Cuento #77: Los perros lo sabían



−Te lo digo en serio –dijo Bastián, mirándolos con los ojos muy abiertos, como si quisiera que sus amigos vieran en ellos que hablaba con la verdad−. Si los perros le ladran algo detrás de ti en la calle y estás solo, es porque te está siguiendo un fantasma –El chico se llevó el índice y el pulgar cruzados a su boca y los alzó al cielo−. Lo juro por mi abuela.
            Los otros tres amigos se removieron en sus asientos, un tanto inquietos. La mañana soplaba fría, desanimada; muchos de sus compañeros de curso habían preferido incluso ir a pasar la mañana en el casino del colegio en vez de parlotear y fastidiar por ahí, aprovechar todos los minutos posibles del recreo antes de la aburrida clase de Matemáticas.
            −Nah, no te creo –dijo Alfredo, haciendo un ademán forzado con la cabeza−. Me ha pasado antes y nunca he visto ningún fantasma.
            −Obvio que no lo vas a ver, idiota –contrapuso Bastián−. Sólo los perros los pueden ver. Por eso les ladran. Tratan de advertirte.
            −Esta historia sí que está buena –comentó Claudio, sonriendo un poco−. ¿Es otra de esas creepy-no-sé-qué que lees?
            −Se llaman creepypastas, bruto –repuso Bastián, antes de agregar−: Y no, no es otra de ellas.
            −¿Entonces cómo lo sabes? –preguntó Alfredo, cerniéndose un poco sobre su interlocutor.
            −Me lo contó un tío.
            −Seguro –Alfredo sonrió y miró a los demás: Claudio sonrió con él, mientras que David, hasta ese momento silente, permaneció en su quieta postura escuchando todo lo que sus amigos decían. Hizo un mohín, como para demostrar que seguía ahí, al menos físicamente−. A menos que tu tío sea el Encantador de perros. ¿Tu tío no es César Villagrán, verdad? –añadió en tono de burla.  
            −Eres un imbécil –dijo Bastián, moviendo la cabeza−. Además es César Millán, no Villagrán, idiota.
            >>No −continuó−, mi tío me dijo que los perros son capaces de sentir las cosas mucho mejor que nosotros. Es por eso que a veces pueden presentir los terremotos, temblores y esas cosas.
            −Ya, pero un terremoto no es lo mismo que un fantasma siguiéndote en medio de la calle –argumentó Claudio−. Si le ladran a algo detrás de ti y no hay nada, es porque simplemente estás muy hediondo, nada más.
            Alfredo rió por el comentario. Bastián le miró ofendido.
            −Eres un total idiota –le dijo este último justo antes que sonara el timbre para volver a clases−. Te has salvado de una gran contra respuesta –le advirtió, apuntándole con el dedo. Los otros dos chicos chocaron sus manos sin parar de reír y avanzaron junto a Bastián en dirección a su sala de clases. Ninguno de ellos se percató que David no había pronunciado palabra alguna en toda la conversación, ni que caminaba a unos cuantos metros detrás de ellos rumbo a Matemáticas, completamente ensimismado, ni que parecía estar dedicándose a pensar en cualquier cosa menos en molestar a los profesores de turno.
            De hecho se mantuvo así, respondiendo monosilábicamente a las preguntas de rutina, hasta que llegó a la casa de su abuelo, ubicada unos cuantos minutos de distancia de la suya, donde tenía que pasar la tarde entera hasta que su hermana le llamara por teléfono avisando que ya había llegado a ésta. David odiaba que su mamá no tuviera la confianza suficiente en él como para darle por fin un par de copias de las llaves de su casa; no entendía que ya había dejado de ser un niño de nueve años hacía meses.
            −¿Ya te vas, David? –le preguntó su abuelo cuando lo vio colgar el teléfono del vestíbulo.
            −Sí –dijo el chico, con tono cansino−. Era la Vicki. Te mandó saludos, como siempre.
            Su abuelo hizo un ademán con la mano, sonriendo.
            −¿No quieres tomar onces?
            −No, gracias, abuelo. Tomaré cuando llegue a mi casa.
            −Está bien –dijo el hombre, poniéndose de pie−. Anda con cuidado –añadió afuera, una vez hubo quitado el cerrojo de la puerta del antejardín.
            −Sí, no te preocupes.
