−Te
lo digo en serio –dijo Bastián, mirándolos con los ojos muy abiertos, como si
quisiera que sus amigos vieran en ellos que hablaba con la verdad−. Si los
perros le ladran algo detrás de ti en la calle y estás solo, es porque te está siguiendo
un fantasma –El chico se llevó el índice y el pulgar cruzados a su boca y los
alzó al cielo−. Lo juro por mi abuela.
Los otros tres amigos se removieron
en sus asientos, un tanto inquietos. La mañana soplaba fría, desanimada; muchos
de sus compañeros de curso habían preferido incluso ir a pasar la mañana en el
casino del colegio en vez de parlotear y fastidiar por ahí, aprovechar todos
los minutos posibles del recreo antes de la aburrida clase de Matemáticas.
−Nah, no te creo –dijo Alfredo,
haciendo un ademán forzado con la cabeza−. Me ha pasado antes y nunca he visto
ningún fantasma.
−Obvio que no lo vas a ver, idiota
–contrapuso Bastián−. Sólo los perros los pueden ver. Por eso les ladran.
Tratan de advertirte.
−Esta historia sí que está buena
–comentó Claudio, sonriendo un poco−. ¿Es otra de esas creepy-no-sé-qué que lees?
−Se llaman creepypastas, bruto –repuso Bastián, antes de agregar−: Y no, no es
otra de ellas.
−¿Entonces cómo lo sabes? –preguntó
Alfredo, cerniéndose un poco sobre su interlocutor.
−Me lo contó un tío.
−Seguro –Alfredo sonrió y miró a los
demás: Claudio sonrió con él, mientras que David, hasta ese momento silente,
permaneció en su quieta postura escuchando todo lo que sus amigos decían. Hizo
un mohín, como para demostrar que seguía ahí, al menos físicamente−. A menos
que tu tío sea el Encantador de perros. ¿Tu tío no es César Villagrán, verdad?
–añadió en tono de burla.
−Eres un imbécil –dijo Bastián,
moviendo la cabeza−. Además es César Millán, no Villagrán, idiota.
>>No −continuó−, mi tío me
dijo que los perros son capaces de sentir las cosas mucho mejor que nosotros.
Es por eso que a veces pueden presentir los terremotos, temblores y esas cosas.
−Ya, pero un terremoto no es lo
mismo que un fantasma siguiéndote en medio de la calle –argumentó Claudio−. Si
le ladran a algo detrás de ti y no hay nada, es porque simplemente estás muy
hediondo, nada más.
Alfredo rió por el comentario.
Bastián le miró ofendido.
−Eres un total idiota –le dijo este
último justo antes que sonara el timbre para volver a clases−. Te has salvado
de una gran contra respuesta –le advirtió, apuntándole con el dedo. Los otros
dos chicos chocaron sus manos sin parar de reír y avanzaron junto a Bastián en
dirección a su sala de clases. Ninguno de ellos se percató que David no había
pronunciado palabra alguna en toda la conversación, ni que caminaba a unos
cuantos metros detrás de ellos rumbo a Matemáticas, completamente ensimismado,
ni que parecía estar dedicándose a pensar en cualquier cosa menos en molestar a
los profesores de turno.
De hecho se mantuvo así,
respondiendo monosilábicamente a las preguntas de rutina, hasta que llegó a la casa
de su abuelo, ubicada unos cuantos minutos de distancia de la suya, donde tenía
que pasar la tarde entera hasta que su hermana le llamara por teléfono avisando
que ya había llegado a ésta. David odiaba que su mamá no tuviera la confianza suficiente
en él como para darle por fin un par de copias de las llaves de su casa; no
entendía que ya había dejado de ser un niño de nueve años hacía meses.
−¿Ya te vas, David? –le preguntó su
abuelo cuando lo vio colgar el teléfono del vestíbulo.
−Sí –dijo el chico, con tono
cansino−. Era la Vicki. Te mandó saludos, como siempre.
Su abuelo hizo un ademán con la
mano, sonriendo.
−¿No quieres tomar onces?
−No, gracias, abuelo. Tomaré cuando
llegue a mi casa.
−Está bien –dijo el hombre,
poniéndose de pie−. Anda con cuidado –añadió afuera, una vez hubo quitado el
cerrojo de la puerta del antejardín.
−Sí, no te preocupes.
−Nos vemos mañana, chico. Cuídate.
No hagas rabiar a tu mamá.
