Cuento #32: El club de los poetas anónimos



“En las flores,
en el Sol,
en lo profundo de la Luna:
ahí estás tú,
guiándolo todo
con tu sabiduría,
amor
y consideración.
Ahí estás tú
para hacernos felices,
en plenitud,
con tu infinito amor
para darnos de comer
con fe
con tu cordialidad,
por siempre.
Gracias Dios.”


Luego de leer su poema, Don Evaristo se sacó los lentes con un lento movimiento. Era como si estuviera declarándose abierto a cualquier clase de crítica proveniente de sus pares; y bueno, sustancialmente, ése era el objetivo del taller literario para adultos mayores en el que participaba.
            −Y bueno, qué dicen –preguntó, recorriendo con la mirada el círculo de personas que lo rodeaba.
            Los demás participantes se miraron unos con otros, como esperando que alguien hablara primero para poder dar su veredicto.
            −Me pareció bien –dijo la Señora Muriel, no muy segura.
            −A mi igual me pareció bonito –acompañó Doña Juana−. Sobre todo eso el final.
            −Sí, el final me gustó bastante –declaró Don Alfredo, con aire pomposo y fino−. Es muy bonito.
            −Muchas gracias –dijo Don Evaristo, mostrándose sinceramente enternecido por los comentarios de sus compañeros de taller−. ¿A usted que le parece, profe?
            Entonces todos miraron al joven moderador del taller, quien no había levantado la cabeza del suelo desde que Don Evaristo había comenzado a leer su poema.
            −¿Joven Eduardo? –le preguntó Doña Juana, algo temblorosa; temía, al igual que los demás, que el pobre chico que les corregía sus poemas hubiera sufrido un ataque al corazón mientras todos se mantenían callados escuchando el trabajo recién leído.
            Sin embargo, Eduardo salió de sus profundas cavilaciones con un suave movimiento de cabeza, como si estuviera saliendo de una piscina a cámara lenta.
            −Sí, sí, ya escuché –dijo el joven−. Me pareció bueno, con un ritmo agradable, con palabras poco rebuscadas que dicen mucho y una sinceridad que no todos ocupan hoy en día…
            −Gracias, profe, gracias…
            −Pero debo decir –continuó Eduardo− que su última parte me pareció…, digamos, no me pareció muy buena.
            La cara de Don Evaristo se desencajó sin previo aviso; los demás presentes alcanzaron a contener un instintivo ademán de sorpresa.
            −¿Cómo dijo, profesor? ¿No le gustó mi poema?
            −No, no es que no me haya gustado su poema –explicó Eduardo, apoyándose con movimientos de mano−. Es el final el que lo arruina todo.
            −¿Pero por qué me dice eso? –quiso saber Don Evaristo−. ¿Qué hice mal?
            −Mire, en primer lugar, no pondría a Dios en un poema.
            Los demás participantes del taller se miraron los unos con los otros, mostrándose claramente sorprendidos por lo dicho por Eduardo.
            −¿Pero por qué no?
            −Bueno, porque Dios no excita a nadie –dijo Eduardo−. Hoy en día, la gente ya no cree en Dios como antes. Es por eso que nombrarlo en cualquier trabajo literario es como perder limpia y llanamente el tiempo y la atención de los lectores.
            −¿Pero… cómo puede decir eso? –Tanto Don Evaristo como los demás no podían creer lo que estaban escuchando: habiendo sido fieles cristianos desde el momento de nacer, hacía ya más de seis décadas atrás, aquello les sonaba como la peor blasfemia de todas.
            −Lo digo porque es cierto –aseveró Eduardo, con tranquilidad−. Si le pregunta a cualquier persona sobre lo que le estoy hablando, seguramente le dirá lo mismo que yo. Además −agregó−, Dios no existe.
            −¡No diga eso! –dijeron todos los participantes casi al mismo tiempo, haciendo el gesto de saltar hacia él para detenerlo; pero un fuerte movimiento de tierra los detuvo a medio camino, haciendo que volvieran a sentarse en sus asientos.
            Eduardo miró hacia todos lados con la misma serenidad de siempre, tratando de averiguar si el sismo iba a continuar o no; como no hubo otro más, entonces decidió que no era necesario tomar las medidas de prevención al respecto.
            −Y bueno, como les iba diciendo, Dios no…
            Pero el suelo volvió a temblar, ésta vez mucho más fuerte que antes: los cimientos vibraron, las paredes se agrietaron en sus puntos más mal trabajados y el techo comenzó a abrirse lentamente por la mitad sobre sus cabezas; todos los miembros del taller, así como el mismo e impertérrito Eduardo, saltaron de sus asientos muertos de miedo.
            −¡Vamos, salgamos de aquí…! –gritó éste último, preparándose para sacar rápidamente a todos los ancianos del lugar. Sin embargo, poseído por la manera en que el techo se despedazaba frente a sus ojos, el joven no pudo evitar ver cómo de entre sus trozos aparecía un par de manos gigantescas, ampliando grotescamente el hoyo hecho en él. Entonces se asomó la cara de un hombre de barba cana y poblada casi tan grande como sus manos.
            −¡Joven Eduardo, salga de ahí! –le gritó Don Evaristo desde la entrada, urgido−. ¡Va a morir!
            Pero Eduardo no lograba escuchar nada: no podía despegar su vista del insondable Ser que había aparecido frente a sus ojos. No podía creer que aquello fuera real…
            −¡Oh, perdón, Señor –rogó Eduardo, con fuerza, mientras el suelo no dejaba de moverse a la vez que caían escombros del techo−, juro que no quise decir nada malo contra Us…!
            −¡Cállate, pequeño canalla! –dijo el Ser Gigantesco, haciendo resonar su voz por todos lados−. ¡Ya es muy tarde para arrepentirse, puto ateo! –Y dicho esto, el Ser alargó su brazo derecho hasta lograr encerrar a Eduardo en su palma.
            −¡NOOOOO, SUÉLTAME, POR FAVOR! –chilló Eduardo, sintiendo cómo todos sus huesos se quebraban en su interior.
            −¡Muy tarde, puta! –Y así, sin hacer un esfuerzo realmente grande, el Ser apretó su mano hasta reventar el cuerpo de Eduardo, haciendo que brotara un montón de sangre y carne por entre sus dedos−. ¡Y ustedes –les dijo a los ancianos expectantes y boquiabiertos−, mejor será que sigan rezándome y dando sus diezmos si no quieren quedar como este tonto hijo de puta!
            −¡Sí, sí, por supuesto, por supuesto! –tartamudearon todos desde la entrada del recinto, llenos de desconfianza−. Eso haremos, eso haremos.
            −Muy bien –dijo el Ser Gigantesco, mostrándose un poco más relajado−. Espero sepan que esto le sucederá a cada uno de los que se atrevan a decir que no existo. ¿Entendido?
            −Sí, Señor.
            −¡¿Entendido?!
            −¡Sí, Señor!
            −Bueno, pues entonces ¡adiós! Nos veremos cuando les llegue su momento –Y así, desternillándose de la risa, el Ser Gigantesco se fue por el mismo lugar que había venido, dejando al montón de ancianos llenos de miedo y pruebas sobre su cuestionada existencia.