            −Nos vemos mañana, chico. Cuídate. No hagas rabiar a tu mamá.
            −Nos vemos mañana –se despidió David, sin pensar mucho en lo que decía. Porque en su cabeza no cabía otra cosa que lo dicho por Bastián en el primer recreo de la jornada. Porque ahora caminaba solo, por pasajes a esa hora poco transitados, iluminados por aquellos faroles naranja que hacían que todo adquiriera las tonalidades características de las pesadillas, flanqueados por rejas de otros hogares calmos, con perros mirando mansamente por entre los barrotes a quien pasara por ahí.
            Porque los primeros pasajes eran así, tranquilos como todos los demás; pero los últimos antes de su casa, justamente aquellos más oscuros, a los que le faltaban focos en muchos puntos, eran un desastre: no sabía por qué los perros parecían volverse locos al verlo del otro lado de la reja, ladrando como si su vida dependiera puntualmente de ello; y eso era lo extraño: porque de día ni luces de ese comportamiento. De noche parecían ser completamente otros.
            David dobló a la izquierda en una esquina escasamente iluminada antes de ingresar a un desolado pasaje, con el corazón en un puño. Recordó lo dicho por Bastián en la mañana, en la seguridad del día y la compañía de sus demás compañeros, y tuvo miedo. Sabía que cada vez que los perros le ladraban en aquellos pasajes, al mirarlos para verificar qué les sucedía, se percataba siempre que no le ladraban precisamente a él, sino que a algo detrás suyo, a un acompañante invisible, o mejor dicho a un fantasma, utilizando las palabras utilizadas por su amigo.
            Los perros comenzaron a aullar apenas sintieron sus pasos por la calle, levantándose prestamente para sacar sus hocicos por entre los barrotes de las rejas que los mantenían cautivos, y David no quiso mirarlos para cerciorarse del lugar al que apuntaban con ellos. En vez de eso, decidió apurar el paso.
            De los vestíbulos de algunas casas llegaban los ruidos asordinados de la teleseries nacionales previas al noticiero de las nueve, lo que le hizo pensar a David que era hora de ver Los Simpsons por el cable. Pero los perros seguían ladrando y el chico comenzó a desesperarse.
            No entendía por qué la gente encargada de la electricidad en la ciudad no arreglaba los focos dañados de esos pasajes. Llevaban años en el mismo estado deplorable. Se suponía que por eso las familias le pagaban a las compañías eléctricas: para tener todo funcionando como debería.
            Pero los perros siguieron ladrando cada vez más y más fuerte, provocándole un dolor de cabeza intenso, tan intenso que tuvo que detenerse frente a Pluto, el cocker spaniel de su anciana vecina un par de cuadras antes de llegar a su casa, con el que jugó desde cachorro y al que le tenía un gran afecto, casi como si fuera de su propiedad. No entendía por qué chillaba desesperado, llegando a aquella agudísima nota que parecía poder romper los tímpanos de cualquier humano que la escuchara. Se acercó a él casi a tientas, teniendo noción de su posición por los sonidos que emitía más que por el brillo de sus ojos, y le chistó con cierta rabia. Quería que el perro se callara ya, ¡maldición!
            Mas el perro no le ladraba a él, como era costumbre a esas horas de la noche. El perro lo hacía, cómo no, a algo detrás suyo, y él no sabía a qué.
            David sintió un leve frío en el espinazo.
            −Vamos, Pluto –le dijo el chico, tapándose los oídos−, dejar de ladrar, que me estás dejando sordo.
            Pero no era el único perro que ladraba en el pasaje. Es más: parecía que todos los perros del pasaje estuvieran haciéndolo en su dirección. Solo que no ladraban realmente en su dirección…
            −¡Vamos, perro maldito, dime qué te sucede! –le espetó David al animal, sin poder controlar la espontanea rabia nacida en su pecho.
            Pluto se echó atrás, gimiendo como si le hubieran golpeado en la cabeza, agachándola sumisamente, lo que hizo que David se sintiera de lo peor por haberle gritado.
            −¡Oh, lo siento, Pluto, no quise gritar…! –Pero el chico jamás alcanzó a culminar la frase que tenía en mente: una mano suave y fría, oscura como la noche, le tomó por el mentón, cerrándole la boca con cuidado, evitando que de ahí saliera cualquier petición de auxilio.
            Los perros entonces dejaron de ladrar.