Cuando Eugenio abrió la puerta de su
despacho, no pudo creer lo que veía del otro lado. Fue la mirada pantanosa y
sus facciones apretadas, como talladas en su rostro, las que le hicieron
crisparse y mantenerse alerta. El destino, al parecer, por fin estaba dándole
la oportunidad de tomar cartas en el asunto.
El
paciente saludó a Eugenio con un ligero apretón de manos antes de presentarse.
−Me
llamo Rubén Cancino –dijo éste, luego de dar un par de tímidos pasos hacia el
interior del despacho.
Eugenio
ya sabía su nombre por la lista del horario de visitas, naturalmente, así como
también tenía claro que el hombre acababa de mentirle respecto a su nombre.
−Dime,
Rubén –le preguntó Eugenio, obviando su pequeña triquiñuela−, ¿qué te trae por
aquí?
−Tengo
problemas para dormir –dijo el aludido, acomodándose en el mullido sillón
frente a su interlocutor. Eugenio le pidió que se relajara y comenzara a
relatarle los últimos conflictos con los que había lidiado en su vida.
Rubén
se removió un tanto intranquilo, como si estuviera arrepintiéndose de haber
costeado la sesión en la que se encontraba y tener que enumerar sus
complicaciones frente a un total desconocido; sin embargo, al cabo de unos
segundos, pareció entrar en razón y descubrir que, elementalmente, de eso se
trataba el trabajo por el cual estaba pagando.
–Mi
hija… –continuó él, un poco más seguro–, mi hija mayor tiene cáncer de mamas.
Se lo descubrieron hace poco, y eso me está matando por dentro… como a ella –El
hombre hizo una pequeña pausa−. Nadie sabe cómo comenzó… En realidad, nadie
sabe cómo comienza. La gente dice que es la comida y todas las porquerías que
les echan al producirla en las fábricas de las grandes empresas. Incluso una
vez vi un documental en que unos científicos decían que esto era parte de un
plan de exterminio mundial y… −Rubén se detuvo un rato, sopesando la reacción
de su interlocutor. Eugenio tuvo la certeza de que el hombre creía que él no se
tragaba nada de lo que decía, y eso le impedía proseguir con confianza−. Es mi
hija, por la chita, ¡y va a morirse! No estoy preparado para ver partir a mi
hija; nadie está preparado para ver morir a sus hijos, realmente, ningún padre.
Todos esperamos que la muerte nos lleve primero, pero nunca que la muerte les
llegue primero a nuestros hijos.
Eugenio
había creído durante todos esos años que la persona con la que hablaba en ese
momento (que parecía no darse cuenta de que su interlocutor tenía la cabeza en
cualquier otro lado menos en su consulta) era de una constitución mucho más
grande, robusta, casi musculosa, como los tipos malos de las películas, y no un
tipo cincuentón de facciones apretadas, mirada nebulosa y aspecto corriente y
frágil, como un anciano acabado y sin muchos ánimos de seguir adelante.
Eugenio
escribió algo en el cuaderno que sostenía.
Rubén
tomó una ligera pausa antes de continuar. Ofrecía un aspecto extenuado, como si
todo aquello estuviera restándole las pocas energías con las que contaba.
−También
descubrí que mi esposa me engañaba –murmuró el hombre de repente, dando la
impresión de que si no lo hacía de esa forma, así, escupiéndolo, jamás podría
sacárselo de encima. Eugenio se dio cuenta que aquello, además de provocarle
dolor, le hacía sentir avergonzado−. Descubrí que me engañaba con… con…
−Rubén –le
dijo Eugenio con parsimonia−. Debes dejar salir todo eso, todo lo malo. Esas
cosas sólo están pudriéndose adentro tuyo, y no hacen más que echar a perder
las cosas buenas que hay ahí, con ellas.
El
paciente exhaló con un ligero temblor y abrió la boca, indeciso.
−Descubrí
que mi esposa me engañaba con… con mi mejor amigo, con mi amigo de toda la
vida.
