Las Crónicas de Lago Ensueño #2: "Mí ser parte tuya"



El otorrino, luego de revisar la oreja del joven, dijo algo asqueado:
            −Nunca había visto un oído tan sucio en mi vida.
            −¿En serio, doctor?
            −En serio.
            Antonio no pudo evitar sentirse algo avergonzado por el comentario.
            −¿Eso es muy malo? –preguntó.
            −No tanto; pero tendremos que hacer un esfuerzo mucho mayor para limpiarte –Y dicho esto, el otorrino le indicó una enorme máquina ubicada a su espalda: contaba con una cómoda silla reclinable y un aparato gigantesco y cilíndrico de punta delgada, perfectamente adaptable al oído de una persona común y corriente. Antonio sintió un leve hormigueo en el estómago al pensar si el proceso de limpiado le dolería o no−. Por favor, siéntate acá.
            Antonio tragó saliva y le hizo caso, haciendo un breve movimiento de cabeza.
            −Esto no te va a doler, chico.
            −¿Sabía usted que ya no le creo a los doctores cuando dicen que algo no va a doler?
            El otorrino rio ligeramente, sin dejar de sonreír.
            −¡Ya lo había escuchado! De todas maneras, esta vez te estoy diciendo la verdad. Sólo te va a causar una leve molestia, nada más.
            −Está bien.
            El joven se acomodó en el asiento mientras el otorrino prendía el aparato y accionaba algunos de sus botones.
            −Bueno, aquí vamos –dijo el último al momento de ajustar la punta de la máquina en su oído−. Trata de no moverte mucho, ¿okey?
            −Okey.
            La audición de Antonio se fue apagando lentamente a medida que el objeto en cuestión se iba adentrando más y más en su oreja. El muchacho no llegó a sentir nada hasta que tras una breve vibración, la máquina fue echada a andar, provocándole una perturbadora sensación de succión dentro de su cabeza.
            −¡Auchhhh…!
            −Debes calmarte, chico; es la única manera para poder limpiar toda esa mugre que tienes adentro.
            Antonio apretó sus dientes y manos, aferrándose fuertemente de los posa brazos de la silla.
            −Tranquilo, tranquilo –repetía el otorrino, internando más y más la punta cilíndrica del aparato−. Trata de no moverte.
            Antonio quiso decirle que hacía lo mejor que podía, pero la sensación de succión le estaba sobrepasando; era como si literalmente le estuvieran aspirando el cerebro.
            −Aquí viene un trozo –anunció el otorrino, manipulando la máquina con ambas manos−. Parece que es grande…, muy grande… Espera… ¿Qué…, qué es esto?
            La voz del hombre había cambiado: de tener esa cadencia propia de una persona que cree saberlo todo, pasó a tener una propia de alguien que no sabe qué rayos está sucediendo frente a sus ojos.
            −¿Qué…, qué mierda?
            −¿Qué… qué pasa, doctor? –Antonio, nervioso, quería saber de qué se trataba todo el asunto; pero su ubicación le impedía ver qué era lo que tenía tan asustado al hombre que lo atendía.
            −¡No…, no…!
            De pronto, el otorrino apareció en su campo de visión, retrocediendo de espaldas, completamente asustado; Antonio creyó ver una delgada mancha húmeda cayendo por sus pantalones.
            −¡No…, no…, qué mierda…!
            −¡¿Qué pasa, doctor, qué pa…?! –Pero la respuesta a sus dudas apareció también frente a sus ojos: arrastrándose en el piso, una forma viscosa y negra (parecida a una enorme bola de barro) trataba de llegar hasta los lujosos zapatos del otorrino−. ¡Mierda! –exclamó el joven, levantando inconscientemente sus pies del suelo−. ¡Mierda, qué putamadre!
            El otorrino continuaba retrocediendo sin quitarle la vista a la cosa negra que se deslizaba hacia él; lo hizo bien hasta que tropezó, cómo no, con su propio escritorio, golpeándose duramente la espalda.
            Por desgracia, sólo bastó aquél pequeño error para que la cosa negra adoptara una extraña forma más sólida, como si pudiera secarse a voluntad, y así atacar al hombre directamente a la cara; los gritos del otorrino fueron duramente acallados entre barboteos y sonidos de rotura de piel y carne, como si ésta estuviera siendo mordida vorazmente por la criatura. Al cabo de unos cuantos segundos, Antonio pudo presenciar, pálido y muerto de miedo, cómo un gran charco de sangre se extendía bajo el cuerpo del hombre; no había duda que estaba muerto.
            La cosa negra, entonces, volteó su cuerpo lentamente hasta quedar frente a Antonio.
            −¡Putamadre! –chilló el chico al ver el verdadero aspecto de la cosa, sin poder moverse de su asiento: tenía pliegues por los que se vislumbraban pequeños y filudos dientes, mientras que en su parte superior parecía tener dos hoyuelos con el aspecto de ojos; por cómo se agitaba, Antonio pudo concluir que ésta respiraba−. ¡Putamadre, no me hagas nada!
