−A
veces me impresiona que la Paula consiga más hombres que nosotras –dijo
Bernarda−. No sé cómo lo hace. Si es tan fea.
Valeria comenzó a reír sin soltar
del brazo a Ernesto, su pololo.
−Debe tener una estrella de la
suerte la güeona.
Ernesto se sintió un tanto avergonzado por el tipo de
conversación que estaban llevando a cabo su novia y su amiga: le parecía
aborrecible y desleal que estuvieran despotricando contra quien les acompaño durante
toda la noche, Paula, la misma a la que acababan de despedir en el paradero
junto a un tipo que conoció un par de horas atrás.
−¡Y siempre, pero siempre
se pesca güeones ma’ o menos!
Tras decir esto, Bernarda bebió de
la botella de vodka que guardaba en la cartera y se la entregó a la pareja que
le seguía, haciendo un ademán errático. Ernesto, que era por lejos el más
sobrio de los tres, aceptó un poco de buen gusto.
La madrugada se mostraba serena y
parca, con un número escaso de transeúntes y automóviles circulando por las
calles. Ernesto se percató que un vehículo, con toda seguridad perdido, viró a
la izquierda en la siguiente esquina para retornar a la misma calle que lo
había llevado ahí. Turistas, turistas, pensó el joven haciéndose la vaga idea
de unos foráneos viajando por el culo del mundo.
−Todavía me acuerdo cuando se pescó
a ese par de gemelos má’ ricos que la chucha –La expresión del rostro de
Bernarda demostraba una envidia enorme–. Se los debe haber hecho chupete.
Valeria quiso decir algo, pero en último
momento prefirió callarse.
“Seguro tú también quisieras haber
sido ella, ¿no?”, pensó su pololo, sintiendo una punzada de celos. Deseó que
faltara poco ya para llegar a la casa de Bernarda.
Un vehículo aceleró tras ellos, como
reaccionando al probable toque verde del semáforo en la esquina, y avanzó
rápido por la calle. Ernesto alcanzó a ver un auto burdeo pasar por su
izquierda antes de reaccionar y darse cuenta que éste se estacionaba con
violencia a unos metros de ellos, bloqueándoles el paso.
De su interior se apearon dos hombres
con máscaras de payaso; un tercero, el conductor también enmascarado, permaneció
frente al volante contemplando la escena que comenzaba a desarrollarse.
–¡Entréguennos la plata,
conchetumare! –gritó uno tras su máscara pálida, agrietada y con un manchón
rojo por boca. Tanto él como su amigo manipulaban dos barras de metal con una
seguridad espantosa.
Bernarda, quien encabezaba la fila,
chilló antes de intentar refugiarse tras Ernesto. El brazo del otro payaso, no
obstante, fue mucho más veloz que ella, impidiéndole cualquier posibilidad de
escape.
–¡Pásennos la plata, si no quieren
que les saquemo’ la conchetumare!
Bernarda no paraba de berrear como
si la estuvieran matando; Valeria, por su lado, se apretó fuerte contra su
novio, muerta de miedo. Entonces el payaso libre encaminó con firmeza en
dirección a su cartera para intentar arrebatársela; Ernesto supo en aquél
momento que no tenía otra alternativa más que enfrentarlo y defender a su polola
aunque fuera lo último que hiciera.
Ernesto cubrió primero a Valeria,
interponiendo su cuerpo; acto seguido, desvió la mano de su atacante con un
ligero manotazo, provocando que éste le diera de inmediato con su fierro en la
espalda.
Ernesto cayó al suelo sintiendo un
fuerte relámpago de dolor recorrer su cuerpo. Hizo el intento de levantarse,
pero otro golpe le sacudió por sorpresa; y luego otro, y otro, dejando al joven
hecho polvo, con la sensación de haber sido atropellado y encontrarse en
cualquier otro lugar menos en aquella calle con dos hombres con máscaras de payasos
atacándoles.
Bernarda no paraba de clamar por
ayuda, mientras Valeria miraba hacia todos lados buscando a alguien quien
pudiera socorrerlos. Por desgracia, la calle seguía tan vacía como antes.
–¡Güeón, te lo pitiaste! –dijo el
payaso que tenía apresada a Bernarda–. ¡Vámono’, güeón!
El otro payaso quedó mirando a la
pareja como si no supiera qué hacer; con esa máscara horrible encima, era
prácticamente imposible dilucidar si sentía arrepentimiento u otra clase de
emoción por lo que acababa de provocar. Después de lo que pareció un tiempo
largo y angustiante, el payaso tomó la decisión de dar media vuelta y correr
hacia el auto burdeo que les esperaba; el otro payaso le imitó al instante,
empujando a Bernarda contra el suelo.
El vehículo retrocedió hacia la
pista con un latigazo preciso, casi estudiado, y se perdió calle arriba antes
que cualquiera de las dos jóvenes alcanzara a fijarse en su matrícula.
Valeria se agachó al lado de Ernesto
para examinarlo con manos temblorosas. Comprobó con alegría que éste aún tenía
pulso y que los moretones en su espalda y costados no parecían tan graves
después de todo. Así, sin moverse del lado de su novio, extrajo el celular de
su cartera y marcó el número de las urgencias. Bernarda, que acababa de incorporarse
costosamente del suelo, miró hacia la pareja con el corazón desbocado y los
ojos anegados por las lágrimas. Tenía deseos de gritar, de golpear, de echarse
al piso y llorar desconsoladamente hasta que llegaran los Carabineros y
pudieran volver a sentirse a salvo. Entonces, sin saber muy bien por qué,
recordó que tenía una botella de vodka guardada en su cartera.
Sus ojos se desorbitaron al reconocer un pintoresco
objeto en su interior, de color pálido y agrietado con manchas rojas a modo de
crueles sonrisas. La tomó con la mano, palideciendo como ella, y la reconoció
de inmediato: era una máscara de payaso, la misma que tenía el tipo que la
había apresado minutos atrás. Intentó hallar una explicación lógica para lo que
presenciaba; intentó hacérselo saber a Valeria, su amiga, pero al verla desde
el ángulo en el que estaba, ella de pie y su amiga agachada junto a su novio,
intentando llamar a los Carabineros por celular, se percató que en su cartera,
entre la cajetilla de cigarros y un montón de papeles que parecían boletas de
compras, descansaba un objeto muy parecido al que acababa de encontrar en la
suya. Salvo que el de Valeria, naturalmente, tenía el mismo aspecto del payaso que
había golpeado a Ernesto.
–¿Qué pasa, Bernarda? –le preguntó
Valeria sin quitarse el celular del oído–. ¿Por qué tienes esa cara?