Eugenio
no pudo evitar pensar en lo patético que se veía el hombre hablando de esas
cosas con el nudo en la garganta que lo embargaba. Su voz no era dura y seca
como había imaginado, sino pastosa y débil, como el vejete de mierda que era.
Eugenio jamás habría pensado que a un hombre como él le doliera tanto una
traición de esa calibre, después de todas las barbaridades que había realizado
en lo que parecía ser ya su vida pasada.
−Rubén,
esas cosas pasan todo el tiempo –le dijo a su interlocutor−. La gente cambia y
no vuelve a sentir lo mismo, es algo natural. Debes saber que lo más importante
aquí es velar por tu hija y mantenerla lo más rodeada de cariño posible.
El
hombre, entonces, se serenó un poco y continuó con lo suyo, narrando cómo había
descubierto que su esposa le estaba siendo infiel cuando su hija y él más
necesitaban de su persona. Eugenio vio su mentón temblar por las emociones
suscitadas por su relato, soltando un montón de palabras atropelladas y
derrochando un montón de lágrimas que le dieron una contenible punzada de asco.
Al cabo
de media hora de verborrea, Rubén aseguró sentirse un poco mejor.
−Muchas
gracias –le agradeció a Eugenio, quien inclinó su cabeza en un gesto risueño.
Acto seguido le tendió la mano y le aseguró que volvería a la semana
siguiente−. Esto me ha hecho sentir… mucho mejor.
−Pues
no faltes a la próxima sesión.
Rubén
lo quedó mirando por un breve instante, como si pugnara por volver a quebrar
sus defensas y darle un abrazo amistoso y confiado a Eugenio en señal de
agradecimiento y confidencia. Sin embargo, reculó en el último momento y se
alejó despidiéndose escuetamente. Eugenio lo agradeció un montón mientras veía
como el hombre bajaba las escaleras frente a su consulta, puesto que de haber
tenido contacto con él, no sabía cómo iba a reaccionar al respecto.
Eugenio,
con los puños apretados, se sintió enormemente gratificado al comprobar que ese
día no tenía más pacientes que atender.
Durante
los días que le siguieron a la visita de Rubén Cancino, Eugenio no pudo dejar
de darle vueltas a su visita y lo próximo que se había hallado de él después de
tanto tiempo. Cada vez que se le venían a la cabeza sus facciones duras y su
mirada pantanosa, Eugenio sentía que algo estaba a punto de estallar dentro de
él. Sabía que era la rabia y el odio acumulado por años, la sed de venganza
jamás saciada y las ganas de verlo sufrir como él lo había hecho. Asimismo
tenía conciencia de que si no era paciente, toda posibilidad de calmar sus
inquietudes y bajos instintos se irían a la mierda. Ésta era una oportunidad en
un millón, se dijo, y supo que estaba en lo cierto.
Con la
mente y sus pensamientos en cualquier otro sitio, Eugenio prestó una casi nula
atención a sus demás pacientes: asintió cuando Berta le confesó que en su
colegio nadie la quería y le hacían la vida imposible, escribió unas cuantas
palabras en su cuaderno tras la declaración de Víctor al decir, llorando, que
hubo una ocasión en que le había pegado a su antigua polola tras una fuerte
discusión con ella, y comentó que la vida era una cosa hermosa cuando Esteban,
un hombre de treinta y seis años, le dijo que había pensado en cortarse las
venas durante ese fin de semana, pero en realidad no lograba retener las
palabras de los demás por más de cuatro segundos dentro de su cabeza. Su mente,
por así decirlo, estaba totalmente enfocada en el paciente que había esperado
por tanto tiempo.
El día
de su segunda sesión, Eugenio canceló todas las demás visitas para contar con
total disposición para su nuevo paciente. Estuvo todo el día en su oficina,
cambiando algunas cosas de lugar y leyendo alguna porquería de su estante cada
vez que conseguía un poco de concentración; pero cuando llegaba a la segunda
plana del libro que tenía abierto, siempre se daba cuenta que en realidad no
había entendido ni una puta mierda de lo leído.
