Historia #136: La vida miserable y el blog



Cada vez que voy a la capital, es rigor con mi amigo Matías Belano juntarnos en algún lugar de mala muerte a tomar y hablar sobre los progresos de nuestras (miserables) vidas. A veces no es mucho el cambio entre temporada y temporada, pero como esta vez llevaba meses sin saber de su paradero, me sorprendió un montón verlo llegar con lentes oscuros Ray-Ban y una cara chaqueta de cotelé encima de una costosa camisa Polo blanca, sin ninguna mancha de copete o mierda encima.
            Nos saludamos de abrazo y apretón de manos y sentí que su cuerpo expelía un agradable aroma que nunca había sentido en él. Olía bien.
            Le pregunté que qué onda, que a qué se debían todos sus cambios.
            −El blog, po’, gueön, el blog –me dijo sin sacarse los lentes de encima−. Todo esto es gracias al blog.
−¿En serio, culiao’?; no te creo.
−Créeme, güeón. ¿De dónde creí’ que saqué todas estas cosas?
Lo pensé mejor y supe que el Mati, con todas las veces que lo habían hecho güeón con asuntos de platas hasta ese momento, jamás iba a comprar ropa y accesorios tan costosos como los que vestía.
El Mati levantó una mano para llamar al camarero (que apenas podía caminar de un lado a otro con lo viejo que estaba) y me di cuenta que sus dedos estaban llenos de sortijas de aspecto caro. No supe por qué me acordé de la Pamela Díaz.
−Deme su cerveza más cara, por favor –le dijo éste al viejo, haciendo un movimiento con la mano. El hombre asintió, extrañado ante el repentino cambio de nuestras costumbres (porque siempre terminábamos muertos ahí por culpa del copete barato) y se fue para volver con dos vasos y dos botellas de cerveza que, si bien no eran las más costosas del mercado, eran las más caras del local−. Muchas gracias.
Entonces no aguanté más y le pregunté:
−Ya po’, güeón, cuenta qué onda con todo esto; ¿tu papá es narco ahora, o se volvió chulo?; porque de ser así podría dejarme probar un poco de su mercancía...
−No, na’ que ver –me dijo el Mati, riéndose−. Te lo dije: ¡todo esto es gracias al blog, güeón!
Entonces me explicó que justamente se encontraba viviendo en la casa de una lectora suya, en el barrio alto, que había conocido después de venderle una copia de su libro.
−¿En serio? –No lo podía creer.
−En serio, culiao’, no tendría por qué mentirte. ¿Te acordai’ de esa vez que viniste y no pudimos juntarnos porque estaba en Iquique?; ya po’, estababa precisamente en la casa de otra lectora, vacacionando.
−Pero esa vez estuviste como dos meses en Iquique, po’… ¿O me vai’ a decir que estuviste todo ese tiempo sin moverte de la casa de la mina…?
El Mati asintió con la cabeza sin dejar de sonreírme.
−Y después de eso otra mina me invitó a Machu Pichu todo pagado, güeón, ¡todo pagado! ¿Lo podí’ creer?
Obviamente no lo podía creer, pero le dije con toda mi sinceridad que me alegraba un montón saber que al fin le estaba yendo bien en su vida.
−¡Tu miseria te está salvando, Mati gueön!
−Y eso no es na’. ¡Ahora me llueven las minas, culiao’, lo pongo casi todos los días!
−¿Ya, culiao’, en serio?
−Cómo si estuviera mintiéndote, agüeonao’… Mira, pa’ que me creai’.
El Mati sacó de su bolsillo un celular más grande que una taza de te y comenzó a deslizar sus dedos por la pantalla con rapidez; parecían bien entrenados.
−Mira, culiao’ –El celular mostraba la foto de un pene erecto (claramente el del Mati) frente a tres jóvenes con el pelo recogido en dos coletas sacando la lengua hacia la cámara. Sentí un inmediato e irremediable tiritón en mi propio pene, cautivado por la imagen.
−¡Güeón, qué onda! ¡Tení’ la media cue’a, Mati culiao’!
−Y eso no es na’.
El Mati deslizó su dedo por la pantalla y la foto dio paso a otra casi idéntica de su pene pero con diferentes muchachas de fondo; y así, y así, y así.
−Te lo dije –me dijo, dándole un sorbo a su vaso−. ¡Y todo esto es gracias al blog!
