Para
Carlos Meza.
Lo primero que
pensó Benjamín al entrar en la casa de su futuro suegro, fue que no cabía duda
que ahí viviera un hombre viejo, solitario y abatido por la única y dolorosa
separación que había sufrido en su vida. Y es que saltaba a la vista de
inmediato la ropa hecha revoltijos por los rincones, los muebles con gruesas
capas de polvo encima, y esa película aceitosa y oscura propia de los hogares
que llevan buen tiempo sin recibir su merecida limpieza por todas las paredes.
En otras palabras, el lugar donde vivía su suegro parecía una pocilga más que
cualquier otra cosa. Tenía un aspecto horrible, imposible creer que ahí se
había criado María, su futura esposa.
−Papá,
mira –le dijo María a su papá al tiempo que ponía a los dos hombres frente a
frente, sonriendo emocionada−: éste es Benjamín, el mismo del que te hablé un
montón de veces por teléfono. Y éste, Benjamín, es mi papá, del que siempre te
hablé después de…, ya sabes, después de hacer aquello.
Benjamín
no pudo evitar sonrojarse al darle la mano al hombre de cara avinagrada que
tenía al frente. Trató de hacerle una señal con los ojos a su novia para que
intentara no meter la pata al revelarle parte de su intimidad a su propio
padre. Pero si María captó la idea, no demostró absolutamente nada; de hecho,
ni siquiera parecía percatarse de la asquerosidad hecha hogar en la que su papá
se pasaba las tardes (a juzgar por la enorme cantidad de botellas vacías que
habían en el tacho de la basura afuera de ésta y que los del servicios
municipales aún no habían recogido) bebiendo vino barato y quién sabía haciendo
qué otras cosas.
−Un
gusto, señor –le saludó Benjamín dándole la mano, con voz trémula. El hombre
sólo emitió un gruñido ahogado y se dirigió al fondo de la casa a paso lento,
dando a entender que debían seguirlo. Sus movimientos parecían totalmente
adormecidos por el alcohol. Benjamín pensó que lo más seguro era que ya
estuviera bebiendo desde mucho antes que llegaran, cosa que comprobó nada más
al llegar a la cocina: sobre la mesa ubicada al medio, había una botella de
vino vacía y otra hasta la mitad acompañándola al lado, estoica.
María
no dejaba de hablar con su papá sobre su ascenso en la empresa en la que había
hecho su práctica universitaria sin percatarse siquiera que éste tenía la
cabeza en cualquier lugar menos en la conversación que sostenían. Replicaba con
confusos monosílabos mientras no dejaba de revolver el interior del cazo donde
preparaba una sopa de dudoso aroma. Por su lado, Benjamín no sabía qué decir ni
qué hacer al respecto de aquella lamentable escena más que mirarla lo más alejado
posible. Benjamín se mantuvo quieto hasta que su novia le pidió que le ayudara
a poner la mesa.
−Papá,
¿dónde guardas los individuales? –le preguntó su hija.
El
hombre hizo un gesto con su cabeza hacia un mueble a su derecha, lanzando un
fuerte eructo al moverla. María rió al tiempo que lo regañaba con un divertido
“¡papá!”, mientras Benjamín pensaba que no podía ser posible que un hombre como
aquél fuera el padre de una joven tan hermosa y bien educada como su María. “De
seguro se parece más a su mamá que a este cerdo cretino”, se dijo, sintiendo la
estela rancia de la flatulencia en el aire.
Al
cabo de un rato, los tres se sentaron a la mesa con sus respectivos platos
servidos frente a ellos. Benjamín no sabía qué hacer: tenía plena conciencia
que la sopa sabría mal, horrible, y que no podría evitar hacer arcadas o algo
por el estilo; le bastaba ver al papá de María para saberlo. Sin embargo,
sorprendido, Benjamín comprobó que ésta no estaba tan mala después de todo; si
el hombre le hubiera echado un poco más de sal, tal vez…
El
papá de María se sirvió un vaso de vino y le ofreció a los demás con un ademán
de la botella. Su hija aceptó de buen grado, pero Benjamín, que llevaba un buen
tiempo sin ingerir una sola gota de alcohol por asuntos religiosos, la rechazó
con un tembloroso agradecimiento. El hombre rechistó y se alzó de hombros sin
darle mucha importancia.
