Historia #51: Monedas en el monedero



Eran eso de las tres de la mañana cuando me dirigía con un amigo a tomar colectivos en el paradero del centro de la ciudad, completamente borrachos; estábamos tan, pero tan borrachos y cansados, que ni siquiera teníamos ganas de hablar entre nosotros: lo único que queríamos en realidad era llegar a nuestras respectivas camas y dormir deseando no despertar con resaca al día siguiente. Atravesamos una plaza con unos cuantos travestis apostados en una de sus esquinas y llegamos hasta la cuadra donde su ubica uno de los hoteles más lujosos de por acá, sin darnos cuenta que por entre las sombras de su estacionamiento se hallaba un joven de muy mal aspecto y carácter; como mi amigo me llevaba cierta ventaja, alcancé a notar que el tipo (que aún no se daba cuenta de mi presencia) se levantaba ágilmente para apresarle por la espalda, metiendo lentamente una de sus manos dentro de la chaqueta. Fue entonces que, motivado por el poder del alcohol y sin saber realmente por qué, di un grito fuerte, llamando la atención del sujeto en cuestión; tanto él como mi amigo quedaron paralizados por la sorpresa, como si los hubieran congelado en una foto.
Dije:
−¿Pasa algo, amigo? –con un modular de mierda; no sabía si me había entendido o no, pero por su cara noté que no tenía previsto que su presa viniera con un acompañante arrastrándose tras él.
−No, na’, hermanito –dijo, poniendo cara de yo no fui−. Quería saber si me podían dar una moneíta pal’ pasaje.
−¿Eso nomá’?
−Sí, eso nomá’.
Mi amigo, recuperándose un poco de su paupérrimo estado gracias al susto, nos miraba sin poder decir nada; se tambaleaba de un lado a otro como si ahí soplara un viento fuerte y violento.
Saqué mi monedero y revisé cuántas monedas tenía. Descontando el pasaje del colectivo a mi casa, me sobraban apenas $120.
−Hermano, esto es todo lo que tengo –le dije, extendiendo la moneda de $100 y las dos pequeñas de $10−. Me hice mierda el resto de la plata –añadí, haciendo el gesto de ser en ese momento la prueba concreta de lo que decía.
El tipo me miró con rostro dudoso, creyendo, tal vez, que en realidad tenía más plata en mis bolsillos; como concluí que probablemente no nos dejaría en paz hasta que hubiera saciado por completo su deseo, le hablé antes que dijera cualquier cosa:
−Hermano, no tení’ por qué andarle haciendo mal a la gente como tú –Me acuerdo que me pasé una mano por el pelo, tratando de espantar mi nerviosismo, sabiendo que si fallaba en decir algo de lo que tenía en mente, probablemente moriríamos apuñalados con mi amigo ahí mismo−. Mira, somos gente como tú: trabajamos todos los días, de sol a sol, pa’ ganar un sueldo de mierda que con cuéa’ dura hasta fin de mes; a veces nos cagamo’ de hambre y llegan tiempos en que nos falta hasta pa’ las chelas con los amigos. Nosotros no somos a quiénes deberíai’ cagar: eso deberíai’ hacerlo con los maricones que nos roban, los que se aprovechan de nosotros, los que nos pagan una mierda por tenernos esclavizados casi el día entero en sus malditos locales que no hacen nada más que enriquecerlos y enriquecerlos.
El tipo me miraba extrañado, sin saber qué decir.
−Si tuviera más plata, te la daría, hermano –le dije, tratando de zanjar el asunto−. Lo juro.
Mi amigo no dejaba de tambalearse a mi lado.
−Mmmm –murmuró el tipo, dubitativo.
Esa misma noche, llegué a mi casa sin pantalones, ni zapatillas, ni billetera, ni monedas en el monedero.