Tuve la mala suerte de justamente
encontrar ocupado el baño del supermercado las poquísimas veces que la ausencia
de clientes en las cajas me lo permitía. Y es que de tanto echar cosas dentro
de las bolsas plásticas las ganas de mear no te vienen hasta que no es de
golpe, cuando ya casi te olvidaste que alguna vez podrías volver a tener ganas
de mear. Por eso me alegré un montón cuando fui hasta el baño y vi la puerta
abierta y la luz de adentro apagada. Casi corrí para entrar y encerrarme a mear
lo más pronto posible. Como dentro no había jabón ni nada para limpiarse y mis
manos estaban llenas de los microbios de las monedas de mis propinas, me abrí
el cierre del pantalón con cuidado, saqué mi pene tocándolo por sobre la tela
de mis calzoncillos y, sosteniéndolo con el dorso de mis muñecas, meé como si
pagaran por ello. El chorro salió impulsado con fuerza produciendo un estruendo
de burbujas en el fondo de la taza, salpicando gotas por todos lados. Estuve
así por casi un minuto entero, sintiendo cómo mis músculos tensos del bajo
vientre se relajaban y un cosquilleo placentero recorría mi pene. De verdad que
no hay mejor sensación que la de orinar teniendo unas ganas demenciales de
mear; lo he llegado a comparar incluso con el eyacular, pero ese es otro tema muy
distinto. El asunto es que sequé mi pene moviéndolo para todos lados con el
dorso de mis muñecas (debo admitir que una tibia gota de orines llegó hasta mi
mejilla, muy cerca de mis labios), me lavé las manos con agua (porque ahí no
había jabón ni nada para lavarse) y salí para presenciar lo que parecía el
término de un gran revuelo dentro del recinto. Me acerqué a mis compañeros y no
me costó ni un segundo percatarme que algo de verdad muy bueno les acababa de ocurrir:
se sonreían unos con los otros y tenían ese aspecto que tiene la gente cuando
parece que van a estallar de felicidad; me di cuenta también que el revuelo se
transportaba en ese momento hacia la salida del supermercado, un puñado de
mujeres de edad avanzada gritando como si fueran gallinas clocando. Les
pregunté a mis compañeros que qué onda, que qué había pasado, se miraron sin
dejar esa sonrisa de lado y sacaron de sus bolsillos al menos unos tres
billetes de $10.000 cada uno. No lo vai’ a creer, güeón, me dijo uno de ellos,
pero cuando te fuiste a mear pasó Leonardo Farkas, el rubio millonario ése, y
nos dejó la misma propina pa’ todos, güeón. ¡Mira!, dijo, abanicándose con los
billetes, ¡billetes! En ese momento no supe si reír o llorar.