De
todas maneras, el tiempo fue benevolente y transcurrió mucho más rápido de lo
que esperaba; pareciera como si por fin los elementos se alinearan para poder
darle la chance de una satisfacción que había esperado por años…
Rubén
se mostró mucho más confiado al saludarlo esta vez. Eugenio sabía que las
primeras sesiones de la mayoría de los pacientes eran las más difíciles; pero
asimismo había personas que terminaban por engancharse del acto de ser
escuchados con toda la atención del mundo, mientras tomaban nota de sus
palabras en un cuaderno y enumeraban problemas para luego intentar darles una
solución que ellos jamás conseguían vislumbrar por su propia cuenta.
−Adelante,
Rubén –le invitó Eugenio, indicándole su lugar en el mullido sofá frente a su
puesto−. ¿Te has sentido mucho mejor esta semana?
El
hombre pareció sonrojarse, esbozando una tímida sonrisa.
−Sí, ha
estado… mucho mejor −declaró−. Al menos he podido dormir.
−Eso es
un avance.
−Sí
–dijo Rubén, rascándose el lóbulo de su oreja derecha−. He podido descansar un
poco. Me hacía mucha falta.
−Ya
veo.
−¿Sabe,
doc? –(Eugenio sintió cómo sus manos se crispaban al escuchar que le decían
“doc”, como si él fuera un puto doctor)−, he pensado en todo lo de mi esposa y
mi amigo…, ¿se acuerda? Pues bien, he estado pensando en que en realidad esa
situación no es tan importante como la salud de mi hija, ¿verdad? Ella me necesita
más que yo a mi esposa y a mi amigo, y bueno, siendo sincero, quizá aún pueda
encontrar otra persona que me quiera y piense en mí hasta que seamos ancianos,
¿no? –Rubén soltó una risa trémula, como si hasta a él mismo desconfiara de sus
propias palabras.
−Así es
–le dijo Eugenio, sintiendo cómo el asco y las náuseas subían por su garganta−.
Siempre debes poner las cosas en una balanza e inclinarte por lo más
importante. Además, debes saber que tu esposa también es un ser humano, y como
humano tiende a equivocarse y meter la pata.
Rubén
volvió a reírse, aunque esta vez Eugenio supo que era de puro nervio.
−¿Cómo
está tu hija, Rubén?
−Mejor,
mejor… −dijo el aludido−. Aunque no mucho: ya sabe: el cáncer y sus cosas… Me
he dado cuenta que es lo más parecido a un monstruo que quiere devorarlo todo,
sin que le importe nada.
“Como
tú”.
−¿Dijo
algo, doc? –le preguntó Rubén, extrañado.
−El
cáncer es una cosa diabólica, pero no irreversible. Se puede vencer, como a
todos los monstruos y bestias. Debes tenerlo claro.
El
paciente no pudo evitar mostrarse contento y optimista al respecto. Eugenio
bien sabía que cualquier rayo de luz en aquel campo de oscuridad lo haría
sentir mucho mejor, mucho más maleable.
Eugenio
se levantó de su asiento ante la sorpresa de su paciente y empezó a dar vueltas
por todo su despacho con aire reflexivo.
−Los
monstruos existen, Rubén, y están entre nosotros –dijo éste, ajustándose sus
gafas de montura transparente−. Se ponen disfraces de humanos, con ojos humanos
y facciones humanas, narices, orejas, labios y manos humanas. Pero siguen
siendo monstruos, de eso no hay duda. Es cosa de prestarle un poco más de
atención a la gente para darse cuenta que estoy en lo cierto.
Rubén
no dejaba de mirarlo extrañado, como si no supiera qué pensar al respecto. A
Eugenio le importaba una mierda lo que pensara de sus palabras.
−Es por
eso que vemos vejaciones en las noticias –continuó Eugenio−, asesinatos,
violaciones, miseria, horror, tiranía. ¿Qué otras criaturas serían capaces de
hacerle tales cosas a otras personas?
−¿Los…
los monstruos? –murmuró Rubén, inseguro.
