Historia #139: Las ratas como yo



Como tenía paja de cocinarme algo para almorzar en el departamento de mis amigos donde me estoy alojando (a esa hora en sus trabajos), me eché una lavada rápida a los dientes y las axilas y salí en búsqueda de un local donde sirvieran comida como las que dan en casa, sin una mamá borracha a cargo de la cocina.  
Demoré un montón en ubicarme entre esas calles nuevas para mí y empezar a caminar sin temor a perderme en callejones sin salida o salir del radio seguro de mi punto de partida, pero luego de unos veinte minutos di milagrosamente con un restorán autoclasificado como económico, perfecto para mi billetera llena de polillas y pelusas de ombligo. Entré, me hice el elegante y me senté al fondo, donde el ruido y las imágenes de la tele no llegaban. Esperé hasta que apareció el garzón y le pedí el almuerzo del día: pollo asado con arroz y papas fritas, más ensalada de entrada, jugo y gelatina. Me hizo un gesto con la cabeza, balbuceando un ya vuelvo, y se dirigió a la cocina a buscar mi pedido con paso rápido.
Estaba tan caga’o de hambre, que no pude evitar salivar por el solo hecho de pensar en comida e imaginarla dentro de mi boca, teniendo que tomar el cuchillo romo que había sobre la mesa y golpearme en la pierna derecha repetidas veces con él para así mitigar aquel agresivo impulso. Para cuando mi pierna comenzaba a sangrar, volvió a aparecer el garzón con el plato de ensalada de mi entrada en la mano; me la pasó y no pude ni siquiera decirle gracias antes de abalanzarme sobre la comida, devorando las arvejas ensartándolas junto a granos de choclo con mi tenedor, partiendo en dos los espárragos y mezclando las zanahorias con las rodajas de pepino, todo bañado en el jugo de un limón estrujado a más no poder.
            Luego, entonces, llegó el pollo asado con arroz y papas fritas hasta mi mesa y me vi en la necesidad de arrebatarle el plato de las manos al tipo que me atendía, porque les juro que no daba más del hambre que me embargaba. El hombre me quedó mirando como qué onda este güeón y lo vi marcharse hacia el sector más concurrido del local. De fondo sonaban los diálogos de la teleserie de la tarde y el repiquetear de los servicios contra los platos de los demás clientes.
            Primero acabé con el pollo y el arroz, dejando para el último un gran montón de papas fritas que devoré mordida por mordida, chupando los restos de aceite y sal que dejaban en mis dedos; estaba en eso cuando sentí un auto frenando fuerte, muy cerca del local, y luego un grito y un chillido de sorpresa. Alguien exclamó ¡que nadie se mueva! y todos parecieron hacerle caso, menos yo, que seguí comiendo oculto en mi sitio. Alguien (o quizá la misma persona) pateó una silla, volcándola ruidosamente, y pidió que le entregaran toda la plata de la caja registradora. Otro chillido, otra silla volcándose contra el suelo, y el sonido de la caja registradora abrirse por completo. Tome, dijo una mujer con la voz quebrada, al parecer la dueña del recinto, y al cabo de unos segundos el rugido de un vehículo marcharse a toda velocidad del lugar.
            Para cuando todo hubo terminado de la misma manera que empezó, yo ya había acabado con las papas fritas restantes de mi plato y me preparaba para salir de ahí sin que nadie notara mi presencia. Esperé un rato tras uno de los pilares del pasillo, y cuando la dueña hubo desaparecido rumbo a su oficina, con todos los demás garzones siguiéndole para prestarle ayuda, corrí lo más silencioso que pude hacia la salida para huir de ahí como una vil rata barriobajera, con la plata del coste del menú aún en mis bolsillos.
            Me detuve en la primera botillería que encontré al paso, compré un pack de latas de cerveza y fui a la plaza más cercana a tomarlas bajo la sombra de un árbol, viendo a las colegialas transitar después de un pesado día de clases.
            A veces sentía que la capital es un muy buen sitio para los tipos de mierda como yo.