Como el bus sufrió un serio
retraso por el enorme accidente que había en la carretera, Alberto llegó mucho
más tarde de lo presupuestado a su destino, a esa hora en que ya no hay
transporte público ni vida aparente en las calles. Rechistando, sabiendo que no
le quedaba otra que desembolsar un montón de dinero para pagar un taxi hasta su
casa (apenas a unos 10 minutos de distancia del terminal en vehículo), el joven
salió hacia la noche cerrada y fría que lo esperaba afuera, donde un montón de
taxistas desocupados le hicieron señas rayanas en el desenfreno, ofreciéndoles
sus costosos servicios como si fuera la última oportunidad de obtenerlos. Luego
de resoplar y saber que probablemente iba a volver a casa sin nada en la
billetera, Alberto acarreó su bolso hasta los conductores y le dio la dirección
al primero que estaba en la fila. Echaron el equipaje en el maletero y se
metieron en el ambiente cálido del auto. El chofer encendió el taxímetro y la
radio, inundándolo todo con una grabación de la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Muerto de
sueño, Alberto se acomodó en el marco de la ventana a su lado para cerrar los
ojos y desear que el día acabara luego: además de tener plena consciencia de lo
caro que saldría el viaje, se sentía prácticamente humillado al tener que
aguantar una música tan estruendosa y fuerte a esa hora en que lo único que
deseaba un ser humano común y corriente era dormir y descansar tranquilamente.
Entonces abrió los ojos y se dio cuenta que a pesar de sentir el auto andando
bajo suyo, éste no había avanzado casi nada desde el punto en que se encontraba
en un principio. Por lo mismo, un tanto desesperado, miró el taxímetro para ver
que ya llevaba dos mil pesos acumulados en el haber, sintiendo una explosiva
indignación al respecto; sin embargo, antes de decir cualquier cosa y
percatarse que la aguja del velocímetro se alzaba en el marcador como si
corrieran a alta velocidad, Alberto pensó que todo debía ser un error. Porque
habían cosas que no concordaban: ¿un velocímetro que se encumbraba en un vehículo
que no avanzaba casi nada?; si eso no era considerado extraño, es que las
películas de ciencia ficción ya habían hecho mella en su cerebro, chamuscándolo
por la superficie.
Alberto miró al
espejo retrovisor y vio que el chofer lo miraba de vuelta, con una extraña
sonrisa en la cara. Pensó en pedirle una explicación al respecto, pero luego de
ver pasar un semáforo en verde a su lado, optó por volver a cerrar los
ojos y desear estar cuanto antes en
casa.
Recordó que
había tomado el bus al mediodía en la capital, después de haber dormido como la
mierda en una cama de mierda en una pensión de mierda, y que por culpa del
accidente en la carretera y la suposición de llegar a la hora de onces a su
ciudad, no había comido nada desde ese entonces; con suerte había tomado agua,
racionándola a pequeños sorbos como un moribundo hombre perdido en el desierto.
Alberto se encontraba horriblemente cansado.
El joven sintió
que el auto viró en determinado punto a la derecha y pensó: ya, todo va bien,
porque para llegar a su casa había que dar una vuelta a la derecha en
determinada calle y de ahí seguir todo recto; se suponía que el viaje no
duraría tanto, así como tampoco debía ser tan caro (según los parámetros
establecidos en pegatinas sobre el parabrisas); pero ahí estaban: detenidos
frente su casa, con el motor encendido, la música estruendosa y fuerte y el
taxímetro marcando exactos diez mil pesos.
−¡¿Diez mil
pesos?! –Alberto no lo podía creer.
−Así dice el
taxímetro –respondió el chofer, con tranquilidad.
−¡¿Qué cosa?!
El chofer le
bajó un poco el volumen a la radio.
−¡Así dice el
taxímetro! –repitió más fuerte.
−¡Pero eso es
imposible! ¡¿Cómo puede ser tan caro si mi casa no queda a más de 10 minutos
del terminal?!
−Usted lo está
viendo, ¿no, joven?
Alberto quería
preguntarle de qué iba eso de levantar el velocímetro hasta casi los 80, 90
kilómetros por hora sin avanzar el auto un ápice; porque ese truco sí que era
nuevo y bueno. Pero desistió: sabía que contra él no iba a ganar la batalla.
