Cuando iba en la Media, con mis compañeros solíamos
parapetarnos en la baranda del segundo piso del edificio (a la salida de
nuestra sala) y mirar a todos los alumnos que transitaban debajo nuestro; así,
naturalmente, y con esto no quiero que se ofendan, nos disponíamos a realizar
lo que amigos de otros colegios −que también lo hacían en esos mismos años, por
supuesto− llamaban “ponerle fecha al cheque”: todas las alumnas más chicas que nosotros
que tuvieran rasgos significativos como buenos augurio a futuro, entraban en la
categoría de “cheque a fecha”. Esto es algo muy común y conocido en las
prácticas escolares, y por lo que sé, lo hacen tanto hombres como mujeres
–muchas amigas así lo confirman.
Digo
todo esto porque siempre hubo alguien que me llamó mucho la atención aun contra
toda regla mental, moral y legal; y es que desde esos días la belleza calma y
poco sacada en provecho de esta −digamos− niña, me hacía pensar que cuando
fuera grande, sería una mujer espectacular con todas sus letras y en
mayúsculas: piel pálida lechosa, pelo negro azabache, una nariz puntiaguda,
labios carnosos y aquel detalle que siempre me mata en las mujeres con la tez
de su color: ojos oscuros y grandes, como los de un pequeño roedor. Con esto no
me refiero a que en esos tiempos me haya atrevido siquiera a hablarle (menos
aún insinuarme ni coquetearle), porque era ilógico: uno como alumno de la
Media, más grande que los demás, por algo casi biológico, nunca tiende a hablarle,
ni mucho menos pensar en compartir junto a los más pequeños (y bueno, ahora que
puedo hacer el alcance, por algo biológico también algunas personas mayores
tienden a juntarse y gustarle siempre personas más chicas). Pero al
imaginármela grande, con sus dieciocho años cumplidos, me decía que nuestra
diferencia de edad de solo dígitos no afectaría en nada nuestra relación.
Y
así me la llevé un buen rato hasta que entré a la universidad, tuve polola y
todo el mundo del colegio en que prácticamente me crié y nací quedó relegado a
mis archivos mentales del pasado; obviamente, esta joven en cuestión también
fue a parar al mismo lugar que los demás, sin que volviera a recordarla en
ningún momento de mi nueva y agitada vida.
Hasta
que un día cualquiera, mientras visitaba un local de videojuegos con unos amigos,
me la topé de frente como en las películas. Estaba igual que siempre –eran sus
mismos rasgos de cuando la veía deambular por el colegio−, pero más alta, mucho
más bonita y, cómo no, fuera de la regencia de las leyes de la mayoría de edad.
Nos quedamos mirando por un rato, y como si todo hubiera sucedido en un
parpadeo, así sin más, pasamos el uno al lado del otro rumbo a nuestros puestos
frente a los televisores que acabábamos de arrendar. Las dos horas siguientes
las pasé con el corazón en el puño, mientras Captain Falcon, Mr. Game &
Watch, Link y otros personajes archiconocidos de la franquicia Nintendo se
hacían mierda a golpes delante de nuestros ojos. No podía dejar de mirarla a cada
tanto, mientras los demás se decidían por cual personaje elegir para combatir:
ahora vestía un pantalón negro apretado, unas Converse negras y una polera de
Sonata Artica naturalmente negra; era como si quisiera resaltar el gran
contraste de sus tonos (el color de su piel con el de su cabello y ojos) con
prendas de vestir todavía más oscuras.
Debo
aceptar que nuestras miradas se cruzaron unas cuantas veces durante esas dos
horas…, aunque también debo aceptar que mi duda está en que si lo hacía porque
me reconoció al momento de estar frente a frente, o porque mi mirada intrusa
provocó los clásicos piquetes invisibles que toda persona siente cuando está
siendo observada. En fin, el asunto es que llegó el horrible momento en que
tuvimos que cederle nuestro puesto a un grupo de adolescentes que habían pagado
por él, y yo me fui de ahí sin haber entablado ninguna conversación con ella,
así como tampoco haberle dedicado ningún gesto de reconocimiento ni una mueca
por el estilo; también reparé en que no sabía su nombre para buscarla por
Facebook y hacerlas de psicópata para ver en qué andaba su vida y su día a día.
