Viene al caso decir, a modo
de introducción para mis siguientes palabras, que llevo años tocando el bajo
eléctrico con grandes amigos en una banda llamada Animales de Lumière. Con esto, naturalmente, no quiero demostrar
mi versatilidad para con ciertos rubros artísticos ni nada por el estilo, sino
que contextualizarlos en la extraña situación de la que fuimos parte los cuatro
de la agrupación.
Sucedió durante un ensayo, no sé si al inicio o al final
de éste, mientras instalábamos (o desinstalábamos) nuestros instrumentos y
hablábamos sobre cosas que ahora no vienen al caso. El asunto es que en un
momento azaroso en que se hizo el completo silencio por unos segundos,
escuchamos todos, sin lugar a dudas, el lúgubre y desesperado llanto de un bebé
saliendo por uno de los parlantes encendidos de la sala. Sonó cascado,
metálico, como si hubiera sido procesado por un efecto distorsionador de
guitarra. Entonces nos miramos los unos a los otros, con la sonrisa a medio
camino, como diciéndonos “estuvo buena la broma”, pero todos comprendimos,
instrumentos y cables desconectados en nuestras manos, que de ser así, nadie
pudo haberla ejecutado. Así fue que nuestras expresiones se tensaron y no
dijimos nada al respecto hasta que el llanto volvió a llenar la estancia y nos
volvimos a mirar muertos de miedo. Nadie entendía nada: ¿cómo era posible que
de un parlante encendido pero sin ningún dispositivo instalado saliera aquél
horrible y molesto ruido muy idéntico al de la estática, o al de un bebé siendo
torturado cruelmente?
El Satu, guitarra y voz de la banda, le pidió al Chibi
–el tecladista– que por favor apagara el parlante antes que nos reventara los
tímpanos –de por sí dañados. Mas cuando éste se acercó al aparato, sus manos
tapando sus oídos, salió de ellos un arrullo nasal que nos dejó con la sangre
helada. La voz era grave, pero femenina indudablemente; nos percatamos luego
que sus palabras no pertenecían a nuestro idioma, ni tampoco a uno que
pudiéramos identificar como para descifrarlas y entender su mensaje de forma
limpia.
–Está hablando en japonés –dijo el Gabo sin levantarse
todavía de la batería, quedando con sus platillos a medio guardar en su
estuche. Y era cierto, aunque con un leve desacierto: la mujer en realidad no
hablaba, sino que cantaba…, le cantaba al bebé que no paraba de llorar del otro
lado del parlante. Concluimos entonces que la mujer era su madre, y que trataba
de hacer callar a su hijo de la manera que lo hacían sus pares en tiempos
pretéritos.
Y así, de manera tan inesperada como empezó todo, el
ruido desapareció, llanto y nana, y el silencio y la expectación volvieron a
reinar nuestra sala de ensayo y nuestros cuerpos. Aún persistían las últimas
notas algo desafinadas de la mujer revoloteando por la estancia, pero no
demoraron en desaparecer y difuminarse en el aire. El Chibi aprovechó de apagar
el parlante antes que decidiera escupir más cosas incomprensibles y volvimos a
quedarnos mirando los unos a los otros sin entender nada de lo ocurrido.
Barajamos la posibilidad que se tratara de uno de esos
fenómenos en que por casualidad un aparato eléctrico termina funcionando como
un receptor de ondas lejanas, retransmitiendo un mensaje flotante en el aire, o
–para ser más exactos– una grabación que jamás debió haber llegado hasta
nuestros oídos, como ese caso en que un hombre con una placa metálica en el
cráneo –producto de una cirugía que le salvó la vida– no dejaba de escuchar las
transmisiones de radio lejanas, o los diálogos de los pilotos de los aviones
que pasaban sobre él con los aeropuertos que tenían por destino. El asunto es
que nunca tuvimos una idea clara del acontecimiento ocurrido, menos aún de qué
se trataba el llanto desesperado del bebé ni de qué iba la letra de la canción
de cuna de la mujer japonesa –si es que era japonesa, naturalmente.
A veces, cuando recuerdo esto por las noches, termino por
pensar en el bebé y la razón por la que lloraba de esa manera tan horrible: si
es que era por hambre, debido a alguna molestia estomacal o una enfermedad que
lo aquejaba, si tenía mucho sueño y estaba molesto con todo el mundo, o si de
verdad lo estaban torturando unos japoneses malditos y retorcidos…; aunque
luego de recapacitar en la mujer y su arrullo tierno y desafinado, esta última
idea siempre termina por borrarse, gracias a todos los dioses, y después viene
la duermevela, la mezcla de realidades, y entonces me olvido de todo esto hasta
que vuelve a asaltarme otra noche en que
no puedo conciliar el sueño con facilidad.