Si su padre hubiera visto el
volantín perderse entre las puntas de los grandes edificios, simplemente habría
dicho: “bah,
déjalo ir, compremos otro”. Hasta casi podía escucharlo pronunciando
aquellas palabras. Sin embargo, su padre distaba mucho de encontrarse cerca.
Por lo tanto las cosas, en esta oportunidad, serían un poco diferentes.
Sin dinero a mano y sin ánimos de molestar a su madre (la que seguramente debía
de seguir viendo su teleserie de la tarde), Daniel optó por seguirle el rastro
al volantín con la mirada y correr lo más rápido posible en su búsqueda. Pensó
fugazmente en decirle a su madre que iría por ahí un rato, a dar una vuelta por
los alrededores (porque no dejaba de ser un niño de apenas ocho años)…, pero
pensó también en que aquello, con toda seguridad, le costaría unos cuantos
segundos vitales que decidirían si el volantín seguía con él o no luego de
haberlo perdido tan tontamente, como siempre le había advertido su padre.
Daniel miró al cielo, cubriéndose los ojos de un sol que brillaba tras un manto
de nubes grises: pudo ver cómo el volantín volaba lento, casi con desgano, por
sobre los techos de los departamentos apostados al frente de su casa, casi como
si se burlara de él.
El niño siguió recto por la
calle hasta que tuvo que doblar a la derecha, vislumbrando el gran sitio eriazo
que se encontraba entre todo el puñado de departamentos en el que vivía. Dio
gracias a Dios por que el viento no hubiera ganado fuerza ni que el volantín se
hubiera quedado atrapado entre los cables de alguno de los postes de
electricidad.
De repente, no pudo creer lo que veían sus ojos: el objeto por el que se
encontraba corriendo comenzó un leve y lento descenso sobre la maltratada y
sucia tierra del erial frente a sus ojos, como si estuviera encantada. ¡Debía
ser su día de suerte! Daniel corrió lo más rápido que pudo por la calle sin
percatarse si estaba a punto de salir un vehículo de su estacionamiento o no:
estaba tan extasiado con volver a recuperar lo suyo, que lo demás le importaba
nada.
Entrando al erial, Daniel pudo darse cuenta de lo grande que era el sitio en
cuestión: envuelto en paredes que evitaban que todos los desechos de la gente
llegaran a tener contacto con la realidad de las personas de los departamentos,
dentro cabían fácilmente unas cinco canchas de fútbol amateur. Claro que Daniel
no hizo aquella comparación; simplemente pensó: “no debería estar aquí”.
−¡Mi volantín! –se dijo el niño, como si hubiera hablado con su amigo
imaginario. ¡Y claro, el volantín estaba ahí, posado justo encima de una caja
de productos Avon vacía y descolorida, encima de un montón de basura apilada!
Daniel no pudo reprimir un ruidito de triunfo.
Corrió con cuidado de no tropezar con algún latón que lo cortara o dañara su
ropa, y subió la pila aferrándose de las cosas menos asquerosas y de aspecto
más seguro que encontró, llegando hasta su preciado volantín con no más que un
simple rasmillón en su brazo derecho.
−¡Sí! −exclamó cuando tomó el volantín con sus manos. ¡Al fin lo había hecho!
¡Había recuperado el volantín que le habían comprado! Le podía demostrar a sus
papás que era totalmente capaz de cuidar sus cosas y mantenerlas por mucho
tiempo sin que necesitara reemplazarlas.
Al darse vuelta y bajar cuidadosamente la pila de basura en que se encontraba
sin borrar su sonrisa de los labios, se halló de frente con una paloma parada
sobre el suelo. Lo miraba de una forma inquietante, como si no tuviera vida,
como si fuera un simple recipiente vacío pero animado.
−¡Shú, vete! −le dijo Daniel, pateando el aire a centímetros de ella. La paloma
emitió su singular ruido, voló para esquivar la patada que no le iba a llegar y
se fue.
Sin embargo, mucho antes de que Daniel llegara a declararse victorioso
siquiera, aparecieron casi inmediatamente dos palomas más, una a cada flanco.
Ninguna de ellas era la misma que había asustado antes: una era gorda, la de la
derecha, mientras que la otra tenía un ojo menos y las alas maltrechas.
Las palomas ulularon.
−¡Váyanse! −les gritó Daniel, sin soltar su volantín. Pero no le hicieron caso;
de hecho, pareció llamar a tres palomas más, que se posaron tras el niño, en
la misma pila de basura que acababa de bajar. El niño ni siquiera tuvo
oportunidad de sentir una pizca de miedo cuando media docena de palomas se
ubicó donde había estado la primera, otra media docena más a su izquierda y
tres más a su derecha−. ¡Váyan…!
Pero ni siquiera llegó a pronunciar otra vez aquella palabra: cada flanco que
tenían asegurado las aves, volvió a ser rellenado por aún más palomas. Estaban
pasando de una tropa a un gran ejército. Se multiplicaban a cada segundo,
rodeando al niño por todos los espacios posibles: estaban sobre televisores
agrietados, en los sofás destrozados, en trozos de madera mohosa, en pedazos
inutilizables y corroídos de automóviles…, todas contemplando a Daniel con esa
mirada que no expresaba absolutamente nada. Todos esos ojos vacíos.
Entonces todas ulularon al unísono, formando un solo y horrible sonido. Daniel
se puso a llorar del terror que le invadía. Deseó no haber partido nunca en pos
de su querido volantín. Si hubiera estado su padre con él, seguramente habría
sido otra historia…
El niño alcanzó a vislumbrar una paloma despegando de su posición justo cuando
se proponía gritar por ayuda, como si el animal hubiera leído mentalmente sus
intenciones. Por lo tanto, su boca nunca alcanzó a abrirse para pronunciar
palabra alguna: la paloma tomó justo a tiempo los labios del pequeño con su
diminuto pico; no le causó gran daño, pero cumplió con su objetivo: lo mantuvo
callado y aislado del mundo adulto para siempre. Para cuando el niño iba a
sacar al maldito animal de un manotazo, las demás aves partieron a socorrerla,
atacando al niño por todos lados, cubriéndolo en su totalidad en cuestión de
segundos. Daniel tuvo la mala suerte de no morir de inmediato y sentir cómo las
palomas pellizcaban fuertemente su piel, arrancándosela pedacito por pedacito
con sus pequeños picos, como si intentaran expresar toda la rabia y odio que
sentían por los seres humanos que usualmente las maltrataban.
Fue sólo una cuestión de segundos.
Para cuando hubieron terminado, las aves levantaron el vuelo y abandonaron la
ropa del niño hecha girones y ensangrentada sobre la tierra. Sus restos ya no
eran un problema para ellas: que los humanos se culparan los unos con los otros
por un asesinato que nadie había cometido, como siempre lo hacían.
Y al no tener a nadie que lo retuviera, el volantín se removió por sobre los
restos de su antiguo dueño y se izó por los aires, libre otra vez.