Ahora
que lo tenía más cerca, Benjamín se pudo dar cuenta que su piel desprendía un
penetrante olor a fermentación, el mismo que había sentido en su hermano mayor,
la oveja negra de la familia, cuando éste volvía de sus fiestas universitarias
a la mañana siguiente, con los ojos inyectados en sangre y tambaleándose como
si estuviera herido de gravedad. Aquél hombre debía tener el hígado podrido, o
al menos dañado irreversiblemente, por lo bajo. No entendía cómo su hija podía
hacer caso omiso de todas las señales que presentaba al respecto. Era como
estar presenciando a la muerte cebándose con el cuerpo de su padre.
−¿Y
tú qué haces por la vida, Manuel?
−¡Papá,
se llama Benjamín, no Manuel!
Benjamín
tardó un rato en percatarse que hablaban de su persona. Tragó la cucharada de
sopa guardada en su boca y escuchó cómo el papá de su novia añadía:
−Verdad
que Manuel era otro. ¿Salía contigo en la Básica, no?
−Sí,
papá –aceptó María, sonrojándose un montón−. Fue mi primer novio.
Benjamín
no pudo evitar sentir una punzada de celos en su estómago que disimuló tragando
más de esa agua pastosa y desabrida que el hombre llamaba sopa.
−Tienes
razón –El papá de María se aclaró la voz−. Perdón. ¿Qué haces por la vida…, eh,
Benjamín?
El
aludido esperó vaciar su boca (tratando de sentir lo menos posible el sabor del
almuerzo) para contestar.
−Soy
columnista en El Pacificador.
−Ah,
ese diariucho regional…
−Sí,
ese mismo –corroboró Benjamín, atacado por un breve acceso de rabia−. Soy
columnista del Pacificador, ese diariucho regional que usted dice.
−Ya
veo –dijo el hombre, dejando de prestarle atención a su futuro yerno para echarse
más vino en el vaso−. Yo pensé que eras como Manuel, que ahora gana millones y
millones en una minera del Norte –Y mirando a María, sin dejar de sonreír,
agregó−: ¿Te acuerdas, Mari, cuando un día llegué más temprano del trabajo y
los pillé a los dos en el living –el mismo living de esta casa, de hecho− sin nada de la
cintura para abajo?
Ante
el asombro de Benjamín, que creía que su novia pondría atajo a la desfachatez
de su padre, ésta dejó el servicio de lado y empezó a reírse a mandíbula
batiente, llegando a golpear la mesa con su puño un par de veces.
−¡Sí!
–exclamó ella, con lágrimas en los ojos−. Después llegaste tú y nos enseñaste
cómo hacerlo. Incluso recuerdo que nos regalaste condones.
−Para
que veas lo buen padre que soy –dijo éste, pasándole su nudosa mano por la
barbilla.
Benjamín
no podía creerlo: estaba consternado y furibundo. ¿Qué clase de familia
conversaba sobre estas cosas mientras comían con alguien ajeno a su círculo
cercano? Además estaba el hecho de tener que saber que su novia −que en vez de
detener esa conversación tan fuera de lugar, la había continuado sin oponerse−,
incluso antes de tener la edad apropiada para tener relaciones sexuales, ya
había tenido una experiencia en la que incluso su padre había participado. Su
estómago empezó a revolverse con impaciencia. Al parecer había sido una muy
mala idea el haber querido acompañar a María a ver a su padre un par de meses
antes de casarse. Quizá todo estuviera mejor si no hubiera sabido de él hasta
los días previos al matrimonio, con más gente alrededor de ellos. Tal vez así
fuera más pasable toda la situación que estaba viviendo.
−Me
pasas la botella de vino por favor, Gaspar –le dijo el hombre a éste,
notoriamente achispado−. Gracias –le agradeció al recibírsela−. Ustedes, los
que no beben, no saben lo que se pierden.
Benjamín
sonrió como por toda respuesta y prosiguió con su comida, tratando que ésta se
acabara lo más pronto posible antes que terminara por vomitarlo todo encima de
la mesa. Aunque pensándolo mejor, se dijo Benjamín, aquello probablemente sería
mejor que continuar con esa porquería que tenían por almuerzo familiar.
