El colectivo se detuvo en
una esquina para dejar que los pasajeros sentados atrás, tres jóvenes con
aspecto de delincuentes y mal hablados, se apearan. Claudio, que iba sentado en
el asiento del copiloto escuchando música con audífonos, sólo se inmutó cuando
el último de ellos dio un fuerte portazo al bajarse.
Entonces sintió que el chofer le daba un codazo en su
brazo izquierdo para que se quitara los audífonos y le prestara atención.
Claudio, que esperaba que el hombre le preguntara
nuevamente por su dirección, se extrañó un poco al oír:
−¿Escuchaste la conversación de los güeones de atrás?
Claudio, cansado y todo después del arduo día de trabajo,
no quiso responderle con lo que parecía obvio porque sabía iba a sonar muy
pesado de su parte.
−No, lo siento, no estaba prestando atención.
−¿Pero viste a esos pendejos sentados atrás?
−Sí, por supuesto. Acaban de bajarse.
−Estaban hablando de haber ido a una tienda de retail a
robar montones de cosas, así como si nada –explicó el chofer, deteniéndose en
un disco pare−. ¡Y eran chicos: no tenían más de dieciséis años!
−Es un asunto de todos los días para algunos.
−¡Pero imagínate toda la plata que pierden esas empresas
por gente como ésta que les pasa robando todos los días!
−¿Pero sólo robaban tiendas de retail?
−Sí; al menos eso me dieron a entender.
−Entonces está bien –dijo Claudio, y el chofer lo miró
con expresión adusta.
−¿Cómo dices?
−Que mientras no le roben a tiendas de personas como
usted o como yo, todo está bien.
−¿Por qué dices eso, eh? –Las manos del hombre se
tensaron sobre el manubrio−. ¿Estás a favor de esos delincuentes malditos?
−No estoy diciendo que esté a favor de ellos, caballero
–replicó Claudio, sintiéndose arrepentido de haber respondido a la conversación
de aquel tipo−. Sólo estoy diciendo que no me parece tan malo que roben en
tiendas de retail.
−¡Pero si es un robo, cómo no te va a parecer malo!
−Porque las tiendas de retail son millonarias, compran
sus productos a precio de ganga para venderlos mucho más caros y les pagan a
sus trabajadores una mierda, que dicho sea de paso son explotados sin ningún
tipo de seguridad laboral a futuro. Por eso el robarle a ellos no es algo tan
perjudicial como usted cree. ¿Se acuerda del dicho ese que dice “ladrón que le
roba a ladrón tiene cien años de perdón”?
El colectivero no dijo nada.
−Bueno, pues por eso me parece que esos jóvenes no
estaban tan mal, después de todo –continuó Claudio−. Aunque si hubieran dicho
que lo robado provenía de la casa de una familia esforzada y luchadora como la
mía, por ejemplo, probablemente me hubiera enojado mucho y desearía que se
secaran en la cárcel como tantos otros que lo merecen y que siguen apareciendo todavía
en la tele vestidos de terno y corbata, como si todo les diera lo mismo.
Entre ambos interlocutores hubo un silencio tan pesado
que ni siquiera la cumbia éxito de turno de la radio aplacó sus ánimos.
−Ustedes, los jóvenes, no tienen idea de nada –dijo el
chofer por fin, sin quitar la vista del frente−. En los tiempos del Gobierno
Militar, estas cosas no…
−¿Sabe qué?, déjeme por aquí nomás –le espetó Claudio,
quitándose el cinturón de seguridad−, no quiero seguir escuchándole.
−¿Por qué no quieres seguir escuchando ahora? ¿Te da cosa
que hable de la Dictadura?
−En primer lugar no fui yo quien empezó con esta
conversación –le respondió Claudio, echando chispas por los ojos−; segundo
lugar, el que cite a la Dictadura como un punto de comparación positivo para
esta situación, me dice que usted, o debe ser de los malos, o debe tener bien
atrofiada la cabeza. Y tercero… No, no me interrumpa; y tercero, me parece muy
idiota de su parte apoyar a los empresarios millonarios e hijos de puta que
regentan las tiendas de retail de este país y todas esas mierdas, cuando usted
o uno de sus familiares bien podría ser uno de sus tantos empleados mal pagados
y esclavizados. Sólo es cosa de pensar un poco… Y déjeme por acá, le digo: no
me interesa ir al lado de un hombre que piense como usted.
El colectivero, notoriamente nervioso y avergonzado, se
detuvo en la siguiente esquina, a unos cuantos minutos de la dirección dada por
Claudio, y esperó a que éste se bajara para partir casi al instante.
Un poco más calmado, Claudio se puso los audífonos y
comenzó a caminar el trecho que restaba hasta su casa, deleitándose con el aire
frío de la noche que tanto ansiaba durante el día, estando detrás de la caja
registradora de aquella tienda de retail en la que trabajaba seis veces a la
semana, haciendo cada vez más ricos a sus dueños mientras él se volvía cada vez
más viejo y desesperanzado.