras canas y
rizado, su caminar garboso y, por supuesto, la aparente edad que tenía.
Inmediatamente pensé que era imposible, que él, el gran Dio, épico ícono del
heavy metal, estaba muerto, lo habían anunciado por todos lados; de hecho, por
todo el tiempo que llevaba bajo tierra, debía estar ya convertido en huesos,
devorado completamente por los gusanos. Pero he sabido de casos en que la gente
falsea su muerte para poder tomar una vía segura, sin cámaras, sin nadie
pendiente, para con sus últimos días; ¡y qué mejor que venir a Chile para
lograrlo! Como todo parecía un buen argumento, lo seguí primero caminando,
luego apurando el paso para no perderlo en la esquina siguiente. “¡Voy a
conocerlo!”, recuerdo que pensé, respirando por la boca mientras que con una
mano sostenía mi mochila por uno de sus arciales. Doblé en la misma esquina que
él, distanciados por veinte metros, diez, cinco, y me puse justo delante suyo.
Aguanté la respiración, me relamí los labios listo para lanzar la frase de
saludo que había preparado en la mente, cuando me di cuenta que todo había sido
un estúpido error: la persona que tenía al frente, sin haberme dado cuenta
antes, era una señora de sesenta años.