Luego de pelar y cortar las papas, el zapallo y el
pimentón, le seguían las zanahorias, los porotos verdes, el choclo y, por
último, lo mejor de todo: el ajo, tal y como le había enseñado su abuela cuando
pequeña. Era un proceso que tenía incrustado en la mente como el Padrenuestro o
la canción del feliz cumpleaños, un complaciente hábito más que una expresión
pensada y reflejada del cuerpo. Y es que era imposible que todo aquello no le
evocara su niñez y los días de verano en el campo con su abuela, cuando la vida
aún no dependía de si te llegaba la regla a tiempo, o de si un profesor en la
universidad te quería hacer perder otro año en la carrera o no.
Tamara echó las cáscaras de
las papas al basurero y tomó el zapallo para continuar con él. Por la radio
sonaba High and dry de Radiohead, antagónica a todas luces
respecto del espléndido día que hacía afuera, a eso de las una de la tarde.
Tamara estimó en que probablemente cuando el Francisco (su amigo que le gustaba
desde Cuarto Medio) llegara a su departamento después de clases, el caldo
estaría recién preparándose dentro de la olla, cosa que ojalá no le molestara.
Para cuando la joven se
proponía continuar con el pimentón (y después con las zanahorias, y todo lo
demás), el ruido de las puertas del ascensor y las consiguientes pisadas por el
pasillo principal del edificio atrajeron completamente su atención. “El Pancho
debe haber salido antes de la prueba”, pensó sintiendo el habitual y dulce –y
complaciente, igual que cocinar como su abuela− nerviosismo en el estómago que
la asaltaba cada vez que sabía que Francisco estaba cerca de su departamento.
Se aclaró la voz, preparándose para saludar con el tono de voz más idóneo, y se
limpió las manos con el paño de cocina.
Sin embargo toda su emoción
se trocó decepción al escuchar que los pasos del pasillo se habían dirigido con
toda seguridad al departamento del frente y no al suyo. Rechistó una maldición
y volvió a tomar el pimentón. Estaba a punto de seguir con su operación cuando
los irregulares, fuertes y constantes golpes contra la puerta del frente
hicieron que dejara todo de lado. Tamara se asustó un poco al deducir, por cómo
eran los golpes, que su realizador era un hombre en estado de ebriedad y que
estaba muy, muy enojado.
Los puñetazos resonaban por
todo el pasillo, seguidos de unos gritos poco comprensibles por parte de su
autor; incluso Thom Yorke y sus amigos habían quedado eclipsados por el ruido
de afuera.
Tamara se dirigió
rápidamente hacia su puerta para mirar lo que ocurría del otro lado del ojo
mágico: así pudo ver la espalda inclinada de un hombre de unos treinta años,
camisa a cuadros blanca y roja, jeans y botas, dándole puñetazos a la puerta
delante suyo. Con el corazón desbocado, la joven reparó en que la frecuencia de
sus golpes no eran del todo exactos, y que parecían, en otras palabras,
no tan premeditados como debían serlos. El hombre parecía
estar borrachísimo.
Haciendo un poco de
memoria, sin perder detalle alguno de lo que ocurría en el pasillo, Tamara no
vio conexión alguna entre la muchacha de su misma edad del departamento del
frente y el tipo que atacaba su puerta con furia. Simplemente no tenía sentido;
aunque podía existir la probabilidad que el tipo estuviera haciendo una de sus
escenas en el departamento equivocado, lo cual parecía muy plausible. Tamara se
estaba haciendo esa idea cuando, tras un golpe bien dado con su puño, el hombre
atravesó un punto sobre el pomo de la puerta en cuestión, cosa que le facilitó
enormemente la oportunidad de abrir un boquete de tamaño considerable en ella. Entonces
la muchacha del frente comenzó a gritar como una loca. El puñetazo había sido
como la afirmación de que todo iba en serio, muy, muy en serio.
Tamara pensó en llamar a
los carabineros, en pedirle ayuda al conserje, hacer algo al respecto, pero
cuando sacó su celular del bolsillo (y despegó la vista de lo que acontecía del
otro lado del ojo mágico), el grito agudo y prolongado de su vecina hizo que
relegara todo eso a un segundo plano. Con asombro, pudo ver cómo el tipo se
esforzaba ahora en sacar a la muchacha por el hoyo que había abierto. La
arrastraba con fuerza, y todo era gritos y más gritos, con la reverberación
duplicándolo todo.
−¡No seas tonta! –exclamó
Tamara sin poder evitarlo, sintiendo una enorme desesperación recorrerle el
cuerpo−. ¡Aléjate de la puerta! ¡Aléjate de esa puerta, idiota!
La joven quería hacer algo,
cualquier cosa, pero tenía miedo de salir lesionada, arrastrada, golpeada por
el tipo enorme ese.
Tamara se llevó las manos a
la boca, conteniendo el grito, y chilló al igual que la afectada cuando ésta
fue sacada por completo de su departamento, totalmente expuesta a todo lo que
quisiera el hombre. No podía creer lo que estaba contemplando del otro lado del
ojo mágico.
