Historia #151: En la estación de servicio ("Nos sigue un cazarrecompensas #3")



Mamá y hermana no dejaban de mirar el paisaje que íbamos dejando atrás en el auto con aire atontado, como si no pudieran creer que estábamos saliendo de la ciudad para visitar a la abuela agonizante en su casa de campo; porque claro, sólo mi papá y yo sabíamos que en realidad nos estábamos largando de la ciudad para huir del cazarrecompensas que nos había visitado por la mañana y el hombre que le había mandado, no para ver a la abuela agonizante en su casa de campo, como les habíamos dicho.
Por otro lado, seguía pensando en lo familiar que me resultaba el nombre de Samuel Maluenda: estaba seguro de haberlo escuchado antes, pero sin recordar dónde. Miré hacia la carretera y me di cuenta que mi papá me estaba observado por el espejo retrovisor; me guiñó un ojo y volvió a poner toda su atención en el camino delante.
            Hermana, cómo no, estaba contentísima de haber sido rescatada del aburrido colegio y sus tediosas clases de la mañana; parecía no estar muy triste acerca de la noticia sobre la salud de la abuela. Mamá, por el contrario, se veía preocupada, pero no podía disimular todo lo entretenido que era para ella estar en la carretera viajando lejos de la ciudad un día cualquiera de la semana y sin previo aviso. Mamá era de las que le gustaban las aventuras de ese estilo, como en las películas.
            Yo, por mi parte, tenía hambre y quería echarme algo al estómago cuanto antes, por lo que no dudé en decirle a papá que quería comer algo, cualquier cosa por ahí. Como él sabía que lo tenía justo por las bolas por ser el único conocedor de su secreto, rechistó y dijo que pararíamos en la siguiente estación de servicio para que comiéramos algo, un completo o una porquería de esas que siempre venden y tienen sabor a plástico.
            Llegó un punto en que la señal de la radio empezó a fallar y nos vimos sumidos poco a poco en una posa de incómodo silencio familiar. Como estábamos acostumbrados a comer frente a un televisor la mayoría del tiempo que estábamos juntos, nunca sabíamos qué hablar cuando no había algún estímulo o tema para conversar. Levanté una de mis piernas y lancé un fuerte gas olor a huevos podridos –mi especialidad– para ver si eso rompía la fría distancia entre nosotros. Por desgracia, sólo provocó fuertes arcadas en mamá y hermana, que no estaban tan acostumbradas a mi especialidad como papá.
            Nos detuvimos en una estación de servicio unos diez minutos más allá. Papá pidió completos para todos y una vez dejó la bandeja con cuatro de ellos sobre nuestra mesa, se dirigió al baño diciendo que necesitaba usarlo cuanto antes. Si demoro un poco más, dijo, probablemente sufrirán la peor humillación en público de su vida. Mamá, hermana y yo nos miramos, sabedores que aquello era cien por ciento posible, y asentimos. Ve, nosotros te guardamos tu completo, dijimos.
            −Sólo espero que no deje la taza manchada como siempre −balbuceó mamá.
            −Difícil −dijo hermana, y todos supimos que aquello era muy cierto. 
            Iba por la mitad de mi completo cuando una mancha negra del otro lado del vidrio de la estación me llamó la atención. Levanté la mirada y me di cuenta que era un tipo estacionando una gran moto oscura del otro lado de donde habíamos dejado nuestro auto.
            −¡El cazarrecompensas! −exclamé, atragantándome con un trozo de pan.
            −¿Qué dices? −quiso saber mamá, mirándome extrañada.
            Tragué con dificultad y vi cómo el tipo de la armadura negra se apeaba de su moto, quitándose a la vez su casco de seguridad de encima del casco de cazarrecompensas que conformaba su atuendo.
            −¡Mierda! −dije antes de levantarme y dirigirme al baño, llegando justo a tiempo para escuchar cómo de uno de los cubículos salía lo que parecía un tremendo escopetazo de mierda salpicando contra las paredes de la taza. Salió un olor horrible casi tan letal como el gas mostaza, que inundó el baño entero, pero aquello me dio lo mismo. Me encerré en el cubículo contiguo al de mi papá y golpeé su lado de la pared.
