Historia #138: No acostumbro halagos



Como actividad para los niños de Primero Básico de un establecimiento del sector donde vivo, los sacaron a la calle para hablarles y explicarles sobre los diversos trabajos que ejercía la gente en la vida diaria. Por lo mismo, los llevaron al supermercado más cercano al colegio, que resultó el mismo donde desempeño mis labores como empaque.
            Ahí los vimos entrar en fila, pequeños y llenos de energía sin soltarse de las manos, guiados por sus profesores quienes no paraban de explicarles para qué servía cada cosa.
            −Eso de ahí es la caja, y la señora que está detrás es la cajera –explicó una de ellas, apuntando cada cosa a la que hacía referencia.
            Los niños miraban sorprendidos. Uno de ellos dijo que su mamá era cajera como ella, pero en otro supermercado. Sus compañeros parecieron aún más sorprendidos.
            −Y esos son los empaques –dijo la otra profesora, apuntándonos. A esa hora de la mañana éramos unos cuatro, no el puñado acostumbrado de siempre−. Trabajan echando las cosas dentro de las bolsas para que la gente puede llevarlas a sus casas sin problemas.
            Los niños nos miraban con cierto respeto, como a verdaderos adultos.
            −Después, cuando vayan a la universidad –continuó la profesora−, podrán trabajar como ellos para pagar sus lápices, las fotocopias, las guías, etcétera, etcétera.
            Los alumnos cuchicheaban entre ellos, comentando lo dicho por su profesora. Parecían de verdad sorprendidos. No sé qué le veían de interesante a echar cosas dentro de una bolsa. Pero bueno: niños son niños.
            Uno de ellos se me acercó, algo temeroso, y me dijo, con cierto temblor en la voz:
            −Yo cuando grande, quiero ser como tú.
            Me quedé un rato pensando al respecto. Nunca nadie me había dicho algo así en la vida. En serio.
            −¿Quieres ser como yo? –le dije, apuntándome−. ¿Un maldito adicto al alcohol y las drogas duras? ¿De verdad quieres ser eso? –Hice una pequeña pausa en que el niño no dejó de mirarme pasmado, sin entender mucho lo que le decía–. Porque si quieres, también puedes ser como mi compañero: él es adicto a las perversiones y al hentai. Creo que mejor podrías ser como él, es más entretenido.
            El niño dio medio vuelta, muerto de miedo, y se alejó con su grupo sin decir nada, mirándonos hacia atrás de vez en cuando, como si quisiera corroborar que no lo seguíamos ni nada por el estilo.
−¿Qué –quise saber, mirando extrañado a mis compañeros de empaques−: dije algo malo?
Los aludidos me quedaron mirando como a un pobre estúpido, pero yo seguía sin entender nada. De verdad nunca nadie me había dicho algo así en la vida, nunca. Por eso no supe qué decir.
−Son pesados, cabros –les dije, antes de ir a la caja registradora más cercana y embolsarle un puñado de tarros de atún a una anciana.