Cuento #46: La chica perfecta



Carlos siempre hacía el mismo recorrido al trotar por la playa: cuando llegaba a su extremo iluminado, se devolvía inmediatamente hasta la parte más oscura de ésta, cuando el crepúsculo daba paso a la noche y la gente se marchaba en sus autos para volver al ambiente cálido de sus hogares; llevaba dos años haciéndolo, y la parte final del ejercicio era su favorita: entre las sombras se sentía corriendo en la nada, sin nada ni nadie que pudiera perturbarlo; la oscuridad le hacía sentir invisible, ligero, limpio. Era como correr a ciegas.
            Fue por eso mismo que no se percató que uno de sus pies chocaba contra algo, haciéndole tropezar violentamente sobre la arena; Carlos soltó un insulto y rodó sintiendo un fuerte dolor en su pie golpeado. Luego de analizar mentalmente el daño en el lugar afectado, se dio cuenta que lo que le había impactado había sido menos duro que una piedra, pero más dañino que un montón compacto de arena. Entonces sacó el celular de su bolsillo y alumbró donde podía estar aquello que lo había derribado. Al principio vio sólo arena y unas cuantas conchas incrustadas en ella; sin embargo, al cabo de unos segundos, tuvo delante suyo el cuerpo recostado de una joven muchacha de unos veintitrés años (dos menos que él), con el pelo negro y ondulado, la tez blanca (azulada por la luz del celular) y lentes de marco grueso a punto de caérsele del ángulo de su rostro, ahí, donde probablemente su pie había tropezado. Carlos no tuvo que acercársele y tomar su pulso para darse cuenta que estaba muerta: la lengua le caía afuera, y sus ojos brillaban vacíos, reflejando las titilantes estrellas de la noche.
            En un principio, Carlos no supo si llevar el cuerpo de la chica ante las autoridades y dar aviso de su descubrimiento, o si dejarla ahí hasta que alguien más se topara con ella y se involucrara en los problemas propios de su hallazgo.  
−Tranquilízate, Carlos, tranquilízate –murmuró en voz baja, tratando de no dejar que la ansiedad lo manipulara; respiró hondo y exhaló al menos unas tres veces, pensando en que, a pesar de todo, no podía dejar ahí, a la intemperie, el cadáver de esa pobre chica, quizá asaltada, quizá raptada, quizá violada, con padres preocupándose por su paradero, con un probable asesino suelto por ahí, en las calles de la ciudad.
Entonces la tomó con cuidado por las axilas (sintiéndola fría y pesada) y la acarreó así todo el largo tramo que lo separaba de su auto estacionado. Para cuando llegó ahí, la noche se había cerrado casi por completo y no quedaba nadie más en la playa, lo cual fue todo un alivio. La sentó en el asiento del copiloto (chocando su cabeza contra el marco de la puerta, de casualidad) y le puso el cinturón de seguridad para evitar que su cara se estrellara de lleno contra el salpicadero; una vez hubo finalizada su acción, Carlos se sentó en su puesto y miró a la chica que tenía al lado, fijándose mejor en sus rasgos gracias a la potente luz del interior de su vehículo: podía notar las pecas en sus mejillas, sus labios gruesos, partidos y amoratados, sus ojos vidriosos tras el cristal de los lentes, su piel blanca y golpeada… Carlos se acercó a ella y puso sus dedos índice y corazón en su cuello, tratando de encontrarle algún signo vital, pero como tanto temía, la chica estaba efectivamente muerta.
−¿Quién habrá sido el hijo de perra que te hizo esto? –le dijo, sin esperar una respuesta, sintiéndose terrible por todo lo que estaba viviendo. Acto seguido, encendió el motor del auto y se alejó de ahí, tomando la ruta principal al centro de la ciudad.
Mientras el vehículo avanzaba por las calles, Carlos no dejaba de mirar hacia el lugar del copiloto, tomando a la chica de lentes cada vez que frenaba, o cada vez que veía que algo le colgaba de la cara, deteniéndose para meterle su lengua fláccida dentro de su boca con cuidado. Estuvo así un buen rato, manejando con sumo cuidado, hasta que se encontró con una de las comisarías que buscaba; se detuvo, sin apagar el motor, y se quedó pensativo. Volvió a mirar el rostro de la chica a su lado, fijándose en sus pecas, en sus labios, en el bretel de color rojo que sobresalía de su blanco hombro; volvió a respirar hondo, exhalando sin dejar de seguir su propio compás, y se calmó. Entonces pensó que quizá no fuera necesario entregar el cuerpo de inmediato a las autoridades; pensó que tal vez aquel trámite podía esperar un poco, quizá una noche, quizá un día entero, y volvió a echar andar el auto en dirección a su casa, teniendo los mismos cuidados de siempre con su copiloto.
Al llegar a ella, bajó a la chica abriéndole la puerta de su lado, y una vez dentro, la ubicó en la cabecera de la mesa del comedor, tratando de acomodarla lo mejor posible. Prendió dos velas antes de apagar las luces y sumir la estancia entera en la penumbra y sacar del refrigerador un bowl lleno de ensalada; luego sacó dos platos hondos de uno de los muebles y repartió la comida entre ambos, dejándolos igualados. Puso uno de ellos delante de la chica y se puso a comer frente a ella, tratando de aplacar con zanahorias, betarragas, lechugas y tomates el hambre que sentía en ese momento.
−¿Sabes? –dijo Carlos−, son pocas las chicas que comen sin hablar o fastidiar; de hecho, hoy en día es muy difícil verlas echándose cosas a la boca sin estar metidas en sus celulares o hablando de cualquier porquería que vieron en la tele la noche anterior –La chica continuaba estática en su asiento, con la boca entreabierta y sus ojos brillando vacíos−. No sé qué les pasa ahora a las mujeres; es como si se creyeran mejores que nosotros –Carlos hizo una pausa, dejando su tenedor a un lado−. No es que te esté piropeando, o algo así, sólo te estoy diciendo lo que pienso; porque tú eres todo lo contrario: eres como el tipo de persona que… −Carraspeó antes de continuar−. Eres como el tipo de persona que me gusta: eres bonita, pareces lista, comes tranquilamente, no pasas metida en el celular ni hablas de porquerías con la boca llena –Carlos la miró fijamente−. No sé, tienes algo que me gusta, que me atrae muchísimo –Acercó su rostro al de ella; podía notar sus encías moradas, sus músculos endurecidos, un extraño olor que provenía desde su interior−. ¿Y si te digo que quiero acostarme contigo? –Volvió a acercarse un poco más−. Si te digo eso, ¿me dirías que sí?; ¿te gustaría acostarte conmigo?
La chica de lentes movió lentamente su cabeza (todo lo rápido que sus músculos le permitían), asintiendo. Carlos sólo le ayudó a levantarse.