            −Si quieres papel higiénico –me advirtió él del otro lado−, te digo de inmediato que sólo me queda una mísera boleta en los bolsillos…
            −Papá, soy yo.
            −Ah, eres tú… −En su voz había un ligero tono de resignación.
            −Oye, no me vas a creer, pero a que no adivinas quién se estacionó afuera.
            Escuché cómo la cabeza de papá crujía tratando de adivinar la persona a la que me refería.
            −¿Tu antigua profesora de la básica que tenía tremendos senos?
            −No, papá: me refiero al cazarrecompensas de la mañana. Está afuera. Acaba de bajarse de la moto; viene hacia acá.  
            −¡Mierda! −exclamó mi papá, presa del miedo.
            En eso escuchamos que alguien entraba al baño y nos callamos. Me senté en el retrete con la tapa abajo y empecé a mirar por el resquicio de la puerta, tratando de ubicar al dueño de las pisadas. Era el cazarrecompensas.
            Pasé un pie por debajo de la división de los cubículos y comencé a darle patadas a papá para que tuviera cuidado con lo que decía. Agucé mi oído y me percaté que el cazarrecompensas cantaba una canción de los Vengaboys mientras se miraba al espejo sin quitarse el casco, posando de distintas maneras.
            Entonces mi papá lanzó otro de sus fuertes escopetazos de mierda y el cazarrecompensas no pudo evitar realizar una mueca de asco y largarse de ahí cuanto antes.
            −¡Lo lograste, papá! −le susurré a papá−. ¡Espantaste al cazarrecompensas!
            −Me vi en la obligación de usar mi poder secreto: Diarrea Explosiva Espanta Cazarrecompensas. 
            Como ya había pasado la peor parte, me levanté de la taza y salí de ahí sin tomar en cuenta los llamados de mi papá por más papel higiénico. Una vez en el umbral de la puerta, me detuve para ver pasar al cazarrecompensas al lado mío sin darse cuenta de nada, saboreando un helado de paleta por debajo de su casco. Se veía tan feliz como un niño al que le dan un chocolate de regalo; o un helado de paleta, dado el caso. Fue una suerte que no supiera que la mujer y la niña que estaban ahí sentadas tenían estrecha relación con el hombre que buscaba.
            Esperé a que terminara su helado, botara el envoltorio y el palo al basurero, se subiera a su moto y se perdiera de ahí zumbando rumbo a la ciudad.
            −¿Qué te pasó? −quiso saber mamá apenas me vio; con hermana habían pedido otra ronda de completo para ellas.
            −Diarrea explosiva −les dije mientras me sentaba a la mesa para terminar mi completo.
            Al cabo de unos cinco minutos, salió mi papá del baño caminando de manera patosa, como si sus nalgas no pudieran estar en contacto sin que fuera doloroso. Me percaté que sus calcetines habían desaparecido y que a la parte posterior de su camisa le faltaban un montón de trozos; se notaban arrancados con violencia y urgencia. Me miraba con rabia, pero una vez más se tragó su orgullo y dijo: lleven las cosas para comerlas en el auto. Mamá y hermana lo observaron con el rostro adusto: papá nunca daba la chance para comer dentro del auto.
            Le hice un gesto a mamá como queriendo decirle: vamos, está hablando en serio: la diarrea pareció afectarle la cabeza, cosa que dio muy buen resultado.
            −Está bien, vamos −dijo mamá, tomando los posacompletos de cartón con los restos de su comida para terminarla mientras seguíamos en la ruta rumbo a casa de la abuela.
            Sólo que nadie pudo comer los completos ahí dentro realmente: las nalgas de papá hedían tanto a mierda, que tuvimos que detenernos en cierto punto del viaje para que pudiera limpiarse el culo en un riachuelo que cruzaba por el costado del camino, avergonzado y humillado.
            Del cazarrecompensas, por cierto, no vimos ni rastro.