No
le dije nada a ninguno de mis amigos ahí presentes por temor a que no
entendieran mi fascinación para con ella; a veces (qué a veces: ¡muchas veces!)
los hombres lo arruinan todo con su forma burda y simiesca de contemplar
(¿contemplar?; mejor dicho atisbar) las cosas. Tampoco quise incurrir a amigos
y a gente conocida del colegio que pudieran tener algún vínculo con ella o al
menos saber su nombre para poder buscarla por Internet por la misma razón. Sin
embargo, cuando llegué a mi casa ese viernes por la noche algo pasado de copas
(¿algo pasado de copas?, jajajá), traté de dar con su perfil de Facebook
inspeccionando el listado de amigos de mis contactos que pudieran tenerla a
ella; pero dado que tenía tan poca información acerca de su persona, todo fue
en vano. Recuerdo haberme preparado un té y haber visto la hora: eran cerca de
las once de la noche de un día viernes, y yo estaba frente al computador con
una taza de té en la mano. Entonces (y por lo mismo), como a modo de protesta
por hallarme ahí y no frente a una barra apestosa, imaginé encontrándomela en
un pub, ahí donde todos pueden llegar a ser amigos y conocidos una vez rotas
las puertas de la introspección y la vergüenza gracias a la obra y gracia del
alcohol; la imaginé grande, incluso mayor de lo que ofrecía su imagen esa misma
tarde, y con un hábito cervecero que hubiera escandalizado fácilmente a los
profesores del colegio católico en que fuimos educados.
La
escena en mi cabeza ocurría así: ella estaba sola sentada en la barra, tomando
cerveza de un shop, mientras yo entraba sintiéndome totalmente aburrido de la
misma y monótona compañía de siempre; por eso mismo había ido a otro pub en vez
de asistir al cual soy más asiduo. Y bueno, el asunto es que ahí estaba ella. Y
lógicamente, como yo soy un imbécil con mucha suerte, tocó la coincidencia que
yo fuera al baño JUSTAMENTE cuando ella hacía lo mismo. Y como toda situación
en que está metida la bendita coincidencia, nuestro encuentro ocurrió
JUSTAMENTE cuando ambos abandonábamos los servicios higiénicos. Entonces nos
reconocimos, nos saludamos y coincidimos –otra vez más– en que ambos nos encontrábamos
solos esa noche: ella celebrando su cumpleaños, yo tomando porque sí.
Así
fue que, en parte como ejercicio –cuando estoy borracho me da por prepararme
ejercicios mentales−, en parte como nuevo trabajo para el blog, y también en
parte como una forma de desahogar los deseos que sentía para con ella –como
ciertos monjes de conventos religiosos de antaño y sus escritos calentones para
refrenar los impulsos pecaminosos−, me dediqué a generar una conversación en la
que ambos se reconocían, daban a conocer lo que había pasado durante esos años
en que no habían estado cerca (digamos, en el mismo establecimiento), se
sinceraban respecto a las imágenes que tenían el uno del otro de esos años de
colegio (gracias a la cerveza, por supuesto) y prometían reunirse al día
siguiente para continuar con aquello que nunca pudieron iniciar cuando chicos.
Traté de hacerla lo más creíble posible, respetando pausas, tragos de cerveza,
instantes de dudas, etcétera, etcétera, imaginándome siempre yo mismo como
protagonista para hacerlo todo más fácil.
El
resultado de todo esto fueron más de quince planas que después de mucha
revisión y cortes acabó siendo menos de una decena. ¡Gúau, nunca había escrito
tanto en una sola jornada!; de hecho, tiendo a aburrirme de lo que estoy
haciendo apenas transcurre una hora, como mucho. Pero esto era como vivir la
conquista en tiempo real de una joven muchacha que me gustó en otro tiempo; era
como estar ahí y vivirlo, cosa que, básicamente, fue uno de mis primeros
motivos para escribir cuando era niño (aventuras épicas y tal); sabía, por lo
mismo, que si me detenía y dejaba la tarea de terminar el relato para el día
siguiente, toda la magia, toda la escena, escenario, gestos y diálogos que
tenía en la mente, se iban a ir a la mierda y hasta ahí llegaría mi cita
ficticia con esta muchacha en cuestión.
Como
el texto era largo y yo carecía de material de reserva para las publicaciones
del blog, al día siguiente me propuse revisarlo y depurarlo otro tanto antes de
subirlo a mi página. El asunto fue que cuando estaba por terminar de leerlo por
segunda vez, se me vino a la cabeza una idea que revoloteó durante mucho tiempo
en mis primeros años de universidad: la historia de un joven que despierta
resacoso a altas horas de la tarde, no ve a nadie en casa salvo a una niña que surge
de la nada y le indica seguirla, se propone resolver el misterio de su
aparición pensando que puede estar muerta, y termina descubriendo que en
realidad él era el muerto y no ella. El relato como tal carecía de órganos,
pero tenía un esqueleto con el cual erguirse y mantenerse de pie por al menos
un momento; entonces pensé que tal vez las dos historias pudieran funcionar
juntas, aprovechando hechos y situaciones del primer texto para enriquecer el
segundo y viceversa. No sé cómo habrá terminado el resultado, mas al menos me
divertí un montón preparándolo y ejecutándolo, cosa que, sin ir más lejos, es
la base para poder continuar con lo que te gusta sin volverte loco ni pensar en
optar por vías mucho más fáciles –como el suicidio, por ejemplo.