−Son los gajes
del oficio, mi joven –le dijo el chofer, como concluyendo lo que pensaba
Alberto, haciéndole creer, con un poco de miedo, que tal vez el conductor podía
leerle la mente. Así que en vez de seguir dándole vueltas al asunto, sacó su
billetera de la chaqueta y extrajo el último billete de diez mil pesos que le
quedaba. Había agotado toda su reserva de dinero para la semana. Se lo pasó al
hombre con un gesto rabioso.
−Gracias –dijo
el chofer y se apeó para abrir el maletero y ayudar a Alberto a sacar su bolso
del interior.
Alberto pensó
en decirle algo hiriente al hombre, pero no hizo nada hasta que el taxi estuvo
ya lejos, en la otra esquina.
−¡Viejo
maricón! –le gritó, y el taxista se detuvo por un momento, como esperando a que
el joven siguiera con sus insultos (o tal vez creyendo que se le había quedado
algo adentro, en el asiento), pero al cabo de unos cuantos segundos, el hombre
subió de nuevo el volumen de su radio, dobló la esquina con rapidez y
desapareció por ella dejando la calle sumida en un pesado silencio nocturno.
Alberto abrió
la reja y luego la puerta de entrada, encontrándose con que el ambiente de su
casa estaba completamente enrarecido. Se llevó una gran sorpresa al encender la
luz del living y darse cuenta que todo adentro estaba deteriorado y cubierto de
polvo; no era como cuando alguien destroza una casa a punta de fuerza bruta,
sino como si ahí el tiempo hubiera transcurrido y transcurrido sin que nadie le
prestara atención a las cosas que complementaban el lugar.
El joven avanzó con el corazón en su garganta,
boquiabierto, sin poder creer lo que veía. ¿De verdad una casa podía quedar tan
deteriorada después de no haberla aseado por tres días? Alberto se imaginó lo
que dirían sus papás al verla cuando llegaran la próxima semana, y tuvo más
miedo aún.
Avanzó por el pasillo, viendo cómo un montón de arañas y
otros bichos se escapaban de las vibraciones de sus pisadas; el tacto sedoso de
una tela de araña le hizo dar cuenta que algunos puntos de éste se encontraban
llenos de ellas. Alberto creía que sus nervios estaban llegando al tope de sus
posibilidades.
Entonces entró al baño, donde a la luz del foco todo era
igual de desastroso que afuera; incluso el lavamanos, otrora color damasco, se
encontraba ahora de color gris por culpa de la espesa capa de polvo que tenía
encima, al igual que el amplio espejo frente a él.
−Mierda –farfulló el joven, llevándose una mano a la
cabeza sin poder creerlo.
Se quedó un buen rato sin saber qué hacer, devanándose
los sesos tratando de dar con alguna explicación lógica para lo que estaba
pasando; hasta que motivado por una especie de desesperación naciente, el
muchacho creyó que si la casa tenía que volver al mismo estado en que la había
dejado, debía comenzar a limpiarla y ordenarla en ese mismo instante para no
perder ningún segundo en la empresa. Por lo mismo cubrió el dorso de su muñeca
con su polerón y lo pasó por sobre el espejo –no iba a tocar la toalla gris,
que recordaba como amarilla, enganchada a la puerta por nada del mundo−,
quitándole la gruesa capa de polvo de encima.
Al principio pensó que se trataba de un error, o que de
la nada (siguiendo con las cosas inexplicables del día) había aparecido alguien
detrás suyo, reflejándose en el espejo. Lo pensó así, porque no reconoció
ninguna de las arrugas en su cara, ni las canas que cubrían su cabeza, ni los
bultos acumulados bajo sus ojos. No reconoció nada, y por lo mismo dio un
fuerte respingo, asustado de muerte. Pero se fijó que su nariz tenía su misma y
casi imperceptible desviación hacia la derecha, un oscuro lunar ubicado en su
mejilla izquierda y sus ojos eran del mismo verde jade que los suyos.
Entonces se
llevó una mano a la boca, comprendiéndolo todo, y el anciano del reflejo hizo exactamente
lo mismo.