−¡Exacto!
–exclamó Eugenio, alzando sus brazos−. Los monstruos que se disfrazan de
humanos; esos son los culpables; ellos siempre han sido los culpables. Y por
eso mismo debemos acabarlos, extinguirlos, hacer que paguen por todo lo que le
han hecho a los nuestros.
Rubén
no entendía nada de lo que estaba escuchando. ¿En qué momento habían pasado del
cáncer de su hija y el adulterio de su esposa, a hablar sobre monstruos
disfrazados de humanos y sus fechorías?
−¿Qué
te parece, Rubén, el vengarnos de esas vejaciones? ¿Es lo correcto, o debemos
quedarnos callados y de brazos cruzados, sin hacer nada al respecto?
−Yo
creo… −tartamudeó el hombre, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del
agua−. Yo creo que está bien, que hay que vengarse y erradicar la maldad de
este mundo.
−Así
es, Rubén, muy bien –Eugenio se detuvo por un momento, aprovechando de cambiar
nuevamente la ubicación del cenicero sobre su mesa−. Te voy a contar una
historia… Relájate, no es sobre ningún paciente; supongo que sabes que no debo
comentar jamás los problemas de mis pacientes con otros pacientes, ¿no? Bueno,
el asunto es que cuando era un niño de unos diez, doce años, mi mamá comenzó a
trabajar en dos trabajos a la vez, valga la redundancia. Mi papá acababa de
irse con otra mujer y ahí estábamos los dos, solos contra el mundo. Debo decir
que fueron años muy buenos, después de todo. Logramos crear una conexión que,
digamos, no he vuelto a sentir desde ese momento, y de eso ya van unos buenos
cuantos años.
»Puede
que suene como un cliché peliculero, pero yo la quería un montón.
−¿La
querías? –le preguntó Rubén−. ¿En pasado?
Eugenio
dejó pasar la interrupción de su interlocutor y prosiguió con lo suyo.
−Claro,
en pasado –replicó éste−. Cuando iba en Segundo Medio, alguien se la llevó de
mi lado.
Rubén
boqueó como si fuera a decir algo, pero Eugenio fue más rápido que él.
−Sí,
alguien se la llevó de mi lado –respondió, antes de hacer una pequeña pausa−.
¿Recuerdas al famoso Asesino de las Cabezas, no? –Rubén negó lentamente, algo
desconfiado−. ¿En serio no lo recuerdas? Mira, te refrescaré la memoria: hubo
un tiempo en que aquí se hallaron un montón de mujeres y niños decapitados
repartidos en basureros, eriales, e incluso en sus propias casas. Los peritos
forenses concluyeron que el asesino utilizaba un hacha para su cometido, a
juzgar por los cortes y la cantidad de golpes recibidos por las víctimas.
Bueno, ya puedes concluir qué fue lo que le pasó a mi madre, ¿no?
Rubén
no sabía qué decir. Estaba totalmente paralizado.
−Se la
llevó un monstruo –continuó Eugenio−. Se la llevó un monstruo disfrazado de
hombre, de humano, de Asesino de las Cabezas o del Hacha, como quieras
llamarle. Se la llevó y he estado todos estos años esperando a darle su
merecido, quitarle su máscara y hacerle pagar por todo lo malo que me ha hecho.
Rubén
intentó incorporarse, presintiendo que algo andaba mal, fuera de sitio, aunque
demasiado tarde. Trató de protegerse con sus manos del golpe que Eugenio le
propinó con el cenicero de su escritorio, consiguiendo sólo que le quebrara
unos cuantos dedos. El segundo golpe le dio en el hombro izquierdo y el que le
siguió en plena cabeza, dejándolo completamente aturdido sobre el suelo.
