−Amor,
¿puedes hacerme el desayuno mientras me baño?
−Sí, por supuesto, no te preocupes.
Ve.
Eran cerca de las once de la mañana
y Emilia aún se encontraba en pijama deambulando por su departamento. En un
principio, Alberto temió que el no haber sentido el primer aviso de su alarma
provocara una inestabilidad en los planes que tenían para el día, pero luego de
comprobar que su novia ni siquiera había arreglado sus cosas para el viaje con
sus amigos (que comenzaría en menos de una hora), se sintió como un verdadero
estúpido por haber corrido las dos últimas cuadras desde su casa hasta ahí.
−Gracias, corazón −le dijo Emilia,
lanzándole un beso desde la puerta de su baño, rodeada por una ligera toalla.
Alberto se lo devolvió y decidió comenzar a prepararle algo de comer a su chica
cuanto antes. Acto seguido, dejó su mochila de viaje sobre uno de los sofás y
se dirigió a la cocina al mismo tiempo que Emilia abría los grifos de agua del
baño.
Alberto, sin pensarlo mucho (y
ahogando una pequeña maldición), cortó dos panes por la mitad, les echó una
rodaja de queso blanco a cada uno (que encontró sobre un plato), un par de
torrejas de tomates, un poco de orégano y merquén, y los metió al horno por unos cuantos minutos; luego puso a hervir agua en una pequeña tetera sobre el
fogón y colocó un par de tazas (con sus respectivos platos y cucharas) sobre la
mesa, listos para la acción. Y bueno, descontando el tener que esperar a que
los sándwiches y el agua estuvieran listos, significaba que ya había terminado
la tarea que le habían encomendado.
Resopló un poco más tranquilo, miró
a todos lados como buscando algo con qué matar el tiempo, y recordó que con lo
apurado que salió de casa, no había alcanzado a cortar las uñas de sus pies
después de bañarse; recordó también que las tenía horrible, que llevaba un buen
tiempo sin hacerles nada y que con toda seguridad, por culpa del calor y la
incomodidad, tendría que sacarlas al aire para que sus pies no se achicharraran
dentro de sus zapatillas. Entonces sacó el cortauñas de su mochila, se quitó el
calzado junto con los calcetines y se dispuso a cortar sus uñas en el balcón
del departamento, repartiendo los trozos de éstas por todo el suelo.
Fue en eso que le daba un segundo
toque a la última de ellas (la del pulgar derecho, la más problemática de todas),
que escuchó el característico ruido de un mensaje entrante en un celular cerca;
en un principio pensó que podía tratarse del suyo, pero luego de comprobarlo no
muy convencido, se dio cuenta que había sido el de Emilia, ubicado a un lado
del recipiente donde arrojaba sus llaves al llegar a la casa. No le prestó
mucha atención en un principio y continuó con su labor de las uñas, pero luego
de escucharlo reiteradamente en pocos segundos, creyó que tal vez fuera
conveniente echarle una revisada por si las moscas, no fuera que un familiar
suyo estuviera sufriendo un accidente o algo por el estilo; sin ponerse los
calcetines, entonces, avanzó por toda la sala hasta el celular de su novia, y
como los dos sabían las contraseñas del otro, demoró casi nada en acceder a la
razón constante de su activación.
Por desgracia, no se trataba de un
familiar suyo en aprietos ni nada por el estilo.
Se trataba, en realidad, de un compañero
de su instituto (que tenía identificado como Rogelio Santibáñez) mandándole un
montón de fotos por Whatsapp en las que los dos salían haciendo poses ante la
cámara mientras tenían sexo; ¡mierda!, dijo Alberto al ver con horror cómo ese
tal Rogelio hijo de perra montaba a Emilia, a su propia Emilia, la misma que se
estaba preparando para salir de viaje con sus amigos y él como invitado, sonriendo
ante la cámara, como si fuera la cosa más graciosa del mundo; ¡mierda!, dijo, y
lo volvió a decir cuando leyó, al final de todas las fotos recibidas, un
mensaje que decía: “grasias x tdo. Lo isiste bkn anoxe”, llenándolo de rabia;
más encima lo hiciste con un maldito analfabeto, pensó instintivamente sin
dejar de apretar el aparato en su mano.
Hasta que sonó el característico
timbre del horno y recordó que había dejado el desayuno de Emilia ahí dentro;
fue como si el timbre hubiera sonado también en el interior de su cabeza, como
cuando en los dibujos animados alguien tenía una idea maravillosa.
Cuando Emilia salió del baño con su
toalla amarrada al pelo y un poco más vestida, su novio estaba sentándose a la
mesa para tomar una taza de té; frente a él, cara a cara, se hallaba otro te
humeante y un plato con dos sándwiches recién salidos del
horno. Alberto le sonrío.
−¿Despertaste ahora? –le preguntó,
haciendo un ademán hacia el otro asiento.
−Sí, estoy mejor –Emilia se sentó a
la mesa dando un largo bostezo−. Esa maldita traducción de Inglés me dejó
destrozada.
Los ojos de Alberto brillaron
fugazmente.
−Bueno, ya descansaremos en el
Valle.
−Sí, ya descansaremos como se debe –dijo
Emilia; y acto seguido, tomó uno de los sándwiches servidos, lo apretó con sus
dedos contra el plato y se lo llevó a la boca.
En primera instancia, Emilia se
detuvo luego de darle la primera mascada, quedando con una extraña expresión de
duda en el rostro; pero luego de
proseguir con la segunda, la tercera, la cuarta, sonrío con sinceridad y dijo:
−¡Sándwich de queso con trozos de
ajo, mi favorito! –arrugando el semblante, contenta a más no poder, y
terminando por darle un pequeño beso en la cara a Alberto−. ¡Por eso me encanta
tener un pololo como tú! –y le volvió a dar otro beso.
Alberto se sonrojó, agachó la cabeza
y aguantó un fugaz acceso de risa que podía haberlo arruinado todo mientras
apreciaba lo bien cortadas que le habían quedado las uñas de los pies.
−No te preocupes, amor, por ti haría
cualquier cosa.