“En las flores,
en el Sol,
en lo profundo de la Luna:
ahí estás tú,
guiándolo todo
con tu sabiduría,
amor
y consideración.
Ahí estás tú
para hacernos felices,
en plenitud,
con tu infinito amor
para darnos de comer
con fe
con tu cordialidad,
por siempre.
Gracias Dios.”
Luego de leer su poema, Don Evaristo se sacó los lentes con un lento
movimiento. Era como si estuviera declarándose abierto a cualquier clase de
crítica proveniente de sus pares; y bueno, sustancialmente, ése era el objetivo
del taller literario para adultos mayores en el que participaba.
−Y bueno, qué dicen –preguntó,
recorriendo con la mirada el círculo de personas que lo rodeaba.
Los demás
participantes se miraron unos con otros, como esperando que alguien hablara
primero para poder dar su veredicto.
−Me pareció bien
–dijo la Señora Muriel, no muy segura.
−A mi igual me
pareció bonito –acompañó Doña Juana−. Sobre todo eso el final.
−Sí, el final me
gustó bastante –declaró Don Alfredo, con aire pomposo y fino−. Es muy bonito.
−Muchas gracias –dijo
Don Evaristo, mostrándose sinceramente enternecido por los comentarios de sus
compañeros de taller−. ¿A usted que le parece, profe?
Entonces todos
miraron al joven moderador del taller, quien no había levantado la cabeza del
suelo desde que Don Evaristo había comenzado a leer su poema.
−¿Joven Eduardo? –le
preguntó Doña Juana, algo temblorosa; temía, al igual que los demás, que el
pobre chico que les corregía sus poemas hubiera sufrido un ataque al corazón
mientras todos se mantenían callados escuchando el trabajo recién leído.
Sin embargo, Eduardo
salió de sus profundas cavilaciones con un suave movimiento de cabeza, como si
estuviera saliendo de una piscina a cámara lenta.
−Sí, sí, ya escuché
–dijo el joven−. Me pareció bueno, con un ritmo agradable, con palabras poco
rebuscadas que dicen mucho y una sinceridad que no todos ocupan hoy en día…
−Gracias, profe,
gracias…
−Pero debo decir
–continuó Eduardo− que su última parte me pareció…, digamos, no me pareció muy
buena.
La cara de Don
Evaristo se desencajó sin previo aviso; los demás presentes alcanzaron a
contener un instintivo ademán de sorpresa.
−¿Cómo dijo,
profesor? ¿No le gustó mi poema?
−No, no es que no me
haya gustado su poema –explicó Eduardo, apoyándose con movimientos de mano−. Es
el final el que lo arruina todo.
−¿Pero por qué me
dice eso? –quiso saber Don Evaristo−. ¿Qué hice mal?
−Mire, en primer
lugar, no pondría a Dios en un poema.
Los demás
participantes del taller se miraron los unos con los otros, mostrándose
claramente sorprendidos por lo dicho por Eduardo.
−¿Pero por qué no?
−Bueno, porque Dios
no excita a nadie –dijo Eduardo−. Hoy en día, la gente ya no cree en Dios como
antes. Es por eso que nombrarlo en cualquier trabajo literario es como perder limpia
y llanamente el tiempo y la atención de los lectores.
−¿Pero… cómo puede
decir eso? –Tanto Don Evaristo como los demás no podían creer lo que estaban
escuchando: habiendo sido fieles cristianos desde el momento de nacer, hacía ya
más de seis décadas atrás, aquello les sonaba como la peor blasfemia de todas.
−Lo digo porque es
cierto –aseveró Eduardo, con tranquilidad−. Si le pregunta a cualquier persona
sobre lo que le estoy hablando, seguramente le dirá lo mismo que yo. Además
−agregó−, Dios no existe.
−¡No diga eso!
–dijeron todos los participantes casi al mismo tiempo, haciendo el gesto de
saltar hacia él para detenerlo; pero un fuerte movimiento de tierra los detuvo
a medio camino, haciendo que volvieran a sentarse en sus asientos.
Eduardo miró hacia
todos lados con la misma serenidad de siempre, tratando de averiguar si el
sismo iba a continuar o no; como no hubo otro más, entonces decidió que no era
necesario tomar las medidas de prevención al respecto.
−Y bueno, como les
iba diciendo, Dios no…
Pero el suelo volvió
a temblar, ésta vez mucho más fuerte que antes: los cimientos vibraron, las
paredes se agrietaron en sus puntos más mal trabajados y el techo comenzó a
abrirse lentamente por la mitad sobre sus cabezas; todos los miembros del taller,
así como el mismo e impertérrito Eduardo, saltaron de sus asientos muertos de
miedo.
−¡Vamos, salgamos de
aquí…! –gritó éste último, preparándose para sacar rápidamente a todos los
ancianos del lugar. Sin embargo, poseído por la manera en que el techo se
despedazaba frente a sus ojos, el joven no pudo evitar ver cómo de entre sus
trozos aparecía un par de manos gigantescas, ampliando grotescamente el hoyo
hecho en él. Entonces se asomó la cara de un hombre de barba cana y poblada
casi tan grande como sus manos.
−¡Joven Eduardo,
salga de ahí! –le gritó Don Evaristo desde la entrada, urgido−. ¡Va a morir!
Pero Eduardo no
lograba escuchar nada: no podía despegar su vista del insondable Ser que había
aparecido frente a sus ojos. No podía creer que aquello fuera real…
−¡Oh, perdón, Señor
–rogó Eduardo, con fuerza, mientras el suelo no dejaba de moverse a la vez que
caían escombros del techo−, juro que no quise decir nada malo contra Us…!
−¡Cállate, pequeño
canalla! –dijo el Ser Gigantesco, haciendo resonar su voz por todos lados−. ¡Ya
es muy tarde para arrepentirse, puto ateo! –Y dicho esto, el Ser alargó su
brazo derecho hasta lograr encerrar a Eduardo en su palma.
−¡NOOOOO, SUÉLTAME,
POR FAVOR! –chilló Eduardo, sintiendo cómo todos sus huesos se quebraban en su
interior.
−¡Muy tarde, puta! –Y
así, sin hacer un esfuerzo realmente grande, el Ser apretó su mano hasta
reventar el cuerpo de Eduardo, haciendo que brotara un montón de sangre y carne
por entre sus dedos−. ¡Y ustedes –les dijo a los ancianos expectantes y
boquiabiertos−, mejor será que sigan rezándome y dando sus diezmos si no
quieren quedar como este tonto hijo de puta!
−¡Sí, sí, por
supuesto, por supuesto! –tartamudearon todos desde la entrada del recinto,
llenos de desconfianza−. Eso haremos, eso haremos.
−Muy bien –dijo el
Ser Gigantesco, mostrándose un poco más relajado−. Espero sepan que esto le
sucederá a cada uno de los que se atrevan a decir que no existo. ¿Entendido?
−Sí, Señor.
−¡¿Entendido?!
−¡Sí, Señor!
−¡Sí, Señor!
−Bueno, pues entonces
¡adiós! Nos veremos cuando les llegue su momento –Y así, desternillándose de la
risa, el Ser Gigantesco se fue por el mismo lugar que había venido, dejando al
montón de ancianos llenos de miedo y pruebas sobre su cuestionada existencia.