Esperaba
a mi chica en aquella esquina, parado como un verdadero idiota, muerto de frío
y hambre. Pasaron diez, veinte, sesenta minutos, y no aparecía; el cielo se
volvió oscuro, la mayoría de los faroles se encendieron y de ella aún no sabía
nada.
Entonces se me acercó un chico de
mal aspecto, con el semblante duro y curtido, que no tardó en amenazarme con
una cuchilla.
−Pasa la plata, gil culiao’ −rezongó,
y yo me puse nervioso.
“Cagué”, me dije, y cuando estaba en
eso de entregar mis cosas, sucedió algo que todavía no puedo dejar de creer:
desde la esquina del pasaje donde esperaba, apareció un vehículo inhumanamente
manejado, chocando tachos de basura, plantas, y por último, atropellando al
tipo que me amenazaba, partiéndolo sonoramente en dos.
Mi corazón latía extremo, mi pulso
se había ido al carajo. ¡Me habían salvado!
−¿Estás
bien? −le pregunté al conductor, mostrando claras señales de agradecimiento.
−Sí,
mejor que nunca −respondió Martín Larraín, bajándose trabajosamente del
vehículo, dejando caer dos botellas de whiskey vacías de su regazo.
−Eres mi héroe −le dije.