No llegué a mi casa hasta el
día siguiente: como en la noche anterior corrió la Ley Seca por el Censo de
este año, con unos amigos no dudamos en aprovechar el feriado y comprar un
montón de alcohol antes que cerraran todas las botillerías; así fue que se nos
pasó la mano y nos vimos imposibilitados de volver a nuestros hogares por el
estado paupérrimo en el que nos encontrábamos. Al final tiramos unos colchones
en el suelo y dormimos sin saber del mundo hasta el otro día, cuando abrimos
los ojos y recordamos que les dimos duro a nuestros organismos. Preparamos un
desayuno frugal, como siempre, y volví a mi casa bajo un sol endemoniado,
sintiéndome fatal.
Me llevé una gran sorpresa al encontrarme con la pegatina
del nuevo Censo estampada afuera de ésta, como si la familia adentro ya hubiera
participado del proceso. “Imposible”, me dije, “vivo solo, no debería haber
nadie adentro”.
Pensé en que a veces los censistas no están tan
comprometidos para con su trabajo, y en casos como éste, probablemente fuera
más fácil para ellos falsificar mi información antes que carecer completamente
de ella.
Me quedé mirando la pegatina con aire estúpido,
totalmente abatido por la resaca, y se me pasó por la cabeza arrancarlo de ahí
para dejarles en claro a esos malditos del Censo que no estaba para sus trotes,
menos cuando sus labores correspondían en ayuda al Gobierno y este maldito país
de mierda.
Iba a hacerlo, decidido, cuando vi aparecer a un censista
por el otro de la calle, con su bolso azul y su caminar cansado. “Hey”, le
dije, “¿tú eres el censista encargado de esta calle, cierto?”.
Su respuesta
fue afirmativa. “Sí, ya pasé por esta calle”, me explicó. “Ahora voy a reunirme
con mi grupo para ver si hay más casas por censar”.
“¿Sabes?, tengo
un problema”, le dije. “¿Me podrías decir quién te respondió las preguntas del
Censo en esta casa?”.
“¿Por qué lo
dices?”, me preguntó el censista.
“Pues porque es
mi casa y vivo solo”, le respondí. “Y si tiene este sello pegado, significa que
alguien debió de contestarte las preguntas, ¿no?”.
El censista me quedó mirando raro, como si creyera que
estaba bromeando. Y bueno, con el hedor a alcohol que expelía desde mis
entrañas, cualquiera pensaría que le estaba tomando el pelo. “Si mal no recuerdo”,
dijo él, “me recibió una mujer de unos cincuenta años, pelo castaño rojizo y
lentes. Tenía los ojos muy azules. ¿Era tu mamá, no?”.
“Sí, era mi
mamá, lo siento”, le dije al tipo, haciendo un ademán con la cabeza. “Se me
olvidó que hoy día estaría mi mamá en casa”.
El censista me volvió a mirar extraño, con gesto casi
preocupado, y se alejó después de despedirse escuetamente. Y yo quedé ahí
afuera, sin saber si entrar o no a casa. Un miedo atroz recorría mi espalda,
concentrándose primordialmente en mi nuca; la piel se me erizó y por un breve
instante el mundo dio vueltas a mi alrededor. No podía ser: la mujer de unos
cincuenta años, pelo castaño rojizo, lentes y ojos azules que atendía a todas
esas cualidades era mi mamá, sin lugar a dudas; pero ella…, ella había muerto
hacía un par de años por culpa de una enfermedad grave y devastadora.
Ella había
muerto y ahora había vuelto.
Y estaba
adentro de mi casa, esperándome.