−…Hey… ¡Hey,
deja de tocarme las tetas!
David estaba tan enfrascado en besar a Carla, que
no le prestó mucha atención a lo que ésta decía.
−¡Hey, ya basta! −repitió la chica, quitándole sus
manos de encima con brusquedad−. ¿Ves que sólo me querías para esto?
El muchacho puso cara de no entender muy bien lo
que sucedía.
−¿Qué te pasa, Carla?
−¡Pero si no dejas de tocarme las tetas! ¿Cómo
quieres que me sienta?
−¿Que no dejo de tocarte las te…? −Entonces David
se detuvo de sopetón; fue como si un signo de exclamación hubiera cruzado su
rostro-. ¡Ah, esto! ¡Carla, lo siento mucho, no fue mi intención!
−Claro, cómo no −La chica sonrió con sarcasmo−. Y
ahora me dirás que tus manos se manejan solas.
David miró para todos lados: eran casi las diez de
la noche, la plaza en la que se hallaban estaba vacía y nadie parecía estarles
prestando atención desde las ventanas de sus casas. Acto seguido, puso sus
manos tras la espalda y acercó su rostro al de Carla, quien por instinto, la
alejó unos centímetros.
−Ven, no te haré nada malo −le susurró el chico−.
Tengo que contarte un secreto. Estas manos no son mías.
Carla no supo si reír o levantarse y marcharse.
Miró para todos lados, como esperando ver que alguien la estaba grabando, y rio,
agachando la cabeza.
−En serio, David, basta. ¿Por qué no me pides
perdón y punto?
−¡Lo que te digo es verdad! −exclamó el chico, sin
levantar mucho la voz. Sus manos seguían tras su espalda−. ¡Por qué debería
mentirte con algo así!
−Porque todos los hombres deben mentir para
sentirse bien –replicó la chica, poniendo cara de jaque mate.
−No, Carla, te juro que no es así. Cuando era chico
y vivía en el Valle, tuve un accidente: me caí del techo de la casa de mis
abuelos y… me corté las manos con las calaminas.
−¿Te las heriste?
−No. Me las corté, así, de cuajo.
La muchacha hizo un ligero ademán de levantarse;
sin embargo, permaneció ahí sentada, esperando ver cómo David intentaba salirse
con la suya.
−Ya… ¿Y cómo se supone que las recuperaste sin que
se notara?
David se acercó un poco más a la oreja de la chica.
−Porque me trasplantaron otras nuevas.
−¿Trasplantaron? ¿En serio?
−Sí, hablo en serio.
−Ya, y yo debo creerte todo esto, ¿no?
−No digas nada y mira −David estaba a punto de
mostrarle las manos a Carla, cuando se detuvo de sopetón, con un dejo de temor−.
Pero en serio, no digas absolutamente nada, ¿ya?
Carla afirmó con la cabeza, algo nerviosa. Entonces
David acercó sus manos a su cara y señaló con su mirada unas feas marcas que
tenía a la altura de sus muñecas. Parecían curadas casi en su totalidad, lo que
las hacía prácticamente imperceptibles en un primer atisbo, sobre todo a esa
hora de la noche.
La chica abrió su boca para empezar a decir:
−Esto…
Pero el rostro de David se crispó como atacado por
un rayo y negó rotundamente con la cabeza; el mensaje que entregaba era claro:
quería que Carla dejara de hablar inmediatamente, tal y como lo había
prometido.
−Y bueno, co…como te decía −se apresuró a decir el
chico-, así fue como mi hermana logró convertirse en periodista.
−Qué demonios…?
David volvió a esconder sus manos tras la espalda y
se acercó a la chica.
−¡Mis manos no deben saber que te conté mi secreto!
¡Se van a enojar!
−¿Se van a… enojar? −Carla no podía creer lo que
estaba ocurriendo. No iba a dejar que un chico le tomara el pelo, por mucho que
le gustara−. Lo siento, David, pero creo que tengo que irme a casa…
−Te contaré la historia si te quedas −le espetó el
chico, mirándola como si estuviera ofreciéndole la oferta del siglo-. Te la
contaré entera.
Carla pensó en responderle que le importaba una
mierda, que se metiera su historia por donde le cupiera; no obstante, quería
ver cómo David se zafaba de todo el jueguito estúpido que estaba llevando a
cabo.
−Está bien −le respondió, y se volvió a sentar
luciendo una vaga expresión de diversión en su rostro.
−Cuando me corté las manos −comenzó el muchacho,
sin levantar mucho su voz-, mis abuelos me llevaron de inmediato donde una
bruja en medio de un bosque, cerca de su casa. Ahí nos recibió una mujer media
loca, canosa y arrugada, que no dejaba de hablar en un idioma raro. Mis abuelos
le explicaron mi problema y ella me curó las heridas con un agua que ardía como
los mil demonios.
−¿Y ahí te salieron éstas nuevas?
−¡No, claro que no! Ahí nos explicó que si quería
volver a utilizar mis manos, debía hacer un sacrificio de por vida y acarrear
con las manos de un pecador.
−¿De un pecador?
−Sí, de un pecador. O sea, de un asesino, un
ladrón, un violador, lo que fuera.
−¿Entonces tus manos son de un…?
−Sí, de un violador −confirmó David, enfático−.
Hacía un tiempo atrás, había fallecido uno por las cercanías del pueblo… Un
violador en masa, para ser más exacto.
Carla tragó saliva sonoramente; si hubiera estado
bebiendo té, con toda seguridad lo habría escupido en ese preciso instante.
−¿Un violador en masa? ¡Por favor, cómo puede ser
que una bruja te haya puesto unas manos de violador en….!
−¡No lo digas tan fuerte, que te van a escuchar! −La
expresión de David era de miedo puro.
−¡Ya basta, David, cómo puede ser todo esto
posible! Si querías agarrarme una teta, no sé…, no tenías por qué inventarte
todo esto. Creo que ya fue suficiente…
−¡Es que no te he contado la mejor parte!
−¡Pues cuéntamela mañana, en clases! –La chica,
ahora más decidida que nunca, se incorporó con un ágil movimiento−. Nos ve…
Justo en ese instante, la mano derecha de David se
cerró violentamente en su delicada muñeca.
−David, ya, para −le dijo Carla, apretando un poco
los dientes; en realidad, el apretón le había dolido un montón−. Mejor
hablemos…
Pero ahí estaba David, con la cabeza gacha,
cubierta por su lacio y negro pelo, y con su diestra apretándola con cada vez
más fuerza.
−Lo que no te he dicho –susurró el chico, apagado−,
es que este tipo, este violador en masa, fue muerto luego de que descubrieran
que había matado a toda una familia de ricos políticos; bueno, a los que mató
luego de haberlos violado sin parar por todo un día. No le importó si eran
niños pequeños, el padre de la familia, o su anciana madre postrada en cama; se
los hizo a todo por igual, sin parar.
−David…, me estás asustando.
El chico levantó la mirada.
−¿Quién dijo que me llamaba David?