Historia #84: No te preocupes, amor, por tí haría cualquier cosa



−Amor, ¿puedes hacerme el desayuno mientras me baño?

            −Sí, por supuesto, no te preocupes. Ve.

            Eran cerca de las once de la mañana y Emilia aún se encontraba en pijama deambulando por su departamento. En un principio, Alberto temió que el no haber sentido el primer aviso de su alarma provocara una inestabilidad en los planes que tenían para el día, pero luego de comprobar que su novia ni siquiera había arreglado sus cosas para el viaje con sus amigos (que comenzaría en menos de una hora), se sintió como un verdadero estúpido por haber corrido las dos últimas cuadras desde su casa hasta ahí.

            −Gracias, corazón −le dijo Emilia, lanzándole un beso desde la puerta de su baño, rodeada por una ligera toalla. Alberto se lo devolvió y decidió comenzar a prepararle algo de comer a su chica cuanto antes. Acto seguido, dejó su mochila de viaje sobre uno de los sofás y se dirigió a la cocina al mismo tiempo que Emilia abría los grifos de agua del baño.

            Alberto, sin pensarlo mucho (y ahogando una pequeña maldición), cortó dos panes por la mitad, les echó una rodaja de queso blanco a cada uno (que encontró sobre un plato), un par de torrejas de tomates, un poco de orégano y merquén, y los metió al horno por unos cuantos minutos; luego puso a hervir agua en una pequeña tetera sobre el fogón y colocó un par de tazas (con sus respectivos platos y cucharas) sobre la mesa, listos para la acción. Y bueno, descontando el tener que esperar a que los sándwiches y el agua estuvieran listos, significaba que ya había terminado la tarea que le habían encomendado.

            Resopló un poco más tranquilo, miró a todos lados como buscando algo con qué matar el tiempo, y recordó que con lo apurado que salió de casa, no había alcanzado a cortar las uñas de sus pies después de bañarse; recordó también que las tenía horrible, que llevaba un buen tiempo sin hacerles nada y que con toda seguridad, por culpa del calor y la incomodidad, tendría que sacarlas al aire para que sus pies no se achicharraran dentro de sus zapatillas. Entonces sacó el cortauñas de su mochila, se quitó el calzado junto con los calcetines y se dispuso a cortar sus uñas en el balcón del departamento, repartiendo los trozos de éstas por todo el suelo.

            Fue en eso que le daba un segundo toque a la última de ellas (la del pulgar derecho, la más problemática de todas), que escuchó el característico ruido de un mensaje entrante en un celular cerca; en un principio pensó que podía tratarse del suyo, pero luego de comprobarlo no muy convencido, se dio cuenta que había sido el de Emilia, ubicado a un lado del recipiente donde arrojaba sus llaves al llegar a la casa. No le prestó mucha atención en un principio y continuó con su labor de las uñas, pero luego de escucharlo reiteradamente en pocos segundos, creyó que tal vez fuera conveniente echarle una revisada por si las moscas, no fuera que un familiar suyo estuviera sufriendo un accidente o algo por el estilo; sin ponerse los calcetines, entonces, avanzó por toda la sala hasta el celular de su novia, y como los dos sabían las contraseñas del otro, demoró casi nada en acceder a la razón constante de su activación.

            Por desgracia, no se trataba de un familiar suyo en aprietos ni nada por el estilo.

            Se trataba, en realidad, de un compañero de su instituto (que tenía identificado como Rogelio Santibáñez) mandándole un montón de fotos por Whatsapp en las que los dos salían haciendo poses ante la cámara mientras tenían sexo; ¡mierda!, dijo Alberto al ver con horror cómo ese tal Rogelio hijo de perra montaba a Emilia, a su propia Emilia, la misma que se estaba preparando para salir de viaje con sus amigos y él como invitado, sonriendo ante la cámara, como si fuera la cosa más graciosa del mundo; ¡mierda!, dijo, y lo volvió a decir cuando leyó, al final de todas las fotos recibidas, un mensaje que decía: “grasias x tdo. Lo isiste bkn anoxe”, llenándolo de rabia; más encima lo hiciste con un maldito analfabeto, pensó instintivamente sin dejar de apretar el aparato en su mano.

            Hasta que sonó el característico timbre del horno y recordó que había dejado el desayuno de Emilia ahí dentro; fue como si el timbre hubiera sonado también en el interior de su cabeza, como cuando en los dibujos animados alguien tenía una idea maravillosa.

            Cuando Emilia salió del baño con su toalla amarrada al pelo y un poco más vestida, su novio estaba sentándose a la mesa para tomar una taza de té; frente a él, cara a cara, se hallaba otro te humeante y un plato con dos sándwiches recién salidos del horno. Alberto le sonrío.

            −¿Despertaste ahora? –le preguntó, haciendo un ademán hacia el otro asiento.

            −Sí, estoy mejor –Emilia se sentó a la mesa dando un largo bostezo−. Esa maldita traducción de Inglés me dejó destrozada.

            Los ojos de Alberto brillaron fugazmente.

            −Bueno, ya descansaremos en el Valle.

            −Sí, ya descansaremos como se debe –dijo Emilia; y acto seguido, tomó uno de los sándwiches servidos, lo apretó con sus dedos contra el plato y se lo llevó a la boca.

            En primera instancia, Emilia se detuvo luego de darle la primera mascada, quedando con una extraña expresión de duda en el rostro; pero luego de proseguir con la segunda, la tercera, la cuarta, sonrío con sinceridad y dijo:

            −¡Sándwich de queso con trozos de ajo, mi favorito! –arrugando el semblante, contenta a más no poder, y terminando por darle un pequeño beso en la cara a Alberto−. ¡Por eso me encanta tener un pololo como tú! –y le volvió a dar otro beso.

            Alberto se sonrojó, agachó la cabeza y aguantó un fugaz acceso de risa que podía haberlo arruinado todo mientras apreciaba lo bien cortadas que le habían quedado las uñas de los pies.

            −No te preocupes, amor, por ti haría cualquier cosa.