Me tocó empacarle las
compras del supermercado a una mina súper bonita, estupenda, y como sólo
podemos darle una bolsa plástica (producto de una ordenanza municipal que busca
erradicarlas por completo), me dijo que lo echara todo adentro, que no tenía
importancia porque andaba en auto y tal. Pucha, la loca la raja, pensé, feliz
de que por fin me tocara una persona buena onda después de tantos viejos hijos
de puta que no entendían este buen gesto para con el ecosistema. Pero cuando
terminé de echarle las cosas en la bolsa (con una latiente y poderosa erección
entre mis piernas) me dijo: “oh, qué bien, cabió todo adentro”, y yo sentí que
todos los centímetros ganados en grosor y altura, se convertían ahora en
estrechez y profundidad. Me dio unas monedas de propina y corrí al baño para cerciorarme
de lo ocurrido: ahí, frente a mis ojos, donde debió estar mi pene, se hallaba
ahora un vacío hondo y extraño, y yo no pude creerlo: su error gramatical me
mató tanto las pasiones, que mi pobre pene no pudo hacer otra cosa más que
esconderse y refugiarse de su vista. Hizo falta más de media hora de cariño y
dedicación para que éste volviera a asomarse y continuar con todo como si nada
hubiera pasado.
“Ya, ya, querido”, le dije con ternura. “Para la otra me
taparé los oídos”.