Antes de terminar conmigo y
no verla nunca más, mi última polola me dijo (con rabia) que debía empezar a
ser más empático con el mundo, que dejara de pensar solo en mí y me diera
cuenta que con mi actuar, muchas veces le hacía daño a otras personas. En un
principio no lo entendí muy bien, pero luego de un tiempo y leer mucho al
respecto, me di cuenta que era verdad, que no estaba pensando siempre en las
consecuencias de mis actos para con la gente que me rodeaba.
Fue desde ese
momento que he tratado de ser lo mejor hombre posible: evadiendo las mentiras,
el prejuicio, el robo a la propiedad de mis pares y la integridad de mis
queridos; es una tarea en extremo difícil, puesto que nuestras costumbres
arraigadas siempre van a llevarnos a competir y dinamitar al otro con tal de
alcanzar nuestros sueños e ideales (porque así, después de todo, es como nos
han educado).
Sin embargo, la
idea de empatía comenzó a enraizarse fuertemente dentro de mí de manera
silenciosa; tanto así, que llegó un punto en el que empecé a mirar a las demás
personas en la calle y preguntarme (sacando mis propias conclusiones) cómo
llevaban la vida que les había tocado.
No es difícil
ver en la ciudad gente con autos nuevos, bonitos y lujosos, o personas hablando
por sus celulares con aire importante, vestidos de terno y corbata, como si
nada malo ocurriera en el mundo; claro, es entendible: quien trabaja duro,
puede verse en el derecho de tener y pensar lo que sea, ¿no? No obstante, no
demoré mucho en ver que al pasar aquellos autos por la calzada, quedaban al
descubierto del otro lado niños pidiendo limosnas, discapacitados necesitados
de ayuda y ancianos muertos de frío vendiendo pastillas y pañuelos desechables
con las últimas de sus energías.
Entonces lo
comprendí.
¿Cómo podía
estar sentado ahí, triste por el quiebre con mi polola, si había gente mucho
peor que yo? Me di cuenta así que me estaba ahogando en un vaso de agua: porque
realmente no me falta nada para poder subsistir, pensé; tengo un techo, comida
y la posibilidad que mis necesidades básicas sean satisfechas como lo indican
las máximas de los derechos civiles de la mayoría del mundo; ¿cómo mierda podía
estarme ahogando en un vaso de agua?
Y así empecé a
ponerme en los zapatos del otro. No podía creer que niños, que deberían estar
aprendiendo y educándose, estuvieran ahí, pidiendo monedas; o que
discapacitados, fuera de todo lo malo que les había tocado vivir, tuvieran que
pedir ayuda porque los demás se la negaban; o peor aún: que ancianos que han
trabajado toda una vida a pulso, de sol a sol, tuvieran que pasar el día entero
vendiendo en la calle muertos de frío, con el temor que los Carabineros, el
cuerpo encargado de la seguridad ciudadana, les quitara sus cosas o los metiera
presos todo por culpa de las famosas AFPs que se han apoderado de todo el
dinero ahorrado en sus vidas.
Consternado, me
pregunté que cómo era posible que todo esto ocurriera y nadie pensara nada al
respecto.
Cuando mi ex me
dijo que fuera empático, no dudé en revisar un montón de definiciones y
acepciones en diccionarios e Internet, además de preguntarle a distintas
personas qué pensaban al respecto, quienes no dudaron en decir que ellas eran
un claro ejemplo de empatía: porque ayudaban con las cosas de la casa a sus padres,
le daban comida a gatitos y perros abandonados en parques, o porque le daban
cien pesos a la ciega de la esquina todos los lunes rumbo a la oficina. Y es
fácil creérselo: hay tanta gente diciendo por ahí que es empática haciendo las
cosas de esta manera, que hasta es normal interiorizarlo y entender que es
cierto, que eso es ser empático; sin embargo, ninguno de ellos pensó en ningún
momento en las familias que no tienen qué comer ni cómo salir adelante, ni en
esos jefes de familia que ya no pueden ni dormir agobiados por las deudas, ni
en que el suelo mínimo (que ya no alcanza ni siquiera para mediados de mes) es
una real burla para quienes se desviven trabajando a diario; no, ni siquiera
piensan en que es un derecho constitucional la educación gratuita y de calidad,
que la salud no es solo un bien para los ricos y que el protestar cuando las
cosas están mal, es el análogo más cercano a llorar cuando alguien sufre mucho
dolor. Y pensar que todos ellos me hablaron de empatía con el pecho inflado,
seguros que seguían la definición al pie de la letra…
Nadie realmente
se pone en los zapatos del otro: empatía no es sólo llorar porque el otro
llora, o reír porque el otro ríe. Empatía es pensar en las penurias de los
demás, en la desesperación que sienten a diario al no poder hacer nada contra
la gran rueda que los consume y aniquila como al más abusado de los animales de
carga.
Si no entiende
de lo que hablo, saque doscientos treinta mil pesos ($230.000) de su
exorbitante sueldo y trate de vivir un mes con ello, incluyendo los gastos de
al menos unos tres hijos y tomando en cuenta que las enfermedades cada vez son
más frecuentes y la comida más y más cara. Si no cree lo que le digo, eso, al
final de cuentas, es ser empático.
Así que en vez
de echar abajo los sueños y las luchas de muchos, mejor deje de llenarse la
boca y sea empático de verdad: póngase en el lugar de esa anciana con sus
articulaciones deterioradas y que no gana más de ocho mil pesos ($8.000) al día
(cosa que en este país no alcanza para nada), o en los pantalones de ese hombre
que trabaja todos los días por un sueldo miserable, o de ese hijo que quiere
salvar de la pobreza a su familia, pero no puede porque estudiar parece ser un
privilegio sólo para los con mucho dinero.
La empatía,
dicen, es la virtud humana con la que todos nacen, pero la primera que se ve
ennegrecida por el mundo tal y lo conocemos. Por eso siémbrela, riéguela y
luego coséchala; porque con ella será la única forma de salvarnos del oscuro
futuro que nos queda por delante.