eran cerca de
las dos de la madrugada de un día domingo y no había nada que ver en la
televisión. maldita televisión abierta de mierda, pensé, siempre está privando
a los pobres del buen placer de vaciar la mente cuando uno más lo necesita. de
todas maneras, me senté frente a su pantalla, pensando que probablemente sería
otra de aquellas noches en que dormiría borracho en el desvencijado sofá que le
había pertenecido a mi madre. sin embargo, después de un breve chequeo a las
parrillas programáticas de un par de canales, me sorprendió ver en uno la
repetición de un capítulo grabado en vivo durante la mañana, cuando seguramente
dormía la resaca de la noche anterior. el programa era, cómo no, Cada día
mejor, con el bueno de Alfredo Lamadrid animando, con su voz tan jovial y
sus gestos tan finos. me acomodé en mi lugar y abrí mi cuarta cerveza,
arrojando la tapa contra la pared. hablaba sobre algo que me importaba una
soberana mierda; sólo lo veía moverse con sus gráciles movimientos, como si
danzara tranquilamente sobre el ahora amplio set de su programa. parecía
un tipo frágil, de esos que regalan rosas y chocolates en vez de una plancha
para el pelo. no me gustaba aceptarlo, pero me agradaba verlo conducir su no
tan bullado espacio televisivo. le subí un poco el volumen al televisor y bebí
un buen trago de mi cerveza, reduciéndola a la mitad. en un principio no supe
si era por el efecto del alcohol en mi cabeza, o porque alguien había hablado
del otro lado de la pared, en el departamento contiguo, que escuché a alguien
pronunciar mi nombre. “Felipe…”. por un momento me asusté, pensando que por fin
habían llegado los demonios para acabar conmigo. pero luego de comprobar que
estaba solo en la fría sala que tenía por living/comedor/mierdal, me di cuenta
que Alfredo Lamadrid se había acercado lentamente a la cámara que lo grababa y
miraba penetrantemente hacia ella. “Felipe” vi que sus labios pronunciaban, así
como también lo escuché perfectamente por los viejos parlantes del aparato. no
conseguí creerlo de inmediato, porque simplemente era casi imposible; pero en
vista de lo que estaba presenciando, me di cuenta que hay cosas que
evidentemente sobrepasan la realidad. ¡Alfredo Lamadrid me estaba hablando!
“Felipe…, ven aquí. acércate”. el animador había dejado la rutina pauteada con
anterioridad y llamaba a mi nombre, acercando su rostro cada vez más a la
pantalla. podía ver sus arrugas con fino detalle, su pelo ligeramente teñido y
sus ojos parecidos a delicados botones oscuros. dejé mi cerveza sobre la mesita
y me hinqué al lado de su cara. me acerqué a él. ¿Señor Lamadrid? “sí, soy yo,
estoy aquí. no estás solo. no esta noche”, y dicho esto, me envió un sonoro
beso. nadie en el set reía. no parecía ser una broma. entonces puse mi
mejilla junto al frío cristal del televisor y sentí algo húmedo del otro lado.
¡mierda, me estoy volviendo loco!, pensé, sin apartar en ningún momento mi
cabeza de su lugar. “ya voy por ti, cosita”, me susurró el Señor Lamadrid
desde su sitio. “sólo necesito que me dejes un poco de espacio libre ahí, donde
estás, y todo saldrá bien”. impulsado por el nerviosismo, me moví rápidamente
de mi lugar para poder presenciar cómo Alfredo Lamadrid sacaba su cabeza a
flote desde la tele, atravesando la pantalla. sólo bastaron alrededor de veinte
segundos para ver a Alfredo Lamadrid de este lado, agachado,
recuperando un poco el aliento. ¿quiere una cerveza helada, Señor Lamadrid?
“no”, dijo él, rotundo. “te quiero a ti… te quiero penetrar”. sentí cómo algo
cobraba vida dentro mío, en la boca del estómago. ¿me quiere penetrar, Señor
Lamadrid? “sí, Felipe, te quiero penetrar duro, montarte, para que no te
sientas más solo y dejes ya de llorar por las noches”, y dicho esto, me sonrió
con la mejor de sus sonrisas. pude sentir cómo el mundo se rompía bajo mis pies
en ese instante. el animador sabía cómo conseguir que la gente terminara por
alegrarse aun en sus momentos más delicados y oscuros. “ven”. y cerré los ojos.