            No haré nada, Antonio, dijo una voz dentro de su cabeza; el joven pensó en un principio que se había vuelto loco, o que estaba viviendo los efectos colaterales de la limpieza de oídos que jamás llegaría a disfrutar. Sin embargo, la frase se volvió a repetir: no haré nada, no tonto.
            Al ver que la cosa negra volvía a adaptar su primera forma (de aspecto más maleable que la segunda), dejando de lado la agresividad con la que había atacado al otorrino, Antonio se permitió relajarse un poco y así quitarse la punta cilíndrica de su oído, provocándose un gran dolor ahí dentro.
            Antonio, no temas. Ser parte tuya. Tú dado vida.
            –¿Cómo…?
            Tú diste vida. Ser parte tuya. Tú, amo.
            –Pero…, ¿cómo?
            Así ha sido.
            Antonio se quedó mirando la cosa negra; ahora que se encontraba más cerca suyo, podía sentir su fétido olor a descomposición; pensó entonces en que toda esa mierda, ahora con vida, había estado dentro suyo, y había salido literalmente por su oído.
            –¿Qué vamos a hacer con este pobre tipo? –preguntó el joven, mirando algo asqueado al otorrino y su cara destrozada–. ¿Por qué lo mataste?
            Sentí impulso. No pude evitarlo, dijo la cosa negra, adoptando una extraña forma achatada; era como cuando un perro sentía culpa y agachaba las orejas, sumiso.
            –No importa, no importa –Antonio miraba a todos lados–. Ahora hay que pensar cómo vamos a salir de acá sin que nos vean.
            La cosa negra se quedó estática un buen momento, mientras que del otro lado de la sala se escuchaba el transitar de otros pacientes y enfermeras del recinto.
            Confía en mí, dijo la cosa por fin. Y habiendo mandado aquél mensaje telepático, comenzó a solidificarse con nueva fuerza, frunciendo cada uno de sus pliegues. Entonces Antonio empezó a presenciar, asombrado, cómo se iban materializando tras su espalda lo que en un principio parecían ser antenas. Sin embargo, luego de que pasara más tiempo, el joven pudo darse cuenta que éstas consideraban seguir creciendo, desarrollándose, expandiendo toda la materia asquerosa de la cual estaban hechas. Hasta que después de todo su esfuerzo, la cosa negra consiguió lo que pretendía: Antonio vio deslumbrado cómo éstas se transformaban en dos gruesas y malformadas alas. Ahora salir volando.
            El joven tragó saliva al darse cuenta que para poder salir de esa consulta, debía confiar en (y tocar, en el peor de los casos, a) esa cosa negra anti natura.
            –¿Y ahora qué?
            Aférrate mí. Sacarte de acá. Y dicho esto, la cosa se arrastró con aire paciente hasta la ventana de la consulta; así Antonio reparó en el plan que ésta quería seguir. Abre. Abre.
            El joven pasó por sobre el cadáver del otorrino y le hizo caso a la cosa negra; del otro lado del marco llegaba un viento fuerte e invernal.
            –¿Piensas volar desde acá? –le preguntó Antonio, observando la caída libre desde el octavo piso en el que se encontraban. Si fallaban, cosa que parecía poder ocurrir con más probabilidad que la salvación, su cuerpo quedaría tan pegado al suelo, que tendrían que sacarlo de ahí con una pala–. ¿En serio piensas hacerlo?
            Confía, Antonio. Confía.
            La cosa negra volvió a endurecerse más, llegando a crecer un poco, solidificando aún más sus oscuras y hediondas alas. Entonces, sin que Antonio pudiera llegar a creerlo, la cosa empezó a batirlas y elevarse por unos cuantos centímetros de donde estaba.
            Aférrate.
            –¿De dónde? –Antonio no podía creer que estuviera haciéndole caso a un montón de cerumen con vida que pesaba hasta mucho menos que su doble de peso.
            Aquí. De la parte trasera de la cosa negra surgieron lo que parecían ser otras antenas, pero luego de pensarlo mejor, Antonio supo que éstas eran lo más parecido a lo que la criatura pudiera llegar a llamar pies. Confía.
            Antonio tomó aire, y luego de echarle una breve mirada a la sala ahora vacía (la silla abandonada, la máquina funcionando en estado de espera y el otorrino muerto, manchado con su propia sangre), decidió que era eso, huir de ahí aferrado a la cosa negra, o ser culpado de un insólito crimen jamás cometido.
            –Bueno, vamos.
            El joven tomó los pies de la criatura, sintiendo el horrible tacto del cerumen fuertemente solidificado entre sus manos, y se levantó hasta quedar de pie sobre el alféizar de la ventana. Ahí volvió a respirar hondo.
            No preocupes. Confía.
            La cosa negra volvió a batir sus alas con más fuerza hasta elevarse nuevamente, aguantando, sorprendentemente, todo el peso de su amo.
            –¡Oh, sííííí! –gritó el joven, alzándose por los aires. No podía creerlo: estaba volando. ¡Estaba volando!
            Confía, Antonio, confía.
            La cosa siguió ascendiendo, hasta llegar al techo del recinto; ahí hacía un frío terrible.
            ¿Ir casa?
            –¡Sí, ir a casa! –le respondió Antonio, sonriendo mientras se volvía a alzar por los aires.