Historia #93: La última micro a La Serena



Para volver del Barrio Inglés de Coquimbo a La Serena cuando todo el carrete se acaba a eso de las seis de la mañana, se debe subir a una micro de viaje especial que por luca te deja en el centro mismo de esta última. Es como si fuera un vehículo de salvación, con todos los borrachos encima durmiendo desparramados sobre los asientos, unos con su nueva conquista al lado rumbo a casa, otros con un rostro de mierda por haberlo perdido todo en una sola noche, pero todos a salvo, al fin y al cabo.

            Fue en uno de esos viajes que me tocó ir al fondo de la micro con un montón de pandilleros al lado (a los que nunca quito el saludo) que no dejaban de contar chistes en voz alta, molestando a los pasajeros que se iban subiendo lánguidamente, poniéndole sobrenombres, llamándolos de formas que sólo ellos entendían; hasta que la micro se llenó y el chofer no pudo hacer otra cosa que partir por fin hacia nuestro destino. Fue ahí que vi a los pandilleros a mi lado enrolando grandes unos seis pitos de marihuana prensada (negra como la muerte). Al principio pensé que lo hacían como pasatiempo, para matar el tedio de ir en un vehículo lleno de gente más dormida que despierta, pero al ver que entre ellos se conseguían encendedores, supe que los iban a encender ahí mismo. Uno de ellos me miró y me extendió uno; me dijo: “¿querís, güeón?”; ya, dale, le dije, y se lo recibí con gusto; qué le iba a decir que no, si ya estaba hecho mierda. En unos pocos minutos, la micro empezó a viciarse con el olor de los porros y todos (bueno, los que seguían conscientes) comenzaron a mirar en nuestra dirección con aire crítico; traté de ver por los espejos retrovisores del chofer si éste se había dado cuenta de la fumadera comenzada en la parte trasera del vehículo que conducía, pero parecía no notarlo; de hecho, parecía estarse muriendo de sueño. “¡Oh, están regüénos los porros oe!”, dijo uno y los demás celebraron chiflando ruidosamente. Me pasaron otro porro, y otro, y otro; sentía la cabeza como pasta de pollo y la vista la tenía más nublada que precisa. Vale, cabros, le dije al primero que me había ofrecido el pito, chocando mi puño con el suyo. Fue ahí que reparé en que un hombre de unos cincuenta años, de lentes y bigote a lo Mario Mario, aferrado fuertemente al pasamanos del techo, nos miraba de una manera insondable, como si quisiera decirnos algo, retarnos, instarnos a que parásemos las güéas; pero no decía nada, sólo nos miraba fijamente. Uno de los pandilleros se dio cuenta de esto y con un movimiento violento (como todos los que realizaba en realidad) puso su puño frente a los ojos del hombre; quedaron así por unos segundos, puño/cara frente a frente, y tardé otro poco en darme cuenta que el pandillero no estaba retando al hombre a combate, sino que ofreciéndole uno de los pitos medio consumidos que pasábamos entre nosotros; “¿quiere, tío?”, le preguntó con un dejo de humildad; la cara del hombre se iluminó de inmediato y en ella apareció una expresión de sincera alegría. “¡Ya, gracias!”, dijo, y se puso el pito en la boca, inhalando como el mejor de los fumadores; aguantó el humo como por unos quince segundos y lo exhaló sin dejar de toser ni mover sus manos, diciendo: “oh, la güeá güena, cabros”; luego chocó sus puños con cada uno de ellos y se puso a hablar de hip-hop con la elocuencia de un gran sabedor del tema.

            Cuando llegamos al centro de Serena (algunos despertando a los dormidos y a los derrotados de sus asientos), el hombre nos ofreció su casa para seguir carretiando; “tengo como tres botellones de vino”, dijo tambaleándose un poco. Los pandilleros se miraron y asintieron; la casa, aseguró el hombre, no estaba muy lejos de donde se encontraban. “¿Y tú, vai’ con nosotros?”, me preguntó mirándome con sus ojos rojísimos. Por un instante pensé en decirle que sí a pesar de sentirme ya muy cansado, borracho y drogado, pero al ver el sol levantándose poco a poco a lo lejos, supe que mi hora había llegado. De todas maneras les di las gracias a todos por su buena onda y tomé el primer colectivo que vi rumbo a mi casa, deseando encontrármelos en la misma micro la semana siguiente para poder terminar lo que habíamos comenzado.