sus manos me tomaron por la cintura, su mejilla tiernamente afeitada se acercó
a la mía, permitiéndome sentir el dulce olor de su talco para ancianos, su pene
semi erecto contra mis piernas. “ay, mijito, ay mijito…”. mi pene también se
levantaba de su largo sueño; sentí su punta humedecerse. Señor Lamadrid, por
favor, deténgase, esto no puede estar pasando. “sí, Felipe, está pasando, está
pasando”. sus manos se movieron sobre la vencida cremallera de mi pantalón,
encontrando muy poca resistencia para ser abierta. sus manos, luego, no
demoraron en volver a encontrar algo con qué entretenerse. tocaron mi pene, ora
suavemente, ora violentamente, hasta despertarme por completo. ay, Señor
Lamadrid… pero él no escuchaba: jadeaba, emitiendo un suave tufillo a canela
que olía cada vez que se acercaba a mi oído para susurrarme cosas que hacían
que mi imaginación volara lejos. entonces comenzó a actuar con más fiereza que
antes: me tomó con vehemencia y movió mi cuerpo en ciento ochenta grados,
quedando mi espalda completamente a su merced. sin encontrar una fuerte
resistencia, debido a que usaba una amarra para embalar en vez de una correa
propiamente tal, el Señor Lamadrid me bajó los pantalones con cierta ansiedad;
jadeaba como si estuviera trotando… y a decir verdad, yo también lo hacía, sólo
que no me había dado cuenta. me hallaba relajado, sumido en una ligera
expectación que terminó por quebrarse cuando sentí (y adiviné) que estaba
hincando sus dientes en mis calzoncillos, buscando su punto más débil para
poder romperlos. gracias al deplorable estado de mi ropa interior, la tarea no
fue precisamente dificultosa. “ay, Felipe, Felipito Antonio…”. sus manos me
tocaban, la punta de su pene rozaba mis nalgas, haciendo que éstas tiritaran de
la tensión. estoy preparado, creo que dije, y el Señor Lamadrid ni siquiera
perdió su valioso tiempo para ponerlo en duda. la punta de su pene, de tacto
grueso, venoso y con un prominente glande, comenzó su avance contra mi ano,
provocándome un dolor parecido al de un puñal atravesando mi carne. entonces apreté
los dientes y cerré los ojos, dejándome llevar por el tibio placer que nacía en
el fondo de mis entrañas, como un haz de luz en medio de un mar lleno de
oscuridad. “quédate quietito, quietito, Felipito Antonio. relájate”, me decía
el Señor Lamadrid, escuchándolo como si hablara desde muy lejos; en mi esfuerzo
por evadir mentalmente el dolor que me desgarraba por dentro, me alejaba y me
acercaba al mundo como arrastrado por una lenta marea, me alejaba y me
acercaba. lo había empezado a disfrutar por fin. pero el señor Lamadrid estaba
lejos de gozar de una buena salud sexual: cuando empezaba a gustarme el roce de
su pene contra las paredes de mi ano, sentí que de un momento a otro se detuvo
ahí dentro, luego bombeó de manera violenta una cosa que lo humedeció todo y,
por último, vino la sensación de vacío acompañada por un caricaturesco sonido
de succión al sacar el Señor Lamadrid su pene de mi cuerpo virginal y
masculino; pude sentir algo viscoso salir por entre mis nalgas. no podía
creerlo: todo había acabado. giré mi cabeza lo suficiente como para mirar por
sobre mis hombros al Señor Lamadrid y darme cuenta que ya no estaba; había
vuelto a la televisión, donde de nuevo parecía seguro de sí mismo, conversando
sobre cosas alejadas del acontecer chileno, encerrado en su tierna burbuja del
tiempo, de cuando las cosas le parecían ir mejor a un país ahora marchito y a
punto de caer en la miseria eterna. Señor Lamadrid, susurré, sintiéndome solo,
inexistente en un cuarto rodeado de cajetillas de cigarro barato, colillas
chamuscadas hasta su casi inexistencia y botellas de alcohol barato repartidas
por doquier, chorreando su burbujeante contenido contra el piso, manchándolo
horriblemente. estaba solo otra vez.
no me importó que su imagen me hubiera guiñado el ojo más de diez veces en los
cuatro minutos que restaban de programa grabado, ni que me hubiera lanzado
besos cuando no había razón de hacerlo frente a la pantalla: cuando sentí que
mi ano trataba de volver a la normalidad, chorreando afuera toda la esencia
esparcida por su soberana persona dentro mío, supe que se había ido. y
que nunca más volvería.