Eugenio
desconectó el teléfono de su despacho y rebuscó en uno de los cajones de su
escritorio una olvidada cajetilla de cigarros que le había entregado un
paciente al prometer dejar el vicio. Lo encendió y fumó como no lo había hecho
por años. Se sentó en su asiento y se dedicó a contemplar el cuerpo del hombre
con una serenidad que no habría creído propia. Como el cenicero había caído
lejos luego de su uso, Eugenio echó la ceniza de su cigarro a un lado sin que
le importara manchar la moqueta que recubría el piso; de todas maneras, la
sangre de Rubén había hecho lo suyo con ella, y a ciencia cierta, estaba seguro
de que no tendría más sesiones con pacientes por un largo tiempo.
Eugenio
esperó hasta que cayera la noche para levantarse de su asiento y poner manos a
las obra.
Sacar
el cuerpo de Rubén de su oficina no fue tan difícil como Eugenio pudo haber
llegado a pensar en un principio. Con el estacionamiento vacío y la seguridad
de que la cámara apostada en una de sus esquinas no era más que una suerte de
metáfora para volver aún más paranoicas a las personas, Eugenio arrastró a
Rubén escaleras abajo hasta sacarlo del edificio y echarlo en el maletero de su
auto. Llevarlo a casa, después de todo eso, fue pan comido.
Rubén
abrió sus ojos a las horas después, durante la madrugada, pálido como la cera.
Intentó llevarse la mano buena a la herida que tenía en la cabeza, pero se
percató nebulosamente que estaba totalmente incapacitado para hacerlo: su
cuerpo se hallaba amarrado con firmeza a una camilla fría y oxidada en un
cuarto bañado por la luz mortecina de una ampolleta desnuda y vieja colgando
del techo. El primer pensamiento que le acometió (con la lentitud propia de las
ideas febriles) fue que se encontraba en el purgatorio, muerto.
Quiso
decir algo, mas por su boca no salió más que un débil sonido gutural parecido
al gruñido de un animal moribundo. La mano con la que había intentado detener
el primer ataque con el cenicero le dolía de una manera horrible, igual que el
costado izquierdo de su cabeza.
–Has
despertado –dijo una voz desde un punto de la habitación. Rubén no veía más que
sombras agitarse y revolverse en una danza intranquila y borrosa. El sonido de
la voz le inspiró mucho miedo.
Rubén
trató de preguntar dónde se encontraba, qué había ocurrido, por qué estaba ahí,
amarrado y con punzantes dolores recorriéndole el cuerpo magullado. Pero como
su primer intento, éste fue totalmente infructuoso.
Una
silueta –la de un monstruo, pensó vagamente Eugenio– se cernía sobre él cuando
volvió a perder el conocimiento.
Tuvo un
sueño extraño, inquieto, de dimensiones umbrías, en que sostenía el cuerpo de
su hija mayor recién nacida, berreando como si la estuvieran matando. Rubén
sentía que le pesaba mucho más de lo que podía soportar, como si su composición
fuera de cualquier otra cosa menos de carne y hueso. Rubén intentó llamar
a su esposa, pedirle que le ayudara a aguantar el peso de su hija, pero ahí no
aparecía nadie. El mundo se había transformado en una realidad donde sólo existían
su hija recién nacida y él. No había nadie quien pudiera socorrerlo. El hombre
apretó los dientes llevando todas las fuerzas hasta los brazos, haciendo un
esfuerzo que le pareció totalmente sobrenatural.
Sin
embargo, todo fue en vano: sin poder evitarlo, sus brazos cedieron ante el peso
creciente e insoportable de su hija. Rubén lanzó un grito al verla caer y
estrellarse contra el suelo, explotando en un montón de sangre que manchó gran
parte del suelo inmaculado bajo sus pies.
–¿Una
pesadilla, amigo?
Rubén
tuvo la impresión de que la habitación se encontraba mucho más clara ahora.
–Ayuda
–balbuceó el hombre, con la boca reseca–. Sá… sácame de aquí. Por favor.
–No te
escucho, hombre, habla más fuerte.
–Ayuda
–fue todo lo que pudo decir Rubén antes de volver a caer en una especie de
profunda duermevela: aún era consciente efímeramente de todo lo que le rodeaba,
pero las sombras y el dolor sordo fueron superiores a su esfuerzo por
mantenerse consciente. El hombre no tuvo idea de cuánto rato pudo haber estado
en aquel estado, mas cuando volvió en sí, la habitación se encontraba de nuevo
sucumbida ante la penumbra y las atemorizantes sombras que lo rodeaban.