−Nos vemos mañana –se despidió
David, sin pensar mucho en lo que decía. Porque en su cabeza no cabía otra cosa
que lo dicho por Bastián en el primer recreo de la jornada. Porque ahora
caminaba solo, por pasajes a esa hora poco transitados, iluminados por aquellos
faroles naranja que hacían que todo adquiriera las tonalidades características
de las pesadillas, flanqueados por rejas de otros hogares calmos, con perros
mirando mansamente por entre los barrotes a quien pasara por ahí.
Porque los primeros pasajes eran
así, tranquilos como todos los demás; pero los últimos antes de su casa,
justamente aquellos más oscuros, a los que le faltaban focos en muchos puntos,
eran un desastre: no sabía por qué los perros parecían volverse locos al verlo
del otro lado de la reja, ladrando como si su vida dependiera puntualmente de
ello; y eso era lo extraño: porque de día ni luces de ese comportamiento. De
noche parecían ser completamente otros.
David dobló a la izquierda en una
esquina escasamente iluminada antes de ingresar a un desolado pasaje, con el
corazón en un puño. Recordó lo dicho por Bastián en la mañana, en la seguridad
del día y la compañía de sus demás compañeros, y tuvo miedo. Sabía que cada vez
que los perros le ladraban en aquellos pasajes, al mirarlos para verificar qué
les sucedía, se percataba siempre que no le ladraban precisamente a él, sino
que a algo detrás suyo, a un acompañante invisible, o mejor dicho a un
fantasma, utilizando las palabras utilizadas por su amigo.
Los perros comenzaron a aullar
apenas sintieron sus pasos por la calle, levantándose prestamente para sacar
sus hocicos por entre los barrotes de las rejas que los mantenían cautivos, y
David no quiso mirarlos para cerciorarse del lugar al que apuntaban con ellos.
En vez de eso, decidió apurar el paso.
De los vestíbulos de algunas casas
llegaban los ruidos asordinados de la teleseries nacionales previas al
noticiero de las nueve, lo que le hizo pensar a David que era hora de ver Los Simpsons por el cable. Pero los
perros seguían ladrando y el chico comenzó a desesperarse.
No entendía por qué la gente
encargada de la electricidad en la ciudad no arreglaba los focos dañados de
esos pasajes. Llevaban años en el mismo estado deplorable. Se suponía que por
eso las familias le pagaban a las compañías eléctricas: para tener todo
funcionando como debería.
Pero los perros siguieron ladrando
cada vez más y más fuerte, provocándole un dolor de cabeza intenso, tan intenso
que tuvo que detenerse frente a Pluto,
el cocker spaniel de su anciana vecina un par de cuadras antes de llegar a su
casa, con el que jugó desde cachorro y al que le tenía un gran afecto, casi
como si fuera de su propiedad. No entendía por qué chillaba desesperado,
llegando a aquella agudísima nota que parecía poder romper los tímpanos de
cualquier humano que la escuchara. Se acercó a él casi a tientas, teniendo
noción de su posición por los sonidos que emitía más que por el brillo de sus
ojos, y le chistó con cierta rabia. Quería que el perro se callara ya,
¡maldición!
Mas el perro no le ladraba a él,
como era costumbre a esas horas de la noche. El perro lo hacía, cómo no, a algo detrás suyo, y él no sabía a qué.
David sintió un leve frío en el
espinazo.
−Vamos, Pluto –le dijo el chico, tapándose los oídos−, dejar de ladrar, que
me estás dejando sordo.
Pero no era el único perro que
ladraba en el pasaje. Es más: parecía que todos
los perros del pasaje estuvieran haciéndolo en su dirección. Solo que no
ladraban realmente en su dirección…
−¡Vamos, perro maldito, dime qué te
sucede! –le espetó David al animal, sin poder controlar la espontanea rabia
nacida en su pecho.
Pluto
se echó atrás, gimiendo como si le hubieran golpeado en la cabeza, agachándola
sumisamente, lo que hizo que David se sintiera de lo peor por haberle gritado.
−¡Oh, lo siento, Pluto, no quise gritar…! –Pero el chico
jamás alcanzó a culminar la frase que tenía en mente: una mano suave y fría,
oscura como la noche, le tomó por el mentón, cerrándole la boca con cuidado,
evitando que de ahí saliera cualquier petición de auxilio.
Los perros entonces dejaron de
ladrar.