Cansada y todo, sintiendo
las mareantes luces en los ojos y el incesante ruido de las enloquecidas
máquinas tragamonedas funcionando, Luisa continuó ofreciendo tragos y cerveza
entre los jugadores que ni siquiera parecían pestañear frente las brillantes pantallas
del casino de juegos. Algunos negaban con un gesto de la cabeza, unos decían
que no, gracias, otros ni siquiera contestaban; los demás sólo abrían sus
billeteras y sacaban sus tarjetas sin llegar a preocuparse un poco por el
estado de sus cuentas. A Luisa le gustaban aquéllos por sobre los demás. Sin
embargo, había un tipo de jugadores dentro de esta misma categoría que ya
estando achispados o borrachos tenían la tendencia a volverse insolentes y
acabar diciendo y haciendo cosas que dejaban bastante que desear para su previo
comportamiento. Como ese tipo gordo de pelo largo y negro, con aspecto de no
tener muy buena higiene y un tatuaje de él mismo sonriendo como idiota en su
brazo, que al preguntarle si quería algo, un trago o una cerveza, había dicho
que sí, que quería una cerveza, una Melorto.
−Demoré tres días en enterarme de su chiste –le dijo
Luisa a Roberto luego de tomar un sorbo de su mojito−. Bueno, en realidad fue
mi hermano el que se percató de eso, cuando le conté mi historia.
−¿No te diste cuenta que era el Bananero?
−No, nunca vi sus videos hasta que mi hermano me explicó
lo que había intentado decirme.
−¡Son súper buenos, siempre me cago de la risa!
Roberto alzó su mano para llamar al mesero ubicado a
muchos metros de distancia. Le preguntó a Luisa:
−¿Quieres otra cosa más para tomar?; yo te invito.
−¿En serio?
−Sí, en serio. Pide lo que quieras.
−¡Quiero una cerveza!
−¿Cuál?
−Una cer-vézame el orto.
Roberto estuvo a punto de ponerse a reír del chiste y la
buena astucia de su compañera de carrera, pero tras mirarla a los ojos, se dio
cuenta que ella hablaba muy, muy en serio.