–Estás
débil, Rubén Cancino –dijo una voz que el hombre pudo reconocer como la misma
que le había hablado en un principio–. Estoy seguro que estás muerto de hambre.
No has comido en días.
Rubén
intentó mover sus brazos para tocarse la sien izquierda y comprobar por qué le
dolía tanto, sin embargo su cuerpo continuaba igual de inmovilizado que en la
oportunidad anterior. Por primera vez fue consciente de que el miedo parecía
gobernarlo por dentro; una alarma interna no dejaba de anunciarle que estaba en
grave peligro.
Un
hombre de gafas con montura transparente apareció dentro de su corto y vago
campo visual. Lucía una sonrisa amplia y segura, y sostenía lo que parecía una
bandeja de plata con un plato con comida. Rubén no pudo identificar cuál era su
contenido.
–Ayuda
–barboteó Rubén, sintiendo una horrible desesperación.
–Aquí
tienes tu ayuda, amigo –Su interlocutor atrajo el plato hasta su boca–. Te he
preparado un plato que, en lo personal, encuentro fenomenal. ¿Sabes qué es esto
que tengo acá?
Rubén
trató de enfocar su vista, pero le fue imposible. En su nuevo mundo de sombras
y penumbra, todo eran manchas y borrones pululantes. Tampoco pudo oler lo que
tenía en frente: sus sentidos parecían haberse marchado lejos, abandonándolo a
su suerte.
–Ayuda,
por favor –repitió el hombre–. Por favor.
–Mira,
si te vas a poner así de jodido, no te daré nada de esto –le dijo el tipo de
las gafas–. ¿No ves que lo preparé especialmente para ti? –Dicho esto, acercó
aún más el plato al rostro de su interlocutor–. ¿No sabes lo que es? Pues te lo
diré: es un rico risotto con camarones y papas con romero castillo, bañado en
una pequeña porción de miel. Éste le gustaba especialmente a mi mamá, que en
paz descanse. De seguro se cagaría de la risa al descubrir que le estoy dando
su plato favorito (y bueno, el mío igual) al mismo tipo que la mató cortándole
la cabeza.
Rubén
se sintió totalmente extrañado al oír todo aquello.
El tipo
de las gafas tomó una cuchara y recogió un poco de arroz con ella.
–Como
no puedes comer solo –le dijo–, tendré que darte la comida en la boca, como a
un niño.
En
vista de que la cuchara se acercaba de forma inminente a él, Rubén abrió su
boca todo lo que le permitieron sus doloridos músculos de la mandíbula,
recibiendo gran parte de su contenido y derramando todo lo demás por su
barbilla. Debido a la posición horizontal en la que se encontraba, no pudo
evitar atragantarse y toser sintiendo cómo el dolor le punzaba por todos lados,
como si le dieran martillazos.
–Anda,
vamos, no escupas la comida –dijo el tipo de las gafas con rabia–. Hay millones
de personas que se mueren de hambre y tú estás aquí, desperdiciando los
alimentos que te doy. Vamos, sé consciente y cómete toda tu comida como un niño
bueno.
–Por
favor –alcanzó a decir Rubén con un hilo de voz, antes de que el tipo volviera
a acercar la cuchara con más comida a su boca. Esta vez al menos pudo masticar
un par de veces antes de percatarse que le era imposible tragar; por lo mismo
terminó botándolo todo a un costado.
Entonces
algo pareció estallar dentro del tipo de las gafas. Con un movimiento iracundo,
tomó el plato de la bandeja y la arrojó a su espalda, haciendo que se
estrellara ruidosamente contra la pared consumida por las sombras.
–¡Eres
un mal agradecido, hijo de puta! –exclamó antes de darle una fuerte cachetada–.
