El reciente grupo de amigos universitarios miraba cómo una estupenda
madre de unos veintisiete años lidiaba con su hijo de unos tres que no paraba
de berrear en el patio de comidas del Mall, luego de haber botado estúpidamente
su helado de cono al suelo. La mujer no dejaba de mirar a todos lados mientras
intentaba callar al pequeño, avergonzada; parecía querer ser tragada por la
tierra en ese mismo instante.
−Pendejos culiaos de hoy en día –dijo Manuel, desde
su asiento−. Se creen con el poder de hacer lo que quieren.
−Es porque los malcrían de chicos –comentó Fernando,
sin dejar de mirarle el trasero a la mamá en cuestión.
−Deberían retarlos, pegarles, como a nosotros –dijo
Joaquín antes de darle una mordida a su Big Mac.
−¡Güeón, cuando era chico, mis papás me sacaron la
conchetumare caleta de veces con el cable de la plancha! –dijo Manuel, dejando
de lado su bandeja de comida−. ¡Esa güeá le falta a los pendejos de hoy en día!
−Mis papás eran mucho peor –dijo Fernando, mirando a
sus demás amigos−. Cuando sabían que me había ido mal en alguna prueba y güeá,
me metían a la ducha y me lavaban la boca con jabón. No sé qué relación le
veían a mi boca, el jabón y las malas notas, pero puta que era desagradable esa
güeá.
−Me imagino –murmuró Alfonso.
−Una vez mi papá se enojó conmigo estando curao’
–empezó a decir Sebastián, luego de tragar su comida−. Se enojó, brígido, brígido. No sé por qué lo hizo, pero me
sacó la cresta con un palo en la espalda. De ahí que trato de no acercarme
mucho cuando está así.
−¡Qué mal…!
−Eso sí que debe haber dolido…
−Sí, dolió mucho, de hecho –afirmó el chico, con
cierta vehemencia−. Terminé en el Hospital por unos cuantos días.
−Mierda… −farfulló Manuel, sin saber muy bien qué
decir−. Qué mal…
−Tienen suerte de que sólo les haya tocado eso –dijo
de repente Félix, sorprendiendo ligeramente a los demás; como era un chico
sumamente silencioso y enigmático, sus nuevos compañeros de universidad tenían
la involuntaria habilidad de olvidarse de él cuando llevaban mucho rato
conversando−. Mi papá, en vez de retarme y pegarme como a ustedes, me bajaba
los pantalones y me metía su pene por las nalgas, gritando: “¡¿te gusta esto,
perra vaquera, te gusta esto?!”. ¡Eso sí que era desagradable!
Ninguno de sus demás compañeros dijo nada; parecían estar
completamente paralizados.
−Lo peor de todo, es que a veces mi mamá, en vez de
ayudarme y quitarme de las manos de mi papá, también se emocionaba y me hacía
cosas así…
−¿Cómo así? –quiso saber Manuel, intrigado.
−Me penetraba, como mi papá. Solía ponerse un pene
falso, de esos que vienen con cinturón, hebilla y todo, para turnarse cuando él
se cansaba.
−Vaya…, eso sí que es malo –murmuró Alfonso.
−Disculpa, no sabía que te había pasado algo así
–dijo Fernando, totalmente incómodo.
−No se preocupen, no se preocupen –Félix meneó la
mano en una señal de verdadera indiferencia, casi sonriendo−. Sólo les cuento
esto para que se den cuenta que hay personas que sufren cosas mucho peores que
las que le suceden a uno. Si recuerdan eso, se liberarán de un gran peso del
pasado, se los garantizo.
Sus demás compañeros de universidad quedaron
notoriamente más relajados luego de su comentario.
−Qué bueno que puedas decir eso ahora –dijo
Fernando, aliviado−. En serio.
−Sí, es verdad –apoyó Manuel, serio−. Pero, ¿y tus
papás? ¿Le has contado esto a alguien, a algún adulto, o a los Pacos? ¿Los
denunciaste? ¡Deberían estar presos por haberte hecho algo así!
−¿Y si te digo que un día los maté, los cociné y
luego me los comí? –Todos habían esbozado una ligera y divertida sonrisa; sin
embargo, luego de ver que Félix parecía estar hablando en serio, los chicos
fueron sintiendo cómo éstas se iban borrando poco a poco de su rostro−. Es por
eso que ya no me fastidian. Están muertos, procesados, convertido en materia
fecal.
Manuel creyó que de verdad podía tratarse de una
broma por parte de su compañero nuevo. Podía ser que, después de todo, fuera un
tipo bromista de vez en cuando.
−Debes recordar que siempre habrá alguien que está
peor que tú, ¿no?