Pasé tanto tiempo en la
capital, que cuando llegué a La Serena el domingo pasado, a eso de las 4 de la
mañana, me sentí completamente extraño al no sentir y escuchar absolutamente nada
en las solitarias calles por las que caminaba; era como si hubieran succionado
todos los sonidos fundamentales de la madrugada: los disparos, los ladridos,
los autos frenando fuerte... Como vi que no andaba nadie cerca, comencé a
relajar mi estómago (hinchado por el viaje) y solté todos los peos habidos y
por haber sin que me importara manchar mis calzoncillos con la clásica marca de
ruedas de moto café; me pareció tan divertido el hecho de cagarme ahí sin que
nadie supiera que había sido yo, que me detuve en un pasaje oscuro, y sintiendo
las imperiosas ganas de echarlo todo afuera, me puse a defecar ahí mismo, sin
dejar de sonreír. Me siguió pareciendo todo tan divertido, que me saqué los
zapatos y terminé por limpiarme con mis propios calcetines, los que dejé a un
lado de mis humeantes desperdicios. Al levantarme, me di cuenta que los
pantalones me incomodaban; miré a ambos lados de la calle, y como todo seguía
tan quieto como antes, me los saqué y seguí caminando por el centro hasta
llegar a la avenida donde debía tomar los colectivos de vuelta a casa. Tras
haber avanzado unas tres cuadras, comencé a sentir mi cuerpo sudado y
acalorado; entonces pensé en la solución más rápida y fácil: quitarme el
chaleco y la polera que tenía encima, guardándolas en la mochila a mi espalda.
Así, desnudo, relajado y fresco, caminé hasta dar con el único colectivero de
la avenida. Se hallaba medio dormido, con un pasajero sentado en el puesto del
copiloto; ambos dieron un fuerte respingo al sentirme abrir la puerta y entrar
al vehículo. El chofer me miró por el espejo retrovisor, y en vez de sorprenderse
o echarme del vehículo, me sonrío.
−Bienvenido a casa –me dijo.
−Sí, no hay como estar en casa –le dije antes de abrir mi
monedero y pagarle el respectivo pasaje a mi casa.