Cuento #82: La vuelta a casa en taxi



Como el bus sufrió un serio retraso por el enorme accidente que había en la carretera, Alberto llegó mucho más tarde de lo presupuestado a su destino, a esa hora en que ya no hay transporte público ni vida aparente en las calles. Rechistando, sabiendo que no le quedaba otra que desembolsar un montón de dinero para pagar un taxi hasta su casa (apenas a unos 10 minutos de distancia del terminal en vehículo), el joven salió hacia la noche cerrada y fría que lo esperaba afuera, donde un montón de taxistas desocupados le hicieron señas rayanas en el desenfreno, ofreciéndoles sus costosos servicios como si fuera la última oportunidad de obtenerlos. Luego de resoplar y saber que probablemente iba a volver a casa sin nada en la billetera, Alberto acarreó su bolso hasta los conductores y le dio la dirección al primero que estaba en la fila. Echaron el equipaje en el maletero y se metieron en el ambiente cálido del auto. El chofer encendió el taxímetro y la radio, inundándolo todo con una grabación de la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Muerto de sueño, Alberto se acomodó en el marco de la ventana a su lado para cerrar los ojos y desear que el día acabara luego: además de tener plena consciencia de lo caro que saldría el viaje, se sentía prácticamente humillado al tener que aguantar una música tan estruendosa y fuerte a esa hora en que lo único que deseaba un ser humano común y corriente era dormir y descansar tranquilamente. Entonces abrió los ojos y se dio cuenta que a pesar de sentir el auto andando bajo suyo, éste no había avanzado casi nada desde el punto en que se encontraba en un principio. Por lo mismo, un tanto desesperado, miró el taxímetro para ver que ya llevaba dos mil pesos acumulados en el haber, sintiendo una explosiva indignación al respecto; sin embargo, antes de decir cualquier cosa y percatarse que la aguja del velocímetro se alzaba en el marcador como si corrieran a alta velocidad, Alberto pensó que todo debía ser un error. Porque habían cosas que no concordaban: ¿un velocímetro que se encumbraba en un vehículo que no avanzaba casi nada?; si eso no era considerado extraño, es que las películas de ciencia ficción ya habían hecho mella en su cerebro, chamuscándolo por la superficie.
Alberto miró al espejo retrovisor y vio que el chofer lo miraba de vuelta, con una extraña sonrisa en la cara. Pensó en pedirle una explicación al respecto, pero luego de ver pasar un semáforo en verde a su lado, optó por volver a cerrar los ojos  y desear estar cuanto antes en casa.
Recordó que había tomado el bus al mediodía en la capital, después de haber dormido como la mierda en una cama de mierda en una pensión de mierda, y que por culpa del accidente en la carretera y la suposición de llegar a la hora de onces a su ciudad, no había comido nada desde ese entonces; con suerte había tomado agua, racionándola a pequeños sorbos como un moribundo hombre perdido en el desierto. Alberto se encontraba horriblemente cansado.
El joven sintió que el auto viró en determinado punto a la derecha y pensó: ya, todo va bien, porque para llegar a su casa había que dar una vuelta a la derecha en determinada calle y de ahí seguir todo recto; se suponía que el viaje no duraría tanto, así como tampoco debía ser tan caro (según los parámetros establecidos en pegatinas sobre el parabrisas); pero ahí estaban: detenidos frente su casa, con el motor encendido, la música estruendosa y fuerte y el taxímetro marcando exactos diez mil pesos.
−¡¿Diez mil pesos?! –Alberto no lo podía creer.
−Así dice el taxímetro –respondió el chofer, con tranquilidad.
−¡¿Qué cosa?!
El chofer le bajó un poco el volumen a la radio.
−¡Así dice el taxímetro! –repitió más fuerte.
−¡Pero eso es imposible! ¡¿Cómo puede ser tan caro si mi casa no queda a más de 10 minutos del terminal?!
−Usted lo está viendo, ¿no, joven?
Alberto quería preguntarle de qué iba eso de levantar el velocímetro hasta casi los 80, 90 kilómetros por hora sin avanzar el auto un ápice; porque ese truco sí que era nuevo y bueno. Pero desistió: sabía que contra él no iba a ganar la batalla.