¿Ves lo que provocas? Mi madre hubiera hecho lo mismo si hubiera visto qué
hacías con ese rico plato de risotto –añadió, antes de tomar los dedos
quebrados de su mano y retorcerlos con malicia.
Rubén
no supo si llegó a gritar, puesto que un fogonazo blanco de dolor intenso llenó
toda su cabeza y lo llevó de nuevo por los cauces de la inconsciencia. Ahora se
encontraba en el despacho de un joven psicólogo recomendado por una colega en
la que confiaba mucho. Las cortinas estaban corridas y todo estaba tan oscuro
como siempre. Una sombra se paseaba alrededor suyo, como una bestia a punto de
lanzarse a devorarlo. Rubén tuvo miedo, mucho miedo.
–No me
comas, por favor, no te he hecho nada –quiso decir, pero de su boca no salían
más que gruñidos como los de una presa a punto de ser destrozada–. No soy quién
piensas.
Rubén
despertó justo al momento en que la criatura se abalanzaba contra él, rugiendo.
Sentía que estaba bañado en sudor y que el dolor en su mano y sien izquierda
eran totalmente insoportable. No obstante, fue el mismo padecimiento el que le
hizo caer en la cuenta de lo que pensaba su captor sobre él.
–No…
soy quien… crees –trató de decirle al tipo de las gafas una vez apareció éste
dentro de su campo visual–. No soy… quien crees.
–Sí,
sí, los asesinos siempre dicen lo mismo cuando los tienen entre la espada y la
pared –le dijo Eugenio, ajustándose los lentes–. No quiero ni imaginar cuánta
clemencia debió haber pedido mi mamá cuando vio que te acercabas con tu linda
hacha para cortarle la cabeza. ¿Te acuerdas de ella? Casi de mi misma altura,
ojos marrones y pelo ondulado del mismo color. Tenía un lunar en una de las
aletas de su nariz, no recuerdo cuál.
Rubén
pensó que todo aquello era una locura, una pesadilla.
–¿No te
acuerdas de ella? –volvió a inquirir Eugenio.
–No… me
acuerdo… de ella… Nunca…
–Vamos,
qué grandísimo hijo de puta eres.
Rubén
esperó que el tipo volviera a retorcerle sus dedos quebrados como reprimenda;
cerró los ojos e intentó prepararse para lo que venía. Sin embargo, tras unos
breves segundos, volvió a abrirlos confiado en que Eugenio (sí, ése era el
nombre del psicólogo) no le haría nada esta vez.
–Creo
que tendré que ayudarte a recordarla –dijo Eugenio.
En un
principio, Rubén pensó que se trataba de un termómetro a juzgar por el tamaño y
el brillo que arrancó la escasa luz que los amparaba cuando el tipo levantó un
objeto plateado frente a él. Luego supo que por desgracia estaba muy
equivocado.
–A ver
si esto te refresca la memoria –le dijo Eugenio, antes de hincar la hoja de su
escalpelo en la planta de su pie derecho. Rubén oyó como si alguien hubiera
rajado un paño viejo con todas sus fuerzas; el sonido era muy similar, pero
sabía, por el increíble dolor que sentía, que no era otra cosa más que su
propia piel separándose, abriéndose en canal, llenando la camilla con su propia
sangre.
–¡POR
FAVOR, DETENTE!
Eugenio
hizo un mohín como el de una madre tratando de tranquilizar a su hijo y
continuó cortando los pies de su víctima aun cuando Rubén se había sumido en
una inestable inconsciencia.
Lo
demás fue como una quimera. Rubén no dejaba de soñar con su hija, cayéndosele
una y otra vez de sus manos para reventarse contra el piso, repartiendo sus
sesos y sangre allá por donde vieran sus ojos; aunque hubo un par de ocasiones
en que en vez de repartir sangre, de ella salieron un montón de gusanos, como
si la carne de su interior estuviera totalmente descompuesta.
–Por
favor…, déjame. No me hagas… más daño. Por favor –le pidió Rubén a Eugenio
cuando volvió en sí; aunque ya no sabía a ciencia cierta qué era lo real y qué
era la pesadilla interminable que estaba viviendo.
