Historia #144: Propinas



Tuve la mala suerte de justamente encontrar ocupado el baño del supermercado las poquísimas veces que la ausencia de clientes en las cajas me lo permitía. Y es que de tanto echar cosas dentro de las bolsas plásticas las ganas de mear no te vienen hasta que no es de golpe, cuando ya casi te olvidaste que alguna vez podrías volver a tener ganas de mear. Por eso me alegré un montón cuando fui hasta el baño y vi la puerta abierta y la luz de adentro apagada. Casi corrí para entrar y encerrarme a mear lo más pronto posible. Como dentro no había jabón ni nada para limpiarse y mis manos estaban llenas de los microbios de las monedas de mis propinas, me abrí el cierre del pantalón con cuidado, saqué mi pene tocándolo por sobre la tela de mis calzoncillos y, sosteniéndolo con el dorso de mis muñecas, meé como si pagaran por ello. El chorro salió impulsado con fuerza produciendo un estruendo de burbujas en el fondo de la taza, salpicando gotas por todos lados. Estuve así por casi un minuto entero, sintiendo cómo mis músculos tensos del bajo vientre se relajaban y un cosquilleo placentero recorría mi pene. De verdad que no hay mejor sensación que la de orinar teniendo unas ganas demenciales de mear; lo he llegado a comparar incluso con el eyacular, pero ese es otro tema muy distinto. El asunto es que sequé mi pene moviéndolo para todos lados con el dorso de mis muñecas (debo admitir que una tibia gota de orines llegó hasta mi mejilla, muy cerca de mis labios), me lavé las manos con agua (porque ahí no había jabón ni nada para lavarse) y salí para presenciar lo que parecía el término de un gran revuelo dentro del recinto. Me acerqué a mis compañeros y no me costó ni un segundo percatarme que algo de verdad muy bueno les acababa de ocurrir: se sonreían unos con los otros y tenían ese aspecto que tiene la gente cuando parece que van a estallar de felicidad; me di cuenta también que el revuelo se transportaba en ese momento hacia la salida del supermercado, un puñado de mujeres de edad avanzada gritando como si fueran gallinas clocando. Les pregunté a mis compañeros que qué onda, que qué había pasado, se miraron sin dejar esa sonrisa de lado y sacaron de sus bolsillos al menos unos tres billetes de $10.000 cada uno. No lo vai’ a creer, güeón, me dijo uno de ellos, pero cuando te fuiste a mear pasó Leonardo Farkas, el rubio millonario ése, y nos dejó la misma propina pa’ todos, güeón. ¡Mira!, dijo, abanicándose con los billetes, ¡billetes! En ese momento no supe si reír o llorar.