Cuento #47: Vacaciones en la capital



−¡Francisco, hola, cómo estás, tanto tiempo! –dijo Pamela apenas vio entrar a su colega a la oficina que compartían−. ¿Cómo te fue en Santiago?
            −¡Bien, bien, excelente! –respondió el aludido, dejando su maletín junto a su escritorio; acto seguido, se acercó a ella para darle un beso en la mejilla.
            −¿Estuvo bueno el concierto?
            −¡Estuvo la raja! ¡Todavía no creo que hayan tocado mi disco favorito casi entero!
            −¡Qué bien, en serio! –La mujer sonrió con sinceridad−. Valió la pena entonces pedir las vacaciones antes, ¿no?
            −¡Valió totalmente la pena! –afirmó el hombre, con clara emoción en sus palabras.
            −¿Y qué más hiciste por allá? –preguntó Pamela, mientras ordenaba unas carpetas sobre su escritorio−. ¿Te juntaste con tus amigos del colegio?
            −Sí; de hecho, un par de ellos se consiguieron unas entradas para el concierto a último minuto y fueron conmigo a ver a Los… −Por los ojos de Francisco apareció un extraño y fugaz brillo de incertidumbre−. A todo esto, Pamela, me pasó una cosa bien rara y particular allá.
            −¿Dónde allá?
            −En Santiago –Francisco carraspeó y sonrió con algo de nerviosismo−. Resulta que estaba esperando una micro para ir hasta Maipú a la casa de un amigo, al otro día del concierto, cuando veo pasar a alguien exactamente igual a ti en el asiento del copiloto de un auto.
            −¿A mí? –Pamela rio tapándose la boca con una mano−. De seguro hay muchas mujeres por ahí que usen melena y lentes, ¿no?
            −Sí, lo sé… −Francisco se relamió los labios con impaciencia−. Sé que es para no creerlo, pero… era igual a ti.
            −¿Igual, igual? –Pamela pareció extrañada.
            −Igual, igual –El hombre hizo la señal de la cruz antes de agregar−: Te lo juro por Dios.
            −¿Pero cómo puede ser eso? ¿Llevaba una ropa parecida a la mía, o…?
            −De partida, sí, tenía puesto un vestido verde con flores rosadas estampadas y sin mangas, igual que el tuyo.
            −Eso es porque la ropa que compro no es exclusiva…
            −Tenía el mismo corte tuyo –siguió Francisco, sin prestarle atención a su colega−, usaba los mismos lentes y tenía ese mismo lunar tuyo al lado de la nariz.
            −¿Seguro no estabas resacoso de la noche anterior?
            −¡No, por supuesto que no! Todo lo que te digo es cierto. Te lo juro. Además −agregó−, tocó la suerte que el auto se detuvo justo en la esquina, con el semáforo en rojo, por lo que la pude ver perfectamente. Era igual a ti.
            −Pero eso es imposible –dijo Pamela, sonriendo−. El que una persona pueda estar en dos lugares a la vez sólo ocurre en las películas.
            Francisco intentó serenarse un poco: estaba seguro de haber visto a su colega en Santiago, sentada en el asiento del copiloto de un auto con un desconocido…, o al menos a alguien idéntico a ella; pero ahora que verbalizaba su experiencia, todo parecía estúpido y vacuo, como alguien tratando de demostrar que los extraterrestres existían tras ver un par de cosas moverse sin sentido por el cielo. Entonces se sintió como un verdadero idiota.
            Sin embargo, volvió a sonreír (forzadamente) y dijo:
            −Sí, sé que es imposible –Tragó saliva (de la manera más imperceptible que pudo) y sonrió−. ¿Cómo podría ser verdad que estuvieras en dos lugares a la vez?
            −Sí. Sería una locura, ¿no?
            −Sí. Definitivamente.
            Lo que no sabía Francisco, por desgracia, era que Pamela, a pesar de no poder estar en dos lugares a la vez como lo había pensado en un principio, sí podía materializarse en cualquier parte del mundo, dónde y cada vez que ella quisiera. Era por eso que podía ser vista en Santiago sin importar que trabajara a cientos de kilómetros de distancia, en una oficina compartida llena de carpetas y papeles importantes. De hecho lo hacía de manera tan constante, que podía llevar una doble vida abusando de los largos minutos atrapada en el baño, las horas punta del tráfico, y las eternas filas del banco por la mañana: en una ciudad desempeñaba el papel de oficinista dedicada, esposa de un gran hombre y madre de dos encantadores niños, mientras que en las demás se dedicaba a conocer hombres, seducirlos para llevarlos lejos y así asesinarlos antes de robarles el alma.
            A veces también lo hacía por las noches: cuando escuchaba que su esposo comenzaba a roncar a su lado, Pamela desaparecía de su cama para materializarse detrás de personas incautas y solitarias, encerradas en sus cuartos con el potente brillo del computador en sus caras, indiferentes a todo lo que los rodeaba. Esos, por sobre todo, eran sus favoritos. Así que cuidado: un día puedes voltear la cabeza y... ya sabes.