Antes de tener el hígado hecho
mierda, bebía mucho. Fueron pocas las veces en que me rehusé a tomar algo, y no
fue precisamente porque tuviera una prueba al otro día, un viaje familiar en dos
horas más, o el velorio de alguna persona querida o cercana al que tuviera que
asistir. No. Pero cuando lo hice por primera vez, me dijeron maraco,
chupapicos, cabezón conchetumare, maraco culiao’, cabezón re culiao’,
homosexual, entre otras cosas. ¿Cómo podía rechazar un trago tan rico y
vitamínico como el vodka con jugo light de naranja, cuya naranja tenía más
vitaminas incluso que la real, cuando ya no quedaba más copete sobre la faz de
nuestra irregular y cuadrada Tierra? “Porque tiene el mismo sabor que la zorra pelúa de la
hermana del Pedro”, dije. Todos se quedaron callados, atónitos, con cara de
borrachos. Pensé: “ah, la cagué”, sabiendo que no opondría resistencia a la
violencia, ya se viera materializada ésta en un combo en la cara o una patada
en los testículos. Lo seguí pensando medio nervioso hasta que alguien, no sé
quién, comenzó a reírse. Entonces todo por fin se distendió y se transformó en
algo bonito y luminoso. Vi cómo todos reían. ¡Todos reían como nunca antes los
hubiera visto! ¡Qué alegría! Sin embargo, también vi cómo varios se relamieron
los labios, recordando, probablemente, el sabor de aquella vagina infame,
asquerosa, pasada a vodka con jugo de naranja rancio que tanto daño nos había
hecho a todos nosotros. Ellos habían pasado la prueba, merecedores de los
griales de barata cristalería en que bebían sus vodkas. Los miré resentido,
casi dolido. Sólo dije: “ya, güeón, sírveme”.