−No
como mi María, siempre tan inteligente como su padre –siguió el hombre,
eructando otra vez con la boca abierta−. Desde pequeña que sabe lo que es
bueno.
−Ay,
papá, no digas tonteras –dijo la aludida, haciendo un gesto con la mano−. ¿Por
qué mejor no me sirves más vino?
Su
padre sonrió y vació el resto de vino de la botella en su vaso. Acto seguido,
se dirigió a un estante para sacar otra botella y ponerla junto a las otras.
−¿Sabes,
Omar? –le dijo el hombre a su futuro yerno, mirándolo a los ojos mientras se
sentaba−, mi hija siempre ha sabido valorar el buen vino de los demás tragos.
Sabe que sólo la gente inteligente aprecia algo tan bueno como el vino.
−No
digas tonteras, papá –barboteó María, con una sonrisa achispada clavada en el
rostro−. Que Benjamín no beba no significa que no sea inteligente.
−Yo
no he dicho nada –le replicó el hombre, haciendo un gesto inocente con las
manos−. Eso lo acabas de decir tú.
−Ay,
papá, tú siempre con tus cosas –María le golpeó cariñosamente su brazo más
cercano−. Deja de confundirme.
Pero
su papá, en vez de dirigirse a ella, observó a Benjamín y le dijo, apuntándole
con su índice:
−Debes
saber que María no es tan inocente como parece.
El
aludido no entendía a lo que se refería el hombre.
−¿Perdón?
−Dije
que debes saber que María, mi hija, no es tan inocente como parece.
María
se revolvió inquieta a su lado, sonrojándose vivamente. Mas no dijo nada.
Con
la voz temblorosa, el joven le preguntó que por qué decía esas cosas.
−Porque
cuando era pequeña, la mandamos a hacer la Primera Comunión con sus compañeros
de curso, y a que no adivinas en qué la sorprendieron.
“Oh,
no”, pensó Benjamín abatido, sabiendo que el papá de su novia saldría con otro
de sus comentarios fuera de lugar.
El
joven no respondió nada.
−Papá,
por favor, para… −escuchó que decía María, como si se encontrara lejos de
aquella cocina de aspecto tan miserable. Pero su papá prosiguió como si no
hubiera oído nada.
−¡El
cura a cargo de las confesiones –dijo éste− la descubrió teniendo relaciones
sexuales con cuatro compañeros suyos, y todos a la misma vez! –El hombre golpeó
la mesa con fuerza−. Esa no la cuento ni yo; ¡y eso que sólo tenía catorce o
quince años, no me acuerdo muy bien!
Benjamín
no podía creerlo. Todo eso debía ser una muy mala broma por parte de María y su
padre (una fraguada por ellos a modo de recibimiento familiar), pero María, en
vez de cualquier otra cosa, agachó su cabeza y comenzó a llorar
silenciosamente.
Sólo
ahí su padre pareció recapacitar al respecto. Dio un fuerte respingo –como si
rompiera por un breve instante el hechizo del alcohol en su cuerpo− y se acercó
a ella para abrazarla sin moverse de su asiento. Benjamín manoseó la idea de
levantarse, tomarla y llevarla de vuelta a casa, lejos de ese maldito borracho
que tenía por padre.
−Mari,
no llores, por favor, lo siento –se disculpó el hombre, el remordimiento
asomándose en cada una de sus derruidas facciones−, no fue mi intención decir
algo que te molestara.
“Como si no hicieras otra cosa, maldito viejo
de mierda”, pensó Benjamín con rabia. Por primera vez no se sentía asqueado de
sí mismo por utilizar una palabra soez ni maldecir a la vez, aunque solo fuera
con el pensamiento.
El
hombre se acercó un poco más a su hija, poniendo su rostro cerca del de ella.
−Por
favor, María, tú sabes que no fue mi intención hacerte sentir así. Mírame –le
ordenó en voz baja, tomando su barbilla para alzarla−. Mírame: tú sabes que lo
que menos quiero en el mundo es verte triste.
María
parecía indecisa entre levantarse y largarse de ahí o escuchar las palabras que
su padre tenía para ella. Lo observaba con los ojos anegados en lágrimas.
