Diego no podía creer que lo
había adquirido a un precio tan bajo: sabedor que un vaporizador para marihuana
como aquel costaba casi cien mil pesos, el hecho de haber pagado mucho menos de
la mitad le había puesto de un humor muy, muy bueno. Fue por eso que cuando
llegó a su casa con el aparato en cuestión se dirigió inmediatamente a su cuarto
para analizarlo detenidamente y comprobar si no tenía algún defecto que
impidiera su uso.
Por fortuna, no
fue así.
La puerta de su habitación se abrió y por el resquicio de
esta apareció la cara de su madre.
−¡Diego! –le dijo a modo de saludo−, no te sentí entrar
–Acto seguido, se acercó despacio a su cama−. ¿Comiste algo en el centro,
tienes hambre, te traigo…, qué es eso? –quiso saber la mujer sin dejar de mirar
el vaporizador que Diego tenía en su mano.
El joven tragó saliva presa del miedo inmediato: su mamá,
ni nadie en su casa, podía saber que fumaba marihuana; ni siquiera quería
imaginarse cuál sería la reacción de sus padres al hacerlo. Fue por eso que
dijo lo primero que se le vino a la mente:
−Es un termómetro –y bueno, por la forma casi cilíndrica
que tenía, parecía uno de verdad, uno bastante moderno.
−¿Y para qué quieres un termómetro tú? –le preguntó su
mamá.
−Mmmm…, no sé, me lo vendieron barato.
−Ah, ya –Su mamá no parecía tan convencida después de
todo; miraba a su hijo con suspicacia−. Si tienes hambre, dejé unas cuantas
tortillas de las onces para que le eches verduras y salsa blanca que dejé en el
refrigerador. Después dejas todo ordenado, ¿ya?
−Ya, mamá, gracias –Y así el joven vio cómo ésta salía de
su cuarto cerrando la puerta tras de sí, despidiéndose con un gesto antes de
hacerlo.
Diego, escuchando las pisadas de su mamá por el pasillo,
se quedó observando el vaporizador por un rato más hasta que su estómago gruñó
pidiendo comida. Entonces fue a la cocina, comió las tortillas de su madre con
ganas y una vez escucho a sus papás roncar en el segundo piso de la casa, se
encerró otra vez en su habitación con ánimos de probar el objeto, abriéndolo y
depositando un cogollo de marihuana en su interior para luego calentarlo
apretando el botón de su lado posterior. Fumó de su punta y al cabo de cuatro
caladas se sintió rápidamente golpeado por su efecto: la cabeza abombada, los
párpados pesados, el relajo en cada uno de sus músculos cansados por el largo
día de universidad. Luego tomó sus cuadernos, repasó un poco las fórmulas
matemáticas que tendría que usar al día siguiente en la prueba y se acostó
sintiéndose prácticamente un hombre nuevo.
Al día siguiente, en la prueba, Diego no podía dejar de
pensar en su nuevo vaporizador, en lo bonito y eficaz que era: con sólo un
pequeño pompón de hierba podías quedar alelado por casi todo un día, una
excelente manera de ahorrar un montón de marihuana y dinero.
Sus amigos
habían escuchado hablar de un aparato como ése, pero a ciencia cierta jamás
habían usado uno; era por eso que Diego quería darles una sorpresa apenas
salieran a la primera ventana del horario del día.
Sin embargo, ya afuera, entre el bullicio de sus
compañeros comentando lo mal que les había ido en la prueba, Diego comenzó a
rebuscar en el interior de su mochila su vaporizador sin poder dar con él; por
un instante pensó lo peor. “Me lo robaron”, farfulló, pero después de hacer
mucha memoria, recordó que éste se había quedado a un lado de su mesita de
noche tras haber fumado la noche pasada.
Sus amigos se acercaron para comentar la prueba.
−¿Cómo te fue, güeón? –le preguntó uno.
−Ahí nomá’ –dijo Diego sin dejar de pensar en su reciente
compra. Quiso hablarles de ella, pero para no quedar como un imbécil (por tener
algo que quería mostrarles sin haberlo llevado a clases) prefirió no hacerlo−.
¿Y a ustedes?
El joven no dejó la imagen mental del objeto en cuestión por
toda la clase siguiente, y la siguiente; para eso de la hora de almuerzo,
cuando debía ir con sus amigos a un pub a comer papas fritas acompañadas de
mucha cerveza, se despedía de ellos alegando que tenía un dolor de puta madre
en el estómago, que la salsa blanca de las tortillas de su mamá le había caído
mal, que probablemente no vendría a la clase de la tarde. Y así, sin saber
cómo, Diego se vio sentado al lado de una ventana de una micro directo a su
casa, donde esperaba volver a tener el vaporizador entre sus manos y darle una
que otra calada a la marihuana de su reserva.
Se bajó lo más rápido que pudo del vehículo, trotó el
corto tramo restante hasta su casa y abrió la puerta con la llave ya preparada
en su mano. Ni siquiera dio el clásico saludo a su mamá (con toda seguridad)
recostada en su pieza viendo alguna porquería en la tele para dirigirse
inmediatamente a su cuarto, donde, por desgracia, no encontró lo que deseaba:
buscó en su mesita de noche, dentro de sus cajones, en el suelo, entre sus
sábanas…, pero fue infructífero.
Desesperado, pensó que con toda seguridad se lo habían
robado en la micro rumbo a la universidad, durante la mañana, sin darse cuenta;
pero no recordaba haberlo echado a la mochila: lo recordaba recostado contra la
lámpara, ahí, bajo su luz…; Diego pensó que quizá el excesivo consumo de
marihuana estaba haciendo ya efecto en sus conexiones cerebrales.
Urgido, Diego salió de su cuarto y subió las escaleras al
segundo piso para preguntarle a su madre si había visto por ahí su nuevo
termómetro.
Obviamente se
sorprendió mucho al verla recostada en su cama, como de costumbre a esa hora
del día, quitándose lenta, embelesadamente, el vaporizador de la boca. Tenía
puestos sus audífonos y la música salía muy fuerte de ellos (Diego pudo
escuchar unos cuantos acordes de Is this
love de Bob Marley). Su cara desencajada no cambió un segundo; se quitó los
audífonos y exhaló el humo que tenía en la boca sin quitarle la mirada a su
hijo. Estaba pasmada.
−¡¿Mamá, qué
güeá estai’ haciendo?! –le dijo Diego, levantando de manera inevitable un poco
la voz.
Su mamá, sin
desviar la mirada, le respondió:
−Tomándome la
temperatura.