El
otorrino, luego de revisar la oreja del joven, dijo algo asqueado:
−Nunca había visto un oído tan sucio en mi vida.
−¿En serio,
doctor?
−En serio.
Antonio no pudo evitar sentirse algo
avergonzado por el comentario.
−¿Eso es muy malo? –preguntó.
−No tanto;
pero tendremos que hacer un esfuerzo mucho mayor para limpiarte –Y dicho esto,
el otorrino le indicó una enorme máquina ubicada a su espalda: contaba con una
cómoda silla reclinable y un aparato gigantesco y cilíndrico de punta delgada,
perfectamente adaptable al oído de una persona común y corriente. Antonio
sintió un leve hormigueo en el estómago al pensar si el proceso de limpiado le
dolería o no−. Por favor, siéntate acá.
Antonio
tragó saliva y le hizo caso, haciendo un breve movimiento de cabeza.
−Esto no te
va a doler, chico.
−¿Sabía
usted que ya no le creo a los doctores cuando dicen que algo no va a doler?
El otorrino
rio ligeramente, sin dejar de sonreír.
−¡Ya lo había
escuchado! De todas maneras, esta vez te estoy diciendo la verdad. Sólo te va a
causar una leve molestia, nada más.
−Está bien.
El joven se
acomodó en el asiento mientras el otorrino prendía el aparato y accionaba
algunos de sus botones.
−Bueno,
aquí vamos –dijo el último al momento de ajustar la punta de la máquina en su
oído−. Trata de no moverte mucho, ¿okey?
−Okey.
La audición
de Antonio se fue apagando lentamente a medida que el objeto en cuestión se iba
adentrando más y más en su oreja. El muchacho no llegó a sentir nada hasta que
tras una breve vibración, la máquina fue echada a andar, provocándole una
perturbadora sensación de succión dentro de su cabeza.
−¡Auchhhh…!
−Debes
calmarte, chico; es la única manera para poder limpiar toda esa mugre que
tienes adentro.
Antonio
apretó sus dientes y manos, aferrándose fuertemente de los posa brazos de la
silla.
−Tranquilo,
tranquilo –repetía el otorrino, internando más y más la punta cilíndrica del
aparato−. Trata de no moverte.
Antonio
quiso decirle que hacía lo mejor que podía, pero la sensación de succión le estaba
sobrepasando; era como si literalmente le estuvieran aspirando el cerebro.
−Aquí viene
un trozo –anunció el otorrino, manipulando la máquina con ambas manos−. Parece
que es grande…, muy grande… Espera… ¿Qué…, qué es esto?
La voz del
hombre había cambiado: de tener esa cadencia propia de una persona que cree
saberlo todo, pasó a tener una propia de alguien que no sabe qué rayos está
sucediendo frente a sus ojos.
−¿Qué…, qué
mierda?
−¿Qué… qué
pasa, doctor? –Antonio, nervioso, quería saber de qué se trataba todo el
asunto; pero su ubicación le impedía ver qué era lo que tenía tan asustado al
hombre que lo atendía.
−¡No…, no…!
De pronto,
el otorrino apareció en su campo de visión, retrocediendo de espaldas,
completamente asustado; Antonio creyó ver una delgada mancha húmeda cayendo por
sus pantalones.
−¡No…, no…,
qué mierda…!
−¡¿Qué
pasa, doctor, qué pa…?! –Pero la respuesta a sus dudas apareció también frente
a sus ojos: arrastrándose en el piso, una forma viscosa y negra (parecida a una
enorme bola de barro) trataba de llegar hasta los lujosos zapatos del
otorrino−. ¡Mierda! –exclamó el joven, levantando inconscientemente sus pies
del suelo−. ¡Mierda, qué putamadre!
El otorrino
continuaba retrocediendo sin quitarle la vista a la cosa negra que se deslizaba
hacia él; lo hizo bien hasta que tropezó, cómo no, con su propio escritorio,
golpeándose duramente la espalda.
Por
desgracia, sólo bastó aquél pequeño error para que la cosa negra adoptara una
extraña forma más sólida, como si pudiera secarse a voluntad, y así atacar al
hombre directamente a la cara; los gritos del otorrino fueron duramente
acallados entre barboteos y sonidos de rotura de piel y carne, como si ésta
estuviera siendo mordida vorazmente por la criatura. Al cabo de unos cuantos segundos,
Antonio pudo presenciar, pálido y muerto de miedo, cómo un gran charco de
sangre se extendía bajo el cuerpo del hombre; no había duda que estaba muerto.
La cosa
negra, entonces, volteó su cuerpo lentamente hasta quedar frente a Antonio.
−¡Putamadre!
–chilló el chico al ver el verdadero aspecto de la cosa, sin poder moverse de
su asiento: tenía pliegues por los que se vislumbraban pequeños y filudos
dientes, mientras que en su parte superior parecía tener dos hoyuelos con el
aspecto de ojos; por cómo se agitaba, Antonio pudo concluir que ésta
respiraba−. ¡Putamadre, no me hagas nada!
No haré nada, Antonio, dijo una voz
dentro de su cabeza; el joven pensó en un principio que se había vuelto loco, o
que estaba viviendo los efectos colaterales de la limpieza de oídos que jamás
llegaría a disfrutar. Sin embargo, la frase se volvió a repetir: no haré nada, no tonto.