Al principio se permitió
ver cómo el tipo le brindaba una brutal paliza a la joven de su misma edad
porque se encontraba completamente choqueada y paralizada y su cuerpo no le permitía
hacer nada más que eso. Pero tras ver cómo la sangre (la sangre de su vecina)
comenzaba a salpicar las paredes aledañas y escuchar cómo los chillidos de la
atacada se extinguían con terrible desesperación, la sensación de que ya había
visto suficiente le hicieron dar arcadas. Tamara se agachó un poco, temiendo
echar el desayuno afuera, y se quedó así un buen rato, contemplando el suelo
con la vista algo desenfocada. No dejaba de asaltarle la idea que acababa de
ver un asesinato a golpes y a plena luz del día y lo horrible que se sentía por
haberlo hecho. Se sentía como si estuviera envenenada.
La joven tragó saliva, con
el regusto amargo aún en su boca, cuando volvió a gritar tras sentir un fuerte
golpe contra su puerta. ¡No podía ser, no podía ser que el hombre estuviera atacando
su departamento ahora!
Sin poder reponerse del
primer ataque y su consiguiente sorpresa, la muchacha no dejó de gritar
temiendo lo peor. Tomó su celular para llamar al primer número que apareciera,
pero sus dedos estaban demasiado húmedos y éste terminó por caerse al suelo y
apartarse un montón de su alcance.
Entonces otro golpe.
Y otro.
Y otro.
Los goznes de la puerta
parecían capaces de ceder en cualquier momento, igual que la cerradura. Tamara
pensó en acercarse a la puerta y utilizar su cuerpo para sostenerla, mas cayó
en la cuenta que ese había sido el principal error de su vecina al quedar tan
al alcance de su atacante.
Con uno de los siguientes
puñetazos el tipo abrió un agujero de tamaño considerable en la puerta, haciendo
saltar astillas por todos lados. Tamara pudo comprobar con horror que la mano
del tipo estaba llena de sangre y trozos de madera atravesándole.
Así fue que la joven esperó
lo peor, acercándose hasta el umbral de su cuarto, viendo cómo el demente destruía
la entrada de su departamento a golpes, dispuesta a matarla de la misma manera.
−¡No me mates, por favor,
no me mates! –chilló la joven muerta de miedo, llorando desconsoladamente−.
¡Por lo que más quieras, no me mates!
Pero el hombre, totalmente
fuera de sí, hizo caso omiso de sus palabras. Ahora se dedicaba a agrandar la
abertura de la puerta, gritando cosas que parecían sacadas de un idioma de
oriente, sus ojos blancos y un poco de espuma saliendo por su boca.
Tamara, resignada a morir a
golpes dentro de su casa, no se percató que el ascensor acababa de emitir su
usual sonido al abrirse sus puertas. No se percató de ello hasta que el hombre,
dando un ligero pero notorio respingo, dejó de golpear la puerta de su
departamento para mirar en aquella dirección. Entonces el hombre volvió a rugir
y empezó a correr hacia allá con sus irregulares movimientos.
Alguien, otra persona, dio un
grito secundado de inmediato por el demente, y luego se escuchó otro aullido
más que Tamara jamás supo quién lo emitió, pero que contenía los espeluznantes
tonos del terror dominándolo todo. Después vino la caótica algarabía de un
montón de golpes parecidos al de un saco de papas al caer contra el suelo unos
cuantos pisos más abajo, como si descendiera, y por consiguiente un silencio espeso
y trémulo que parecía paralizarlo todo. Por último, y con el corazón en un
puño, Tamara reconoció el ruido del abrir de puertas de todos los vecinos
fisgones que se encontraban en sus departamentos a esa hora de la tarde.
Temblando, sin saber qué
hacer, Tamara salió tropezando de su cuarto. Al llegar al pasillo, trató de no
ver el cuerpo (¿estaría viva aún?) de su vecina, pero le fue prácticamente
imposible, y eso le volvió a producir arcadas. Ahora los vecinos de los otros
departamentos salían a socorrer tardíamente a la joven golpeada, mirando con un
dejo de vergüenza a la última atacada. En realidad no sabían qué decir.
Tamara, como si se
encontrara en medio de un sueño, miró hacia el ascensor y descubrió que éste
había vuelto al primer piso para recoger a alguien. Su corazón, presa del
pánico, empezó a latir desbocado, temiendo lo peor; su mente fraguó rápidamente
la escena en que el tipo loco que había intentado matarla aparecía nuevamente
por su puerta abierta de par en par.
No obstante, movilizada por
un instinto superior a lo demás, la joven se acercó a la baranda de las
escaleras justo al lado del hombre que vivía en el departamento contiguo al
ascensor.
−No entiendo qué le pasaba
–susurró el tipo sin quitar la vista del rellano bajo ellos. Parecía hablar más
para él que para ella−. No lo entiendo: lo vi, me atacó, y sin querer le hice
una zancadilla y…
El hombre no pudo terminar
con la frase. Tamara vio cómo algo parecía haberse atascado en su garganta.
La joven, con el corazón en
la mano, miró hacia las escaleras del fondo, y comprobó, sin poder creerlo, que
el tipo demente, el mismo que la quería matar, se hallaba boca abajo, aunque
con su espalda aplastada contra el piso. Tamara, consciente de lo cerca que
había estado la muerte de ella, sintió un horrible acceso de llamar a su madre
para contarle lo sucedido y llorar desconsoladamente con ella al teléfono.
Entonces sonó otra vez el chasquido
del ascensor antes que sus puertas se abrieran de un extremo a otro y
apareciera tras ellas Francisco, el amigo de Tamara. Se quitó los audífonos,
sonrió algo alelado y levantó su mano mostrando su palma extendida a modo de
saludo.
−Lo siento, Tami –le dijo él, con ese aire
despistado de siempre–, pero tuve un leve retraso.