Cuento #21: Los castigos

El reciente grupo de amigos universitarios miraba cómo una estupenda madre de unos veintisiete años lidiaba con su hijo de unos tres que no paraba de berrear en el patio de comidas del Mall, luego de haber botado estúpidamente su helado de cono al suelo. La mujer no dejaba de mirar a todos lados mientras intentaba callar al pequeño, avergonzada; parecía querer ser tragada por la tierra en ese mismo instante.
−Pendejos culiaos de hoy en día –dijo Manuel, desde su asiento−. Se creen con el poder de hacer lo que quieren.
−Es porque los malcrían de chicos –comentó Fernando, sin dejar de mirarle el trasero a la mamá en cuestión.
−Deberían retarlos, pegarles, como a nosotros –dijo Joaquín antes de darle una mordida a su Big Mac.
−¡Güeón, cuando era chico, mis papás me sacaron la conchetumare caleta de veces con el cable de la plancha! –dijo Manuel, dejando de lado su bandeja de comida−. ¡Esa güeá le falta a los pendejos de hoy en día!
−Mis papás eran mucho peor –dijo Fernando, mirando a sus demás amigos−. Cuando sabían que me había ido mal en alguna prueba y güeá, me metían a la ducha y me lavaban la boca con jabón. No sé qué relación le veían a mi boca, el jabón y las malas notas, pero puta que era desagradable esa güeá.
−Me imagino –murmuró Alfonso.
−Una vez mi papá se enojó conmigo estando curao’ –empezó a decir Sebastián, luego de tragar su comida−. Se enojó, brígido, brígido. No sé por qué lo hizo, pero me sacó la cresta con un palo en la espalda. De ahí que trato de no acercarme mucho cuando está así.
−¡Qué mal…!
−Eso sí que debe haber dolido…
−Sí, dolió mucho, de hecho –afirmó el chico, con cierta vehemencia−. Terminé en el Hospital por unos cuantos días.
−Mierda… −farfulló Manuel, sin saber muy bien qué decir−. Qué mal…
−Tienen suerte de que sólo les haya tocado eso –dijo de repente Félix, sorprendiendo ligeramente a los demás; como era un chico sumamente silencioso y enigmático, sus nuevos compañeros de universidad tenían la involuntaria habilidad de olvidarse de él cuando llevaban mucho rato conversando−. Mi papá, en vez de retarme y pegarme como a ustedes, me bajaba los pantalones y me metía su pene por las nalgas, gritando: “¡¿te gusta esto, perra vaquera, te gusta esto?!”. ¡Eso sí que era desagradable!
Ninguno de sus demás compañeros dijo nada; parecían estar completamente paralizados.
−Lo peor de todo, es que a veces mi mamá, en vez de ayudarme y quitarme de las manos de mi papá, también se emocionaba y me hacía cosas así…
−¿Cómo así? –quiso saber Manuel, intrigado.
−Me penetraba, como mi papá. Solía ponerse un pene falso, de esos que vienen con cinturón, hebilla y todo, para turnarse cuando él se cansaba.
−Vaya…, eso sí que es malo –murmuró Alfonso.
−Disculpa, no sabía que te había pasado algo así –dijo Fernando, totalmente incómodo.
−No se preocupen, no se preocupen –Félix meneó la mano en una señal de verdadera indiferencia, casi sonriendo−. Sólo les cuento esto para que se den cuenta que hay personas que sufren cosas mucho peores que las que le suceden a uno. Si recuerdan eso, se liberarán de un gran peso del pasado, se los garantizo.
Sus demás compañeros de universidad quedaron notoriamente más relajados luego de su comentario.
−Qué bueno que puedas decir eso ahora –dijo Fernando, aliviado−. En serio.
−Sí, es verdad –apoyó Manuel, serio−. Pero, ¿y tus papás? ¿Le has contado esto a alguien, a algún adulto, o a los Pacos? ¿Los denunciaste? ¡Deberían estar presos por haberte hecho algo así!
−¿Y si te digo que un día los maté, los cociné y luego me los comí? –Todos habían esbozado una ligera y divertida sonrisa; sin embargo, luego de ver que Félix parecía estar hablando en serio, los chicos fueron sintiendo cómo éstas se iban borrando poco a poco de su rostro−. Es por eso que ya no me fastidian. Están muertos, procesados, convertido en materia fecal.
Manuel creyó que de verdad podía tratarse de una broma por parte de su compañero nuevo. Podía ser que, después de todo, fuera un tipo bromista de vez en cuando.
−Debes recordar que siempre habrá alguien que está peor que tú, ¿no?