Largo camino a la ruina #46: Un mensaje para el rector de la universidad

El Julián se nos acercó apenas nos vio. Eran eso de las nueve de la mañana y venía con una extraña sonrisa en el rostro, muy distinta de todas las caras de culo que teníamos la mayoría de los del curso por haber dormido un carajo la noche anterior; o sea, de tener la cara de culo, el Julián la tenía, pero su expresión fuera de lugar fue la que nos hizo saber que se traía algo entre manos, o bien ya lo había hecho y ahora quería contarnos de qué iba el asunto.
            El Julián nos saludó y, bajando el volumen de su voz para que los demás (los que rara vez se unían a nuestras conversaciones) no escucharan, nos instó a que le siguiéramos hasta unas bancas ubicadas en el otro patio del campus. Con mis compañeros nos miramos, nos alzamos de hombros y lo seguimos. Aún faltaban unos cuantos minutos para que la siguiente clase comenzara.
            Nos sentamos en el pasto (mojándonos las nalgas con su rocío matutino) y el Julián se animó a contarnos de inmediato lo que tenía en mente.
            −¿Se acuerdan que ayer tuve que dar una prueba atrasada con el Chascón Pérez en la tarde? –preguntó él. Todos replicamos afirmativamente−. Ya po’, como el culia’o no tenía clase’, lo tuve que ir a buscar a una reunión en la Casa Central.
            Cuando nombró la Casa Central, el edificio donde se ubicaban casi todas las oficinas administrativas de la universidad, dirigí mi vista de manera instintiva a mi derecha: ahí, a unos cuantos metros nuestro, se hallaba la estructura en cuestión, con su fachada luciendo aún unas cuantas manchas de pintura de la última protesta convocada por el Centro de Estudiantes.
            −No tenía ni puta idea de dónde chucha podía estar este viejo culia’o –prosiguió el Julián−, por lo que me demoré un buen rato en dar con la sala de la reunión y la güeá. Y cachen que cuando llegué, los culia’os seguían hablando puras güeás, sobre qué hacer con la plata aquí y allá y cosa’ así. La secretaria que estaba afuera me dijo que la gente adentro se iba a demorar un poco en la reunión, así que si quería podía ir por ahí a esperarlos, y yo quedé terrible pica’o.
            −Sí po’, viejo culia’o –afirmó el Miguel−, cómo te hace ir a una hora si después el culia’o te deja esperando y güeá.
            −La güeá es que no tenía ná’ que hacer –dijo el Julián−. Ustedes se habían ido ya y en el campus no había nadie de la carrera, así que me quedé dando vueltas por los pasillos de la Casa Central como un gil mientras rumiaba mi rabia.
            »Nunca pensé que esa güeá de edificio fuera tan grande: hay como cinco baños por piso, todos con los dispensadores de jabón líquido y papel higiénico en buen estado y rellenados, las oficinas son terrible lujosas y se nota que tienen calefacción de la buena (porque acá afuera hacía un frío de mierda y adentro el ambiente estaba súper caldeado), ni comparado con las porquerías que nos dan y ofrecen. ¡El otro día no tuve con qué limpiarme la mierda que me quedó pegá’ en lo’ dedos por no tener papel después de cagar! ¡Es un abuso, contando que estudiar en esta basura nos significa millones! Deberíamos tener un mejor trato, ¿no?
            »La güeá es que de tanto dar vueltas por los pisos, encontré la oficina del rector al final de un pasillo; y a que no adivinan qué pasó después.
            −La puerta tenía las llaves puestas o estaba entornada, ¿no? –aventuró el Gustavo.
            −¡Exacto! –exclamó el Julián, sonriendo−. La puerta de la oficina estaba entreabierta, así que me percaté de que no hubiera nadie mirando (me acordé de que la mayoría de las personas estaban en la reunión celebrada pisos abajo) y entré asegurándome que tampoco hubiera nadie adentro. ¡Y, loco, apenas pisé esa güeá, me di cuenta que el conchesumadre del rector está viviendo la gran vida a cuesta de nuestras deudas: tenía entre sus güeás un recipiente lleno de tés carísimos, libros de edición limitada cubriendo la mayoría de los estantes, un computador último modelo, un abrigo que estoy seguro sale más de cien lucas y lo que parecía una colección de lentes oscuros Ray-Ban dentro de uno los cajones de su escritorio!
