Para volver del Barrio
Inglés de Coquimbo a La Serena cuando todo el carrete se acaba a eso de las
seis de la mañana, se debe subir a una micro de viaje especial que por luca te deja
en el centro mismo de esta última. Es como si fuera un vehículo de salvación,
con todos los borrachos encima durmiendo desparramados sobre los asientos, unos
con su nueva conquista al lado rumbo a casa, otros con un rostro de mierda por
haberlo perdido todo en una sola noche, pero todos a salvo, al fin y al cabo.
Fue en uno de esos viajes que me tocó ir al fondo de la
micro con un montón de pandilleros al lado (a los que nunca quito el saludo)
que no dejaban de contar chistes en voz alta, molestando a los pasajeros que se
iban subiendo lánguidamente, poniéndole sobrenombres, llamándolos de formas que
sólo ellos entendían; hasta que la micro se llenó y el chofer no pudo hacer
otra cosa que partir por fin hacia nuestro destino. Fue ahí que vi a los pandilleros
a mi lado enrolando grandes unos seis pitos de marihuana prensada (negra como la
muerte). Al principio pensé que lo hacían como pasatiempo, para matar el tedio
de ir en un vehículo lleno de gente más dormida que despierta, pero al ver que
entre ellos se conseguían encendedores, supe que los iban a encender ahí mismo.
Uno de ellos me miró y me extendió uno; me dijo: “¿querís, güeón?”; ya, dale,
le dije, y se lo recibí con gusto; qué le iba a decir que no, si ya estaba
hecho mierda. En unos pocos minutos, la micro empezó a viciarse con el olor de
los porros y todos (bueno, los que seguían conscientes) comenzaron a mirar en
nuestra dirección con aire crítico; traté de ver por los espejos retrovisores
del chofer si éste se había dado cuenta de la fumadera comenzada en la parte
trasera del vehículo que conducía, pero parecía no notarlo; de hecho, parecía
estarse muriendo de sueño. “¡Oh, están regüénos los porros oe!”, dijo uno y los
demás celebraron chiflando ruidosamente. Me pasaron otro porro, y otro, y otro;
sentía la cabeza como pasta de pollo y la vista la tenía más nublada que
precisa. Vale, cabros, le dije al primero que me había ofrecido el pito,
chocando mi puño con el suyo. Fue ahí que reparé en que un hombre de unos
cincuenta años, de lentes y bigote a lo Mario Mario, aferrado fuertemente al
pasamanos del techo, nos miraba de una manera insondable, como si quisiera
decirnos algo, retarnos, instarnos a que parásemos las güéas; pero no decía
nada, sólo nos miraba fijamente. Uno de los pandilleros se dio cuenta de esto y
con un movimiento violento (como todos los que realizaba en realidad) puso su
puño frente a los ojos del hombre; quedaron así por unos segundos, puño/cara
frente a frente, y tardé otro poco en darme cuenta que el pandillero no estaba
retando al hombre a combate, sino que ofreciéndole uno de los pitos medio
consumidos que pasábamos entre nosotros; “¿quiere, tío?”, le preguntó con un
dejo de humildad; la cara del hombre se iluminó de inmediato y en ella apareció
una expresión de sincera alegría. “¡Ya, gracias!”, dijo, y se puso el pito en
la boca, inhalando como el mejor de los fumadores; aguantó el humo como por
unos quince segundos y lo exhaló sin dejar de toser ni mover sus manos,
diciendo: “oh, la güeá güena, cabros”; luego chocó sus puños con cada uno de
ellos y se puso a hablar de hip-hop con la elocuencia de un gran sabedor del
tema.
Cuando llegamos al centro de Serena (algunos despertando
a los dormidos y a los derrotados de sus asientos), el hombre nos ofreció su
casa para seguir carretiando; “tengo como tres botellones de vino”, dijo
tambaleándose un poco. Los pandilleros se miraron y asintieron; la casa,
aseguró el hombre, no estaba muy lejos de donde se encontraban. “¿Y tú, vai’
con nosotros?”, me preguntó mirándome con sus ojos rojísimos. Por un instante
pensé en decirle que sí a pesar de sentirme ya muy cansado, borracho y drogado,
pero al ver el sol levantándose poco a poco a lo lejos, supe que mi hora había
llegado. De todas maneras les di las gracias a todos por su buena onda y tomé
el primer colectivo que vi rumbo a mi casa, deseando encontrármelos en la misma
micro la semana siguiente para poder terminar lo que habíamos comenzado.