Cada
vez que voy a algún lugar con piscina durante el verano, siempre me veo forzado
a recordar por qué no puedo zambullirme en ellas; y es que además de tener un
cuerpo bastante decadente para mi edad, no sé nadar. Muchos se ríen, sin sentir
una pizca de vergüenza; otros no lo pueden creer, comentando que aprendieron a
hacerlo a los dos o tres años, como si fuera la cosa más fácil del mundo. “Es
que estuve a punto de ahogarme”, les digo, y todos quedan mirándome, onda:
“cómo tan idiota para estar a punto de ahogarse”. Me ha pasado muchas veces,
por lo que estoy algo acostumbrado a esta clase de comentarios. Y es que a mis
tres años, durante ése verano, fui con mi papá y unas primas mayores a la playa
para pasar el rato y el calor. Me acuerdo que hicimos castillos de arena,
protegiéndolos con profundos hoyos a su alrededor, antes que me dijera que me
quedara con mis primas hasta que él volviera; debe haber sido por culpa de mi
estúpida mente de niño de tres años, que en vez de hacerle caso, hice todo lo
contrario: como vi que se internaba entre las olas para zambullirse en ellas,
lo seguí sin quitarle los ojos de encima, pasando rápidamente por encima del
chocolate de la orilla; y como era obvio, las olas no demoraron en doblarme por
la cintura y llevarme con su corriente. Recuerdo haber abierto los ojos y ver
un montón de burbujas alrededor mío, todas borrosas por el agua; si dijera que
pensé que me iba a morir, sería toda una mentira, porque me quedé en blanco,
sin entender lo que pasaba. Entonces alguien me tomó por las axilas y me sacó
de ahí con un fuerte tirón; luego fue un borrón confuso hasta que el tipo que
me había salvado empezó a gritar entre todos los presentes: “¡de quién es este
niño, de quién es este niño!”; ahí abrí mis ojos (viendo aún borroso) y vi cómo
un montón de personas me miraba desde sus toallas en la arena, hablándose al
oído, comentando, seguramente, lo pobre infeliz que debía verme en ese momento,
hasta que mis primas se acercaron corriendo al tipo y le dijeron que venía con
ellas, que lo sentían, que no serían tan descuidadas para la otra. Entonces me
dejaron en la arena hasta que pude volver a recobrarme; al cabo de un rato,
volvió mi papá sin saber qué había pasado. Nadie le dijo nada de lo ocurrido. Y
bueno, siendo sincero, no culpo a nadie por lo que pasó, porque el único idiota
que no hizo caso en toda la historia, fui yo, siguiendo mi propio instinto, tal
vez ya suicida en esos tiempos.
Debe ser por eso que cuando me
interno en el agua poco profunda de una piscina, siento de inmediato una
presión en el pecho que me hace sentir que me estoy ahogando, esa desesperación
que te bloquea la respiración y te hace pensar que todo está perdido, lo cual
es una basura, sobretodo cuando hace un calor infernal en verano y las piscinas
están llenas de mujeres con trajes de baños que dejan poco a la imaginación. ¡Dios,
cómo muero por arrojarme entre sus tetas!