María se sintió enormemente
realizada al poder abrir la puerta de la casa con una mano y sostener a
Alberto, su novio hecho todo un estropajo, con la otra; a diferencia de otras
muchas veces, en ésta no cayó al suelo en ningún momento, ni se golpeó con un
poste de electricidad tropezando estúpidamente, ni siquiera hizo el intento de
vomitarle encima como ya lo había hecho antes, lo cual era toda una proeza.
María supo que la clave estaba en rodearlo con el brazo, tomarlo por debajo de su
axila y apretarlo contra sí, no en acarrearlo como a un niño insolente y
vomitivo de seis años.
La cerradura soltó su característico click y María tuvo
que sostener con fuerza el cuerpo de Alberto para poder encender la luz con su
mano desocupada. Cerró la puerta tras de sí y llevó a su novio hasta el cuarto
que compartían, donde lo recostó sobre la cama para poder ir al baño a hacer
sus necesidades y lavarse los dientes. Para cuando volvió, Alberto seguía en la
misma posición, roncando como si ganara millones con ello. María entonces
continuó con su labor de buena novia sacándole los zapatos, los pantalones, la
chaqueta y la polera que hedía a cebolla; acto seguido, le puso el piyama y
apagó la luz del techo para encender la de la mesita de noche y luego hacer lo
mismo con el televisor para ver el canal de los videos musicales antiguos.
Eran cerca de las cuatro de la madrugada, Alberto dormía
como un muerto y ella estaba sobria como un recién nacido: su novio, al igual
que en muchas otras ocasiones, le había arruinado la fiesta emborrachándose
mucho antes que ella. Resoplando y sintiéndose algo cansada, María fue
quitándose la ropa para ponerse el piyama y acostarse al lado de Alberto antes
que éste comenzara a abarcar toda la cama con su cuerpo. Lo empujó hasta el
otro lado de ésta y se acomodó para ver unos cuantos videos musicales antes de dormir.
No sabía por qué, pero María pensaba en lo genial que
sería que después de esas fiestas de día sábado, Alberto llegara consciente
(sobrio era mucho pedir) a casa, dispuesto a pasar un momento agradable antes
de dormir y decirle adiós al mundo por unas cuantas horas. Porque cosas así
nunca las hacía: simplemente se emborrachaba y se desembarazaba de cualquier
responsabilidad para con él, dejándola a cargo de todo el trámite que seguía
luego (como llevarlo a casa a rastras, por ejemplo). Por eso María pensó en que sería una muy
buena idea hablar con él sobre el tema al día siguiente y así intentar llegar a
un consenso justo para ambos, uno que también le permitiera emborracharse y
pasar un momento agradable a ella; era lo razonable, ¿no?
Alberto balbuceó unas palabras en sueños y se removió a
su lado; María notó, luego de un roce contra su muslo derecho, que el pene de
éste se encontraba erecto. En un principio, María se sintió un poco molesta, no
quería que su novio le siguiera fastidiando aún acostado, pero luego de
pensarlo más fríamente, se dio cuenta que éste ni siquiera se hallaba
consciente. María entonces corrió un poco las frazadas hasta la altura de la
cintura y vio que del piyama de Alberto se alzaba, imponente, su monolito por
debajo de la tela.
María sintió
una extraña picazón dentro suyo, para luego frotar sus propias piernas de
manera involuntaria una contra otra, reconociendo el llamado del creciente
animal en su interior.
Así llevó una
de sus manos hasta el pene de Alberto y comenzó a tocarlo para asegurarse que
aquello estaba ocurriendo de verdad; por lo general, cuando su novio se
emborrachaba hasta quedar en el estado decadente en el que se encontraba, era
imposible presenciar algo de esa índole. Era como si una persona viera a otra
revivir frente a sus propios ojos sin ninguna explicación congruente para el
caso.
María se detuvo
a pensar unos segundos sin quitar su mano de Alberto (temiendo que la erección
se esfumara en cualquier momento), dudando si continuar con lo que tenía en
mente o no. Sin embargo, después de repasar todo lo vivido en la noche y ser
consciente de la improbabilidad de otra oportunidad así hasta la mañana
siguiente, optó por seguir adelante con su idea, sacándole los pantalones del
piyama a su novio con sus pies para dejarlos hecho un lío en la parte posterior
de la cama. Con un movimiento ágil, también se quitó los suyos.
Entonces se
encumbró sobre su novio y empezó a moverse lentamente, sorprendida de lo duro
que se sentía dentro aun cuando Alberto se hallaba completamente inconsciente.
Al principio tuvo miedo de despertarlo, pero a medida que fue transcurriendo el
tiempo y éste no daba ninguna señal de molestia, María comenzó a aumentar
gradualmente su ritmo y la cadencia de sus movimientos, percatándose de lo
mucho que le gustaba llenarse de placer sin depender necesariamente de otro;
era como masturbarse…, sólo que el pene de Alberto vendría a ser como las yemas
y las falanges de sus dedos.
Alberto rezongó
en determinado momento, involucrado en una lucha en sueños o algo parecido,
pero María estaba tan frenética, tan focalizada en lo que hacía, que no le
prestó atención: sentía que por fin llegaba a la meta, que la carrera de su
vida estaba a punto de finalizar; la cama chirriaba con ruidos metálicos,
el canal de videos no paraba de transmitir música ochentera y de las comisuras
de los labios de su novio caía saliva como de una cascada. María golpeó una,
dos, tres, ¡cuatro veces! con todas sus fuerzas y gritó mirando al techo,
transformándose su gesto en una clara sonrisa. Esperó unos cuantos segundos
hasta que su pulso se calmó por completo. Acto seguido, se quitó de encima de
Alberto y se recostó a su lado, sintiendo bajo su piyama toda la saliva que
éste había botado durante el acto. Alberto, pálido, ojeroso y con la lengua
afuera, parecía más muerto que cualquier otra cosa.
María vio cómo
el video de Enjoy the silence
terminaba para dar paso al siguiente programa de la cadena, uno dedicado
especialmente a las canciones de los noventa. El primero resultó ser I try de Macy Gray, uno que recordaba
haber escuchado unas cuantas veces en la radio cuando niña. Luego vino otro de
los Primal Scream, y un tercero cuyo nombre no alcanzó a saber. Para cuando
ya iba a aparecer el cuarto, se dijo a sí misma que la hora de descansar había
llegado y que a la mañana siguiente, cuando Alberto despertara todo resacoso,
iba a cobrar su recompensa por haber sido tan buena novia la noche anterior.
Si es que
despertaba.