−Son los gajes del oficio, mi joven –le dijo el chofer, como concluyendo lo que pensaba Alberto, haciéndole creer, con un poco de miedo, que tal vez el conductor podía leerle la mente. Así que en vez de seguir dándole vueltas al asunto, sacó su billetera de la chaqueta y extrajo el último billete de diez mil pesos que le quedaba. Había agotado toda su reserva de dinero para la semana. Se lo pasó al hombre con un gesto rabioso.
−Gracias –dijo el chofer y se apeó para abrir el maletero y ayudar a Alberto a sacar su bolso del interior.
Alberto pensó en decirle algo hiriente al hombre, pero no hizo nada hasta que el taxi estuvo ya lejos, en la otra esquina.
−¡Viejo maricón! –le gritó, y el taxista se detuvo por un momento, como esperando a que el joven siguiera con sus insultos (o tal vez creyendo que se le había quedado algo adentro, en el asiento), pero al cabo de unos cuantos segundos, el hombre subió de nuevo el volumen de su radio, dobló la esquina con rapidez y desapareció por ella dejando la calle sumida en un pesado silencio nocturno.
Alberto abrió la reja y luego la puerta de entrada, encontrándose con que el ambiente de su casa estaba completamente enrarecido. Se llevó una gran sorpresa al encender la luz del living y darse cuenta que todo adentro estaba deteriorado y cubierto de polvo; no era como cuando alguien destroza una casa a punta de fuerza bruta, sino como si ahí el tiempo hubiera transcurrido y transcurrido sin que nadie le prestara atención a las cosas que complementaban el lugar.
            El joven avanzó con el corazón en su garganta, boquiabierto, sin poder creer lo que veía. ¿De verdad una casa podía quedar tan deteriorada después de no haberla aseado por tres días? Alberto se imaginó lo que dirían sus papás al verla cuando llegaran la próxima semana, y tuvo más miedo aún.
            Avanzó por el pasillo, viendo cómo un montón de arañas y otros bichos se escapaban de las vibraciones de sus pisadas; el tacto sedoso de una tela de araña le hizo dar cuenta que algunos puntos de éste se encontraban llenos de ellas. Alberto creía que sus nervios estaban llegando al tope de sus posibilidades.
            Entonces entró al baño, donde a la luz del foco todo era igual de desastroso que afuera; incluso el lavamanos, otrora color damasco, se encontraba ahora de color gris por culpa de la espesa capa de polvo que tenía encima, al igual que el amplio espejo frente a él.
            −Mierda –farfulló el joven, llevándose una mano a la cabeza sin poder creerlo.
            Se quedó un buen rato sin saber qué hacer, devanándose los sesos tratando de dar con alguna explicación lógica para lo que estaba pasando; hasta que motivado por una especie de desesperación naciente, el muchacho creyó que si la casa tenía que volver al mismo estado en que la había dejado, debía comenzar a limpiarla y ordenarla en ese mismo instante para no perder ningún segundo en la empresa. Por lo mismo cubrió el dorso de su muñeca con su polerón y lo pasó por sobre el espejo –no iba a tocar la toalla gris, que recordaba como amarilla, enganchada a la puerta por nada del mundo−, quitándole la gruesa capa de polvo de encima.
            Al principio pensó que se trataba de un error, o que de la nada (siguiendo con las cosas inexplicables del día) había aparecido alguien detrás suyo, reflejándose en el espejo. Lo pensó así, porque no reconoció ninguna de las arrugas en su cara, ni las canas que cubrían su cabeza, ni los bultos acumulados bajo sus ojos. No reconoció nada, y por lo mismo dio un fuerte respingo, asustado de muerte. Pero se fijó que su nariz tenía su misma y casi imperceptible desviación hacia la derecha, un oscuro lunar ubicado en su mejilla izquierda y sus ojos eran del mismo verde jade que los suyos.
Entonces se llevó una mano a la boca, comprendiéndolo todo, y el anciano del reflejo hizo exactamente lo mismo.