El lunes anterior me encontré con una araña
gigantesca colgando del espejo del baño; con el miedo que les tengo pensé en
matarla de inmediato, pero mirándola mejor me di cuenta que tenía rayas y era
en extremo lenta. Entonces me di cuenta que era una araña tigre, enemiga
natural de la peligrosa araña de rincón, una de las criaturas que más temo en
el mundo.
Por lo mismo tragué saliva,
me armé de valor y me acerqué a ella todo lo que mis nervios me permitieron y
le dije, en un susurro y a modo de broma, que la dejaba vivir a cambio de que
me cuidara de otros invasores mortales y nefastos, como lo era la famosa araña
de rincón ésa.
Lógicamente, el
arácnido no replicó en lo absoluto; por lo mismo me aproximé un poco más a ella
y me percaté que parecía asustada,
llegando incluso a dar la impresión de estar muerta, olvidada y seca. Si no
fuera porque de tanto en tanto, cuando un poco de aire rozaba su delicado
cuerpo provocando un ligero temblor en sus patas, con toda seguridad habría
pensado que ya había pasado a mejor vida y que me estaba acongojando por algo
totalmente estúpido.
Pero
vida era lo que esta criatura más tenía, sin lugar a dudas.
Al principio pensé que la
araña se iría del baño pronto, buscando un lugar más cómodo, oscuro y húmedo donde
habitar como todas las que había encontrado antes, pero a medida que fueron
avanzando los días, me di cuenta que ésta parecía querer su sitio ahí dentro
más que cualquier otra cosa. Asimismo empecé a encontrar distintos insectos
muertos en cada uno de los rincones del baño, adheridos a su fuerte y pringosa
tela, cosa que me dio mucho, mucho asco, sobretodo al momento de tener que
limpiar todos sus cuerpos de las paredes con un trapo. Primero fueron moscas,
cómo no, luego hormigas y zancudos, después polillas y arañas de otras clases.
Con estos datos, haciendo un balance de sus presas, me pude percatar que si
bien pasaban los días, la araña tigre iba sumando cada vez más y más víctimas
de distintas especies en su haber, como si de verdad fuera ganando fuerza a
medida que utilizaba sus habilidades de cacería para con los insectos y otros
arácnidos que se le acercaban.
No obstante, no fue hasta
que una tarde tras volver de mi trabajo para tomar las onces y encontrarme con
un pájaro envuelto en una horrible telaraña colgando en el living de mi casa,
que supe que la situación con la araña tigre se estaba saliendo de control. Me
incliné a un lado, con el cuerpo temblando de repugnancia y miedo, esperando
que las ganas de echarlo todo afuera se marcharan tal como habían llegado. Pero
parecía imposible.
Di unos cuantos pasos,
tratando de evitar cualquier contacto con el pájaro muerto (y sintiendo un
montón de hebras de telaraña cortarse contra mi piel), y me dirigí a la cocina
para dar con un bote de matarañas casi lleno. Aerosol en ristre, me sentí lo
suficientemente resuelto como para dirigirme al baño e intentar acabar con el
problema de una vez por todas.
Pero el problema no se
encontraba ahí, por supuesto: en su lugar encontré cuatro pájaros, todos
gorriones, envueltos en la misma seda asquerosa que en la que había encontrado
al primero de ellos en el living. Comprobé que se habían sumido en un letargo
eterno con los ojos abiertos y vacíos, como si les hubieran robado todo en su
interior. Era una imagen escalofriante, abrumadora, y no pude evitar vomitarlo
todo sobre el piso lleno de telarañas sucias, salpicando desperdicios por todos
lados. La cabeza me daba vueltas, y mis pies parecían no poder ayudarme más en
su tarea de sostenerme como debían.
Tenía mucho cuidado con
tocar las cosas que me rodeaban: todo tenía el tacto pegajoso del paso de
arañas por su superficie, cosa que me hacía dar fuertes arcadas.
Pensé en dónde podría
hallarse esa maldita araña tigre, pero los lugares que se me ocurrieron no
hicieron otra cosa más que ensombrecer aún mi mente. No quería, por nada del
mundo, tener que enfrentarme a ella cara a cara, menos ahora que había
descubierto un brusco cambio en su dieta, matando incluso inocentes pájaros que
no se me ocurría cómo podrían haber ingresado a mi casa sin ayuda humana.
Tomé una linterna del
living, respiré hondo (viendo cómo el pájaro que ornamentaba la sala se
balanceaba exánime) y abrí la destartalada escotilla que lleva al entretecho de
la casa, consciente que si hay un buen lugar para que una araña se ocultara,
ése era el perfecto.
Con un nudo en la garganta,
recorrí el lugar con el haz de la linterna, encontrando un montón de suciedad,
polvo y oscuridad; se notaban algunos hilos de araña colgando de las vigas, por
ahí, aislados y llenos de motas de polvo. Entonces apunté hacia el fondo de la
estancia y corroboré, con mis propios ojos, que la araña tigre tenía ahí
arriba, por así decir, su propio matadero: abundaban los gatos bebés, algunos
cachorros de perro y un montón de pájaros como los que había encontrado en el
baño, todos envuelto en esa viscosa telaraña que parecía gobernarlo todo.
Volví a sufrir violentas
arcadas sin poder echar nada afuera; ya no me quedaba nada en el estómago;
traté de mantener la compostura para no caerme del entretecho o quedar al
descubierto ante la araña tigre; respiré lenta, acompasadamente, recuperando
poco a poco la estabilidad; hasta que la vi descender por una de las vigas del
fondo del entretecho; ahora estaba más grande; había crecido, digamos, unas
muchas pulgadas; tenía, para ser más concreto, el mismo tamaño que uno de los
gatos bebé que colgaban entre las sombras de sus aposentos.
Lo primero que intenté fue
echarme atrás y huir de ahí cuanto antes, pero una de las piernas de mi
pantalón se quedó enganchada de la escalera que me llevó hasta ahí y por poco
me caigo y me rompo el cuello contra el suelo. Para cuando me liberé de aquel
problema, la araña tigre se encontraba sobre mí, con su montón de ojos negros,
sus patas ágiles y larguiruchas y su cuerpo lleno de rayas oscuras; quité la
vista, esperando lo peor, pero por fortuna no sucedió absolutamente nada. Cuando
abrí mis ojos para comprobar qué sucedía, el arácnido se encontraba mirándome…,
aunque la palabra que más parece encajar con su acción, es analizándome.
Por un momento creí que
intentaba decirme algo, revelarme uno de sus tantos y enigmáticos secretos,
pero como es natural, no pudo pronunciar una sola palabra.
Así estuvimos por unos
cuantos segundos, sopesándonos en silencio, hasta que por fin decidí cerrar el
entretecho y dejar a la araña del otro lado para que siguiera haciendo de las
suyas (al menos hasta que supiera qué hacer con ella verdaderamente).
Yo, por mi parte, ya un
poco más repuesto y menos acelerado que un principio, me dirigí al patio para
buscar algo con qué limpiar el desorden y una cuantas bolsas plásticas de
basura para echar todos los cuerpos de los pájaros del baño y el del living. Lo
único que quería era olvidarme de toda la horrible situación que estaba
viviendo de una vez por todas, y descansar y pensar en cómo iba a deshacerme de
la maldita araña que estaba viviendo en mi entretecho.
No obstante, al ver el
cuerpo de un niño de unos cinco años apoyado en una de las paredes del fondo
del patio, con arañas diminutas circulando por sus ojos y boca semi abierta,
supe que la pesadilla en la que me encontraba estaba recién comenzando.