El último
temporal dejó estragos por todos lados: arrancó árboles viejísimos, destruyó
enormes propiedades privadas y terminó por ensuciar las calles enteras; salir
de la casa el día domingo, después de todo ése vendaval, fue como ser recibido
por los desmanes de un carnaval jamás vivido.
Mi
mamá entonces dijo:
−Felipe:
quiero que ordenes todo este desastre.
Eran
las nueve y media de la mañana, aún hacía frío y frente a nuestros ojos el
patio de nuestra casa era un verdadero basural: el toldo que cubría el auto
familiar había desaparecido, la ropa que había quedado tendida terminó hecha jirones
por todos lados y muchas plantas fueron a dar contra las paredes, rompiendo sus
maceteros, manchándolo todo con barro.
−Quiero
que termines luego –me sentenció ella, blandiendo el dedo con aire tirano, y
cerró la puerta tras de sí, dejándome solo frente a ese enorme desastre. Y yo,
como buen hijo, no pude ser menos: tomé los implementos para ordenar y me puse
a realizar la tarea pedida por mi madre. Recogí los trozos de greda repartidos
por el suelo, eché la ropa destrozada en una bolsa de basura y acumulé toda la
tierra en un solo punto; podrán pensar que no fue un gran esfuerzo, pero les
digo directamente que SÍ lo fue. Para cuando todo hubo terminado, ya habían
transcurrido mucho más de dos horas. Para ése entonces, estaba muerto de
hambre.
Sin
embargo, cuando iba a guardar las escobas y esas cosas en el cobertizo, me di
cuenta que una parte del techo de éste había sido arrancado fuertemente por el
viento, dejando al descubierto una especie de cajón en una de sus esquinas. Por
un momento temí por las arañas que pudiera encontrar ahí, pero luego de
inspeccionar un poco con la luz de mi celular, pude comprobar que sólo había un
buen puñado de lo que parecían ser revistas pulcramente ordenadas; ninguna de
ellas parecía haber sido afectada por la lluvia, por fortuna.
Las
saqué de ahí, metiendo mi mano con cuidado por la hendidura, y pude comprobar,
con asombro, que no eran más que un montón de revistas verdes para adultos. En
un principio esperé ver pechos, cinturas ajustadas y enfermeras imposibles en
muchas de sus páginas; no obstante, ahí no aparecían más que hombres desnudos,
sosteniendo las grandes mangueras que tenían por aparato reproductor entre sus
manos y toqueteándose sus labrados torsos mientras sonreían frente la cámara.
Debo haberme sonrojado mucho, porque sentí que la cara se me acaloró como el
demonio y que una fuerte vibración me hacía temblar las manos. Para cerciorarme
de no estar totalmente equivocado, di vuelta las revistas, esperando ver alguna
pista que me aclarara las cosas; y cómo no, ahí, escritas en una de las
esquinas posteriores, estaban las iniciales de mi madre; Dios mío, quise
desaparecer en ese mismo instante.
−¡Felipe!
–Mi mamá me llamaba desde el interior de la cocina−. ¡¿Terminaste?!
Di un
fuerte respingo y oculté nuevamente las revistas en su lugar tratándolas con
cuidado, como si tuvieran un fuerte virus fácil de contagiar.
−¡Sí…,
sí, mamá! –le dije, mientras trataba de tapar el hoyo abierto por el vendaval−.
¡Ya está listo!
−¡Entonces
ven: debes sacar la basura y espantar a los vagabundos de afuera! ¡Rápido!
Mamá
había rugido de nuevo; si no le hacía caso, las consecuencias serían horribles.
Así que dejé las cosas tal como estaban y me dirigí a cumplir con mis próximas
tareas.
Para
cuando llevaba media hora espantando los vagabundos acumulados fuera de nuestra
casa, todo el asunto de las revistas ya se me había olvidado.