Ahí me contó entonces de qué iba su vida últimamente: vendía libros por medio de su página, se juntaba con las minas al momento de hacer las transacciones (a los hombres los mandaba a reunirse con un substituto), se las engrupía, terminaban invitándolo a comer, a tomar, a culiar, y después a vivir con ellas, con lujos y detalles, y así hasta que se aburría del lugar o la compañía de la lectora de turno. Me pareció impresionante y divino. Divino por sobre todas las cosas.
−¿Por qué creí’ que me visto así ahora? –me dijo el Mati, sujetando dos puntos paralelos de su camisa Polo blanca−; porque esta ropa me la pasan, me la regalan, me la compran; a mi me importa un pico; pero vo’ cachai’: a caballo regalao’, piedras que río trae.
−Mati güeón…
Me explicó, mientras vaciábamos las cervezas y comiendo los ricos sándwiches que no paraba de pedir, que por fin se sentía realizando lo correcto con su vida.
−¡Es la güeá que siempre quise!
−¡La zorra, Mati culiao’! ¡Bacán que ahora tengai’ el pico dulce!
El Mati soltó un eructo digno de viejo de cantina, se limpió con la manga los restos de cerveza de la boca y me dijo:
−Mejor vamo’ a recrear la vista, güeón. Vo’ cachai’: unas amiguitas que nos hagan felices con unos bailes, unos cariñitos…, ¿ah?
−Ya, culiao’, vamo’ –La respuesta era obvia; por supuesto no iba a desaprovechar que este güeón estaba en racha, rajándose con todos los gastos del carrete y la lujuria que se avencinaban.
Nos levantamos costosamente para acercarnos a la barra y pagar la cuenta.
−Pago con tarjeta –dijo el Mati.
−¿Ya, güeón: desde cuándo usai’ tarjeta vo’…!
−Desde siempre, güeón, sólo que… ¡Ah, mierda, se me olvidó la contraseña! ¿Me espera un ratito? –le preguntó al camarero, sacando su costoso celular del bolsillo; el vejestorio asintió con un movimiento parecido al de un maniquí. El Mati hizo una llamada y esperó unos segundos sin quitarle la vista la techo−. Oh, hola, mi amor –Su tono de voz cambió drásticamente bajando unos cuantos tonos; me recordó a la forma cómica que tenían algunos humoristas al hablar como cuicos papa en la boca−. Sí, es que estoy con un amigo…, tú cachai’, de esos que no tienen mucha… Sí, sí, de esos… Sí, po’, se me olvidó tu contraseña… Ya… Ya… Okey. Muchas gracias. Love you –El Mati cortó la llamada y me sonrió divertido−. ¿Veí’?; el poder del blog.
El Mati tomó la máquina para pagar con tarjeta y digitó la clave de la muchacha que lo alojaba en su casa con lujos y detalles como si fuera su propia cuenta; sin embargo, el aparato parecía no funcionar, porque arrojó un mensaje que decía que estaba fuera de servicio.
−Creo que voy a tener que ir a sacar plata al cajero –dijo el Mati−. ¿Me esperai’ un rato?
−Ya –le dije−. Hazla corta.
−Güena; pero antes iré a mear.
El Mati se dirigió al baño con cierta urgencia, donde estuvo un buen rato encerrado. Luego, tras salir de ahí, me hizo un ligero gesto de despedida al cerrar la puerta tras él y abandonar el local para buscar un cajero en la calle a su derecha, unas cuadras más allá.
Y lo cierto es que nunca volvió para pagar la cuenta. Al principio, cuando pasaron los primeros veinte minutos, dije: ya, este culiao’ debe haberse quedado comprando cigarros o buscando otro cajero automático; pero cuando ya pasó una hora entera y el personal del local no dejaba de mirarme más feo que la chucha, supe que estaba cagado.
−Creo que tu amigo no va a volver –me dijo el camarero.
Rechisté con amargura, consciente de la gran cifra que significaba la cuenta, y no hice otra cosa que maldecir a ese maldito güeón en silencio.
Luego que me hubieron hecho entrega de un trapero para dejar el baño reluciente, supe que el Mati, este Matías Belano culiao’, si es que llegó a mear alguna vez antes de partir, había dedicado su tiempo, además, en dejar un lindo recuerdo para quien entrara después de él al baño, un mensaje hecho con caca fresca que rezaba: “Felipe chúpalo” en el espejo.
Mati culiao’. Tal palo tal astilla.