Pero
las cosas seguían tal como antes. Los días y las noches eran una sola, una
mezcla de sombras y borrones, como el mundo en el que se hallaba sumido.
Eugenio
lo miró, sorprendido.
–¿Estás
llorando? –le preguntó, como si le divirtiera un montón verlo en ese deplorable
estado–. No puedo creer que un asesino como tú derrame lágrimas. ¡Cómo me
encantaría que mi mamá viera esto!
“Yo no
soy ningún asesino”, intentó mentirle Rubén, seguro que de algún modo le
entraría en su cabeza la idea de que él no era el famoso Asesino de las Cabezas
o del Hacha, como quiera que le llamaran antiguamente los viejos titulares
nacionales.
Mas los
días fueron avanzando, y Eugenio seguía con el mismo pensamiento envenenándole
por dentro. Rubén supo con sus últimas energías que estaba acabado, que nunca
lograría ayudar a su hija ni traer de vuelta a su esposa. La culpa, la culpa,
la culpa, la puta culpa.
–Agua,
por favor –le pidió Rubén a su captor, aunque en realidad no pudo pronunciar
palabra alguna. Su garganta estaba tan seca, que le parecía rellena de arena.
–¿Y si
luego la derramas y la desperdicias? –le dijo Eugenio, rondando alrededor suyo.
A veces tenía rostro, en otras era él mismo, sosteniendo un hacha, la misma con
la que había decapitado a centenares de personas hacía tiempo atrás–. ¿No sabes
que el agua del mundo está acabándose?
–Por…
fa…
Eugenio
se detuvo con el corazón en un puño.
–¿Rubén?
–Alarmado, Eugenio golpeó el rostro del hombre para intentar despertarlo–.
¡Rubén, por la mierda, no! –Eugenio apretó sus manos y empezó a golpear el
pecho del hombre–. ¡Vamos, Rubén, no te mueras ahora, por la mierda!
Eugenio
buscó algún rastro de vida en los ojos del hombre. Desesperado, llevó su índice
y dedo corazón hasta el cuello rígido de Rubén: ahí no había pulso; el hombre
estaba tan frío como el metal del cual estaba hecha la camilla en la que estaba
amarrado. Eugenio comprendió entonces que el hombre llevaba mucho tiempo
muerto, podrido por dentro. Lo estaba incluso antes de haber ingresado por
primera vez en su despacho, hacía dos semanas, tres semanas, un mes tal vez, ya
no lo recordaba.
Eugenio
se apoyó en un costado de la única ventana con la que contaba la habitación,
respirando con dificultad. Sentía un dolor en el pecho muy parecido al que tuvo
cuando le dijeron que su madre había sido asesinada. Era un dolor intenso,
vivo, demoledor, y parecía escurrirse por todo su cuerpo, diezmando sus
músculos, paralizando sus cavilaciones. Con sus últimas fuerzas, Eugenio corrió
la cortina gruesa y negra que cubría la ventana de un manotazo, dejando entrar
los enérgicos rayos del sol de la mañana en el cuarto. La estancia se iluminó y
Eugenio fue capaz de ver cómo un montón de moscas y motas de polvo flotaban por
toda ella, inquietas. Eugenio se percató que la gran mayoría de las primeras se
habían concentrado en los charcos de meados y mierda líquida ubicados bajo la
camilla de Rubén; las demás lo habían hecho en su propio cuerpo, cubriendo los
ojos y las comisuras de su boca, dándole el aspecto de movedizos y horribles
velos oscuros.
Eugenio
se recostó dejándose caer contra la pared a su espalda, sintiéndose exhausto,
perdido y solo. Se llevó las manos a la cara y prorrumpió en un llanto fuerte y
desconsolado. Se suponía que todo estaba bien, que la misión por la cual había
esperado por tanto tiempo, había concluido y él había ganado después de tantos
años. Pero mierda, se sentía solo. Se sentía tan solo como nunca lo había estado
antes en toda su vida.