Historia #229: Reemplazo

No llegué a mi casa hasta el día siguiente: como en la noche anterior corrió la Ley Seca por el Censo de este año, con unos amigos no dudamos en aprovechar el feriado y comprar un montón de alcohol antes que cerraran todas las botillerías; así fue que se nos pasó la mano y nos vimos imposibilitados de volver a nuestros hogares por el estado paupérrimo en el que nos encontrábamos. Al final tiramos unos colchones en el suelo y dormimos sin saber del mundo hasta el otro día, cuando abrimos los ojos y recordamos que les dimos duro a nuestros organismos. Preparamos un desayuno frugal, como siempre, y volví a mi casa bajo un sol endemoniado, sintiéndome fatal.
            Me llevé una gran sorpresa al encontrarme con la pegatina del nuevo Censo estampada afuera de ésta, como si la familia adentro ya hubiera participado del proceso. “Imposible”, me dije, “vivo solo, no debería haber nadie adentro”.
            Pensé en que a veces los censistas no están tan comprometidos para con su trabajo, y en casos como éste, probablemente fuera más fácil para ellos falsificar mi información antes que carecer completamente de ella.
            Me quedé mirando la pegatina con aire estúpido, totalmente abatido por la resaca, y se me pasó por la cabeza arrancarlo de ahí para dejarles en claro a esos malditos del Censo que no estaba para sus trotes, menos cuando sus labores correspondían en ayuda al Gobierno y este maldito país de mierda.
            Iba a hacerlo, decidido, cuando vi aparecer a un censista por el otro de la calle, con su bolso azul y su caminar cansado. “Hey”, le dije, “¿tú eres el censista encargado de esta calle, cierto?”.
Su respuesta fue afirmativa. “Sí, ya pasé por esta calle”, me explicó. “Ahora voy a reunirme con mi grupo para ver si hay más casas por censar”.
“¿Sabes?, tengo un problema”, le dije. “¿Me podrías decir quién te respondió las preguntas del Censo en esta casa?”.
“¿Por qué lo dices?”, me preguntó el censista.
“Pues porque es mi casa y vivo solo”, le respondí. “Y si tiene este sello pegado, significa que alguien debió de contestarte las preguntas, ¿no?”.
            El censista me quedó mirando raro, como si creyera que estaba bromeando. Y bueno, con el hedor a alcohol que expelía desde mis entrañas, cualquiera pensaría que le estaba tomando el pelo. “Si mal no recuerdo”, dijo él, “me recibió una mujer de unos cincuenta años, pelo castaño rojizo y lentes. Tenía los ojos muy azules. ¿Era tu mamá, no?”.
“Sí, era mi mamá, lo siento”, le dije al tipo, haciendo un ademán con la cabeza. “Se me olvidó que hoy día estaría mi mamá en casa”.
            El censista me volvió a mirar extraño, con gesto casi preocupado, y se alejó después de despedirse escuetamente. Y yo quedé ahí afuera, sin saber si entrar o no a casa. Un miedo atroz recorría mi espalda, concentrándose primordialmente en mi nuca; la piel se me erizó y por un breve instante el mundo dio vueltas a mi alrededor. No podía ser: la mujer de unos cincuenta años, pelo castaño rojizo, lentes y ojos azules que atendía a todas esas cualidades era mi mamá, sin lugar a dudas; pero ella…, ella había muerto hacía un par de años por culpa de una enfermedad grave y devastadora.
Ella había muerto y ahora había vuelto.

Y estaba adentro de mi casa, esperándome.