Historia #108: La empatía



Antes de terminar conmigo y no verla nunca más, mi última polola me dijo (con rabia) que debía empezar a ser más empático con el mundo, que dejara de pensar solo en mí y me diera cuenta que con mi actuar, muchas veces le hacía daño a otras personas. En un principio no lo entendí muy bien, pero luego de un tiempo y leer mucho al respecto, me di cuenta que era verdad, que no estaba pensando siempre en las consecuencias de mis actos para con la gente que me rodeaba.
Fue desde ese momento que he tratado de ser lo mejor hombre posible: evadiendo las mentiras, el prejuicio, el robo a la propiedad de mis pares y la integridad de mis queridos; es una tarea en extremo difícil, puesto que nuestras costumbres arraigadas siempre van a llevarnos a competir y dinamitar al otro con tal de alcanzar nuestros sueños e ideales (porque así, después de todo, es como nos han educado).
Sin embargo, la idea de empatía comenzó a enraizarse fuertemente dentro de mí de manera silenciosa; tanto así, que llegó un punto en el que empecé a mirar a las demás personas en la calle y preguntarme (sacando mis propias conclusiones) cómo llevaban la vida que les había tocado.
No es difícil ver en la ciudad gente con autos nuevos, bonitos y lujosos, o personas hablando por sus celulares con aire importante, vestidos de terno y corbata, como si nada malo ocurriera en el mundo; claro, es entendible: quien trabaja duro, puede verse en el derecho de tener y pensar lo que sea, ¿no? No obstante, no demoré mucho en ver que al pasar aquellos autos por la calzada, quedaban al descubierto del otro lado niños pidiendo limosnas, discapacitados necesitados de ayuda y ancianos muertos de frío vendiendo pastillas y pañuelos desechables con las últimas de sus energías.
Entonces lo comprendí.
¿Cómo podía estar sentado ahí, triste por el quiebre con mi polola, si había gente mucho peor que yo? Me di cuenta así que me estaba ahogando en un vaso de agua: porque realmente no me falta nada para poder subsistir, pensé; tengo un techo, comida y la posibilidad que mis necesidades básicas sean satisfechas como lo indican las máximas de los derechos civiles de la mayoría del mundo; ¿cómo mierda podía estarme ahogando en un vaso de agua?
Y así empecé a ponerme en los zapatos del otro. No podía creer que niños, que deberían estar aprendiendo y educándose, estuvieran ahí, pidiendo monedas; o que discapacitados, fuera de todo lo malo que les había tocado vivir, tuvieran que pedir ayuda porque los demás se la negaban; o peor aún: que ancianos que han trabajado toda una vida a pulso, de sol a sol, tuvieran que pasar el día entero vendiendo en la calle muertos de frío, con el temor que los Carabineros, el cuerpo encargado de la seguridad ciudadana, les quitara sus cosas o los metiera presos todo por culpa de las famosas AFPs que se han apoderado de todo el dinero ahorrado en sus vidas.
Consternado, me pregunté que cómo era posible que todo esto ocurriera y nadie pensara nada al respecto.
Cuando mi ex me dijo que fuera empático, no dudé en revisar un montón de definiciones y acepciones en diccionarios e Internet, además de preguntarle a distintas personas qué pensaban al respecto, quienes no dudaron en decir que ellas eran un claro ejemplo de empatía: porque ayudaban con las cosas de la casa a sus padres, le daban comida a gatitos y perros abandonados en parques, o porque le daban cien pesos a la ciega de la esquina todos los lunes rumbo a la oficina. Y es fácil creérselo: hay tanta gente diciendo por ahí que es empática haciendo las cosas de esta manera, que hasta es normal interiorizarlo y entender que es cierto, que eso es ser empático; sin embargo, ninguno de ellos pensó en ningún momento en las familias que no tienen qué comer ni cómo salir adelante, ni en esos jefes de familia que ya no pueden ni dormir agobiados por las deudas, ni en que el suelo mínimo (que ya no alcanza ni siquiera para mediados de mes) es una real burla para quienes se desviven trabajando a diario; no, ni siquiera piensan en que es un derecho constitucional la educación gratuita y de calidad, que la salud no es solo un bien para los ricos y que el protestar cuando las cosas están mal, es el análogo más cercano a llorar cuando alguien sufre mucho dolor. Y pensar que todos ellos me hablaron de empatía con el pecho inflado, seguros que seguían la definición al pie de la letra…
Nadie realmente se pone en los zapatos del otro: empatía no es sólo llorar porque el otro llora, o reír porque el otro ríe. Empatía es pensar en las penurias de los demás, en la desesperación que sienten a diario al no poder hacer nada contra la gran rueda que los consume y aniquila como al más abusado de los animales de carga.
Si no entiende de lo que hablo, saque doscientos treinta mil pesos ($230.000) de su exorbitante sueldo y trate de vivir un mes con ello, incluyendo los gastos de al menos unos tres hijos y tomando en cuenta que las enfermedades cada vez son más frecuentes y la comida más y más cara. Si no cree lo que le digo, eso, al final de cuentas, es ser empático.
Así que en vez de echar abajo los sueños y las luchas de muchos, mejor deje de llenarse la boca y sea empático de verdad: póngase en el lugar de esa anciana con sus articulaciones deterioradas y que no gana más de ocho mil pesos ($8.000) al día (cosa que en este país no alcanza para nada), o en los pantalones de ese hombre que trabaja todos los días por un sueldo miserable, o de ese hijo que quiere salvar de la pobreza a su familia, pero no puede porque estudiar parece ser un privilegio sólo para los con mucho dinero.
La empatía, dicen, es la virtud humana con la que todos nacen, pero la primera que se ve ennegrecida por el mundo tal y lo conocemos. Por eso siémbrela, riéguela y luego coséchala; porque con ella será la única forma de salvarnos del oscuro futuro que nos queda por delante.