Al ver que
la cosa negra volvía a adaptar su primera forma (de aspecto más maleable que la
segunda), dejando de lado la agresividad con la que había atacado al otorrino,
Antonio se permitió relajarse un poco y así quitarse la punta cilíndrica de su
oído, provocándose un gran dolor ahí dentro.
Antonio, no temas. Ser parte tuya. Tú dado vida.
–¿Cómo…?
Tú diste vida. Ser parte tuya. Tú, amo.
–Pero…,
¿cómo?
Así ha sido.
Antonio se
quedó mirando la cosa negra; ahora que se encontraba más cerca suyo, podía
sentir su fétido olor a descomposición; pensó entonces en que toda esa mierda,
ahora con vida, había estado dentro suyo, y había salido literalmente por su
oído.
–¿Qué vamos
a hacer con este pobre tipo? –preguntó el joven, mirando algo asqueado al
otorrino y su cara destrozada–. ¿Por qué lo mataste?
Sentí impulso. No pude evitarlo, dijo la
cosa negra, adoptando una extraña forma achatada; era como cuando un perro
sentía culpa y agachaba las orejas, sumiso.
–No
importa, no importa –Antonio miraba a todos lados–. Ahora hay que pensar cómo
vamos a salir de acá sin que nos vean.
La cosa
negra se quedó estática un buen momento, mientras que del otro lado de la sala
se escuchaba el transitar de otros pacientes y enfermeras del recinto.
Confía en mí, dijo la cosa por fin. Y
habiendo mandado aquél mensaje telepático, comenzó a solidificarse con nueva
fuerza, frunciendo cada uno de sus pliegues. Entonces Antonio empezó a
presenciar, asombrado, cómo se iban materializando tras su espalda lo que en un
principio parecían ser antenas. Sin embargo, luego de que pasara más tiempo, el
joven pudo darse cuenta que éstas consideraban seguir creciendo,
desarrollándose, expandiendo toda la materia asquerosa de la cual estaban
hechas. Hasta que después de todo su esfuerzo, la cosa negra consiguió lo que
pretendía: Antonio vio deslumbrado cómo éstas se transformaban en dos gruesas y
malformadas alas. Ahora salir volando.
El joven
tragó saliva al darse cuenta que para poder salir de esa consulta, debía
confiar en (y tocar, en el peor de los casos, a) esa cosa negra anti natura.
–¿Y ahora
qué?
Aférrate mí. Sacarte de acá. Y dicho
esto, la cosa se arrastró con aire paciente hasta la ventana de la consulta; así
Antonio reparó en el plan que ésta quería seguir. Abre. Abre.
El
joven pasó por sobre el cadáver del otorrino y le hizo caso a la cosa negra;
del otro lado del marco llegaba un viento fuerte e invernal.
–¿Piensas
volar desde acá? –le preguntó Antonio, observando la caída libre desde el
octavo piso en el que se encontraban. Si fallaban, cosa que parecía poder
ocurrir con más probabilidad que la salvación, su cuerpo quedaría tan pegado al
suelo, que tendrían que sacarlo de ahí con una pala–. ¿En serio piensas
hacerlo?
Confía, Antonio. Confía.
La
cosa negra volvió a endurecerse más, llegando a crecer un poco, solidificando
aún más sus oscuras y hediondas alas. Entonces, sin que Antonio pudiera llegar
a creerlo, la cosa empezó a batirlas y elevarse por unos cuantos centímetros de
donde estaba.
Aférrate.
–¿De dónde?
–Antonio no podía creer que estuviera haciéndole caso a un montón de cerumen
con vida que pesaba hasta mucho menos que su doble de peso.
Aquí. De la parte trasera de la cosa
negra surgieron lo que parecían ser otras antenas, pero luego de pensarlo
mejor, Antonio supo que éstas eran lo más parecido a lo que la criatura pudiera
llegar a llamar pies. Confía.
Antonio
tomó aire, y luego de echarle una breve mirada a la sala ahora vacía (la silla
abandonada, la máquina funcionando en estado de espera y el otorrino muerto, manchado con su propia sangre),
decidió que era eso, huir de ahí aferrado a la cosa negra, o ser culpado de un
insólito crimen jamás cometido.
–Bueno,
vamos.
El joven
tomó los pies de la criatura, sintiendo el horrible tacto del cerumen
fuertemente solidificado entre sus manos, y se levantó hasta quedar de pie
sobre el alféizar de la ventana. Ahí volvió a respirar hondo.
No preocupes. Confía.
La cosa
negra volvió a batir sus alas con más fuerza hasta elevarse nuevamente,
aguantando, sorprendentemente, todo el peso de su amo.
–¡Oh,
sííííí! –gritó el joven, alzándose por los aires. No podía creerlo: estaba
volando. ¡Estaba volando!
Confía, Antonio, confía.
La cosa siguió
ascendiendo, hasta llegar al techo del recinto; ahí hacía un frío terrible.
¿Ir casa?
–¡Sí, ir a
casa! –le respondió Antonio, sonriendo mientras se volvía a alzar por los
aires.