»Todo esto, sumado a que estaba harto de tener que esperar al otro viejo culia’o para dar mi prueba, hizo que la rabia me hirviera como lava; pero exploté de verdad cuando me di cuenta que este viejo conchesumadre tenía su propio baño en su propia oficina. ¡Su propio baño!, ¿pueden creerlo?
            −¡Ya, ¿en serio?! –dije incrédulo−. ¡Viejo culia’o!
            −¡Hijo de la perra! –dijo el Gustavo−. Claro, mientras nosotros tenemos que cagar prácticamente de pie en nuestro’ baños.
            −Sí po’, pensé esa misma güeá –declaró el Julián−. Me dio más rabia que la chucha cachar que este viejo maricón tiene un baño solo para él, un gasto totalmente innecesario, mientras nosotros por poco que contraemos gonorrea cada vez que nos sentamos en esas tazas de mierda cuando vamos a cagar.  
            »Así que aprovechando que no había nadie y que tenía el estómago más podrido que la chucha (el almuerzo del casino ayer estuvo cuáticamente rancio), me subí al lavamanos de su cagá de baño y les juro que tuve la misma sensación de haber despedido una bomba nuclear por el culo: la güeá quedó manchada entera, con caca salpicada por las paredes y el espejo, todo chorreante.  
»Cuando me bajé de ahí y contemplé mi obra, me sentí más satisfecho que la cresta. Pensé en que al fin le había dado en la madre al rector hijo de puta después de todas esas dadas de madre a nosotros durante estos años. Después tomé el papel higiénico (descubriendo que además era de doble hoja suave, ni comparado con la lija que rara vez hay en nuestros baños), me limpié el culo y le dediqué un breve mensaje. Le escribí: “rector, hijo de la perra”, con caca.
Julián parecía muy orgulloso de su acto. El Gustavo y el Miguel se rieron al respecto, felices de saber que el rector al fin había recibido su merecido. Yo pensé algo similar; incluso llegué a esbozar una leve sonrisa divertida; pero no pude evitar recordar (o más bien ser consciente) que si bien el rector recibió una sorpresa enorme (y bastante desagradable) al entrar a su baño personal esa misma tarde, no era él quien tendría que mamarse la limpieza de su metro cuadrado, sino que con toda seguridad tendría que hacerlo una de las cascadas mujeres encargadas del aseo del campus, cosa que me llenó de angustia y rabia. Pero no hacia el Julián (que lo único que quiso fue demostrarle al rector que todos sus lujos innecesarios le parecían una mierda, cuando quienes pagábamos por estudiar recibíamos un trato muy distinto del que él promulgaba por ahí, en reuniones y artículos de prensa), sino que hacia él, por ser un hijo de puta con tanto dinero y poder, que podía tener súbditos (personas necesitadas de un trabajo, no importaba si era mal remunerado) capaces de limpiar con sus propias manos los mensajes de odio dirigidos a su persona…, mensajes que, dicho sea de paso, buscaban afirmar y criticar esa brecha que él había abierto entre su clase superiora y la nuestra, la de pequeños estudiantes y trabajadores pobres y llenos de sueños.
Obviamente no quise darles a conocer mi punto de vista sobre esta ironía a los demás, puesto que no quería adentrarme en una discusión arenosa con ellos sobre principios básicos de valores y tal, pero quedé con la sensación de que cuando se trata de explotar nuestra rabia interna, no tenemos muy claro cómo hacerlo, terminando siempre por arruinarlo todo; y claro, no solamente eso: además está el poder y el dinero por sobre todas las cosas, capaces de transformar un acto revolucionario en odio parido contra la revolución misma. El dinero (el que le da poder a las personas) es al final de cuentas el gran engrane que termina por desintegrarlo todo, sin lugar a dudas. El dinero es Dios, es el credo, es nuestra religión.

Minutos después, cuando nos levantamos para dirigirnos a la siguiente clase, pasamos justamente al lado de una de las auxiliares ya mayores con un carro lleno de traperos y artículos de aseo, de seguro rumbo a uno de los baños del patio que acabábamos de abandonar. Ni el Julián ni el Gustavo ni el Miguel se percataron de su presencia, pero yo sí, y debo admitir que aunque no tuve la culpa de lo sucedido en el baño del rector, me sentí avergonzado de mirarla siquiera. Tenía una expresión abatida y contrariada, como si ese día hubiera despertado con el pie izquierdo o hubiera tenido mala noche. No se me quitó la idea de que ella fue quien limpió el desastre de la pared del baño del rector en todo lo que siguió del día.