−Por
favor, Mari, tú sabes que yo no quise hacerte sentir mal. Lo único que deseo es
verte feliz, risueña, y pensé que recordándote aquellos momentos antes que te
casaras no harían otra cosa más que alegrarte como aquella vez que descubrí
unas fotos tuyas en mi computador, con tus tetas llenas de semen, ¿te acuerdas?
María
sonrió con ánimo y abrazó a su padre.
Y
hecho esto, y sin que Benjamín llegara a preverlo siquiera, el hombre besó en
la boca a su hija. En un principio el joven creyó que era como otra de esas
familias que acostumbraban saludarse de esa manera (incluso entre hombres) para
disculparse y demostrarse un inmenso afecto; no obstante, cuando vio que el
papá de ésta llevaba una mano hasta sus pechos y ésta le respondía el beso con
más ánimo aún, llevando sus manos hasta la cara del hombre, supo que la
situación estaba pero que muy lejos de ser normal comparada con otros casos que
conocía.
Benjamín
sintió asco, un asco enorme: estaba viendo a su novia, a su futura esposa
besarse con ganas con su propio padre, mezclando lenguas y todo. Pensó que
quizá llevaban un buen tiempo (si es que no toda la vida) haciendo lo mismo, y
eso le hizo sentir enfermo, podrido.
Sin
poder quitarle los ojos de encima ni hacer algo para evitar que continuara la
extraña escena que estaba presenciando, el joven se levantó de su asiento y
comenzó a caminar hacia la salida de la casa. Se detuvo bajo el marco de la
puerta, sosteniéndose en la aceitosa pared al lado, y echó todo su almuerzo
afuera sin poder evitarlo. Benjamín pensó que aquello iba a llamar la atención
de María, no obstante ésta seguía besándose (cada vez más desenfrenada) con su
padre en la cocina.
Su
familia religiosa jamás permitiría el matrimonio con una joven que había estado
con cuatro hombres a la vez, una pecadora que besaba a su propio padre como lo
hacía con él en la intimidad. ¡Jamás! Se vio contándole todo eso a su madre (el
almuerzo, el pasado de María, la actitud frente a su padre) y supo que el
matrimonio nunca se concretaría.
Benjamín
vomitó una vez más antes de salir por la puerta tambaleándose y buscar un taxi
que lo llevara al terminal de buses para volver a casa. A la mierda con María.
A la mierda con su padre. ¡Que el Infierno se los llevara juntos por pecadores!
−¿Sigue ahí? –le
preguntó el hombre a María, sin despegar sus labios de los de ella.
−No,
parece que ya se fue.
Entonces
ambos se separaron con cuidado. El papá de María se levantó para dirigirse a
revisar la entrada de la casa. Al cabo de un rato se escuchó un ruido al cerrar
ésta.
−El
muy maldito lo vomitó todo antes de largarse –dijo el hombre.
−Yo
lo limpiaré, no te preocupes –María tomó un sorbo de su vaso de vino y añadió−:
De todos modos gracias, papá, por haberme ayudado con él: pensé que jamás me
desharía de ese aburrido hombre de mierda.
−No
sé cómo aguantaste tanto tiempo con ese religioso –comentó su papá mientras se
sentaba a la mesa nuevamente−. Son las personas más tediosas del mundo.
−Ya
lo creo. De todas maneras tu actuación fue excelente: me dio risa eso del cura
sorprendiéndome tener relaciones con cuatro hombres a la vez.
El
papá de ésta se desternilló de la risa. Sus carcajadas eran tan graciosas, que
María no pudo resistirse a imitarlo.
−Y
yo pensaba que había llegado muy lejos.
−No,
no, está bien. Todo salió de acuerdo al plan.
Entre
los dos se hizo un grato silencio que sólo rompían con los sorbos que les
brindaban a sus vasos de vino.
−Te
quiero, papá –le dijo María a éste de repente, achispada.
−Yo
igual, Mari –le respondió el hombre, con un dejo emocionado−. Mucho más de lo
que piensas.
La
joven le dio un beso en la boca con ternura y éste la tomó del brazo para
llevarla hasta su cama.