−¿Queda más copete? –preguntó
Diego mientras rebuscaba por sobre la mesa y sus alrededores.
−No sé, güeón, voy a ver –Juan se
levantó trabajosamente de su asiento y buscó en las estanterías de su padre sin
dar con nada; entrando un poco en desesperación, se agachó para revisar los
cajones inferiores del mueble–. ¡Güeón, acá hay un pisco!
Diego se incorporó como un
resorte y se ubicó al lado de su amigo, sin poder creer que aún quedara más
alcohol; siendo las 5:39 de la madrugada, encontrar una botillería
abierta cerca de casa era una cosa prácticamente imposible.
Juan tomó la botella de pisco,
con su contenido casi intacto, y sin meditarlo mucho, la abrió para echarse un
buen chorro dentro de su boca. Acto seguido, balbuceó algo que se entendió
como:
–Oh, chesumadre, pal’ pico –antes
de limpiarse la boca con la manga de su polerón–. Güeón, toma el pis… –Pero
Juan no pudo terminar su frase: se detuvo en medio del acto y se llevó la mano
al estómago, luciendo una feroz mueca de dolor.
–¡Güeón, qué te pasa! –Diego no
sabía si su amigo estaba bromeando, o de verdad se había intoxicado con el
contenido de la botella; de hecho, no estuvo seguro de ello hasta que lo vio
arrodillarse y vomitar un montón de sangre, con trozos de lo que parecía ser
carne quemada–. ¡Güeón, güeón, qué chucha! –Pero Juan no se detuvo: vomitó
hasta que palideció y cayó sobre el charco humeante de su propia sangre; no
cabía duda que estaba muerto–. Güeón, qué chucha…
Diego no podía entenderlo: todo
había estado bien hasta que…
Tiritando, temiendo lo peor,
Diego tomó la botella que había dejado su amigo y la volteó para verle su
marca. La etiqueta decía, con letras claramente reconocibles: Pisco La
Serena.