Pero
me he descarrilado un montón, y esto no es lo primordial de lo que quería
contarles. Por mucho tiempo trabajé en un supermercado a minutos de mi casa; la
mayoría éramos vecinos, amigos de la niñez y compañeros de la universidad.
Trabajé ahí por unos tres años al menos, lo suficiente como para no querer
pisar un supermercado por más de media hora nunca más en la vida. El ambiente
era grato, los compañeros unos amores de personas, pero llega un momento en que
hay que despedirse y partir lejos para no terminar con un tiro en la cabeza.
Así fue que me cambié de casa, ciudad y me quedé sin trabajo.
Desde
mi despedida han transcurrido unos tres meses, y hace poco tuve que volver a mi
ciudad natal para poder prestarle servicios a una amiga muy querida en un par
de eventos musicales (tocando batería en su banda) y presentar Las manos… y Naturaleza muerta en un evento municipal bajo el nombre de Una jauría de perros.
Como las fechas de los eventos estaban
distanciados por semanas, terminé quedándome en la ciudad por más de lo
presupuestado y querido. Sin embargo, he aquí las mariconadas de la vida:
cuando fui con unos amigos al supermercado donde trabajaba para comprar
cervezas, vino, qué sé yo, me encontré con una persona muy llamativa detrás de
una de las cajas recaudadoras. Mi corazón (como siempre) se desbocó, y yo sentí
que el cuerpo se me ponía frío. La saludé tartamudeando mientras mis amigos
hablaban sobre cualquier basura intrascendental y pasaban las cervezas por la
cinta corrediza; hicimos la recaudación de las cuotas, y yo entregué el dinero
sólo para mirarla a esos ojos oscuros y poder guardar la boleta donde (como
sabía de antemano) estaría su nombre en una de sus esquinas posteriores.
Tampoco le dije nada a mis amigos en esta
ocasión –por las mismas razones que anuncié previamente−, pero ahí estaba ella,
la niña que resultó ser el premio mayor una vez crecida. Pude ver en sus ojos
algún atisbo de reconocimiento, pero han pasado los años y tengo más arrugas en
la cara, me falta pelo en ciertos sectores donde me lo arranco sin poder
evitarlo, y tengo una barba descuidada que oculta una porción considerable de
mis rasgos, elementos que me hacen pensar en que nadie me reconocería muy bien
si me vieran por ahí luego de mucho tiempo sin coincidir en alguna parte.
Me fui pensando todo el camino de vuelta
junto a mis amigos en que si continuara trabajando ahí, con toda seguridad
podría haber compartido algunas situaciones juntos, las suficientes para
descubrir de qué iba su vida, cuáles eran sus preferencias, qué planeaba a
futuro, si tenía pololo (o polola) o no, etcétera, etcétera. Pensé en que la
vida era muy irónica muchas veces, y que no queda de otra que ver las cosas que
te entrega con cierto humor; porque estas situaciones siempre terminan por
parecerles graciosas a alguien, ¿no?
Ahora tengo la boleta de la compra del
supermercado a un lado del computador donde escribo esto. La reviso y
encuentro, cómo no, su nombre en la parte posterior de ésta: J. S. La primera
vez que lo admiré, me dije que cómo era tan tonto para no haberlo previsto:
porque era un nombre como cualquier otro, mas no disonante, ni discordante ni
vulgar. Era un nombre bonito y común, así como muchos nombres bonitos y
musicales que pululan por ahí hoy en día. No obstante cuando inicié su búsqueda
por Facebook (utilizando variables de su nombre y su apellido), no di con ella
por ningún lado: o bien carecía de una cuenta de Facebook, o bien su perfil
constaba de otro nombre; pero hallarla me fue imposible.
Y he acá donde pienso que quizá esto no
sea más que una danza de dos personas que terminan por encontrarse cada cierto
tiempo, con más cambios a cuestas que la última vez que se ven. Es gracioso y
esperanzador pensar así –y bueno, tampoco me queda de otra−, porque de ser esto
verdad, sé que algún día terminaremos en un pub los dos solos, ella celebrando
algo, cualquier cosa, y yo bebiendo por cualquier razón inocua, y nos
reconoceremos y terminaremos hablando sobre nuestras vidas. Lo demás,
naturalmente, dependerá de lo que el alcohol abra en nosotros.