Este día sábado no fue como cualquier
otro día sábado: me levanté temprano (incluso antes de que sonara la alarma
despertadora diez minutos antes de las ocho), defequé tranquilamente, me bañé
con el agua bien tibia y desayuné buenos alimentos como cualquier otro joven
sano de América Latina lo haría. Me sentía como un niño a punto de tener una
nueva consola de videojuegos, un computador bien equipado, o, siendo un poco
más perverso, a punto de ver su primera teta proyectada (gracias a los rayos
catódicos) en un televisor de tamaño considerable. ¡Mierda, si me sentía un
niño porque iba a jugar un torneo de cartas, como en los viejos tiempos!
Pero
acá ocurrió un hecho que me devolvió a la realidad: resulta que por cosas
fortuitas, un amigo que hice jugando cartas me dio la chance de ir al lugar
donde se celebraría el evento (en cuestión) en el mismo auto que Carlos
Herrera, uno de los ilustradores más célebres de Mitos y Leyendas (el juego de
cartas que justamente íbamos a jugar, cómo si no). Entonces pensé en que el
tiempo había pasado volando: ya no tenía dieciséis años como en ése tiempo, me
afeito más seguido de lo que malditamente desearía, demoro más de un minuto en
empezar a orinar, mi hígado está deteriorado, mi memoria es errática la mayoría
del tiempo, ya no necesito masturbarme tanto para mantener mi pene inactivo
contra su voluntad y he hecho y elegido cosas que mejor no hubiera hecho ni
elegido nunca. Pero ahí estaba, frente a alguien a quien, por motivos más
infantiles de los que acostumbro comúnmente, había admirado en mis mejores
tiempos de jugador. Sin embargo, en esta ocasión no vi a alguien quien me
firmaría una carta o me escribiera una dedicatoria en el género de mis
calzoncillos húmedos; no: esta vez vi a alguien quien había ganado todo lo que
tiene gracias a su pulso, sudor y esfuerzo, pudiendo vivir más o menos de
manera cómoda de lo que más le gustaba hacer en la vida: dibujar.
La
pregunta que le formulé fue sencilla: “¿cómo lo hiciste?”; porque debe haber
una fórmula, pienso en mi fuero interno, porque no quiero ser una persona que
viva todos los días de su perra y miserable vida haciendo algo que no le gusta
hacer: me basta con ver a un millón de personas haciendo sus quehaceres con
cara de perro en el mundo, muriendo de a poco, para saber que no quiero eso.
Carlos me mira y me dice: “no hice nada más que dibujar”. Y era verdad: Carlos
no había hecho nada más que dibujar, dibujar y dibujar cada vez que pudo.
Incluso, nos reveló, habían veces en que hablaba con los profesores de su
universidad para poder faltar a clases y así evitar el engorroso proceso mental
de estudiar materias que se sabía estaban ahí para separar una carrera de
instituto con una de universidad. Puta burocracia…
Para
cuando íbamos por la mitad del camino, Carlos ya se había soltado un poco con
nosotros y empezó a hablar de lo que pensaba sobre la educación chilena. En
resumidas palabras, dijo que la educación básica, media y universitaria era una
pérdida de tiempo y energía para los proyectos personales. “Hay gente que no
necesita estudiar para hacer lo que quiere. Sólo necesita tiempo, plata y
energía”. Y el colegio y la universidad, por lo general, se llevaba todo eso.
“El problema está en que la mayoría de la gente piensa que está bien, que hay
que perder más de veinte años de vida en algo que no te va a servir para nada”.
¿El problema? Estamos en un país donde un título lo vale todo, y donde un
título de ingeniero le vuela la raja al título de un profesor. “Deberían
enseñarle eso a los niños de ahora; que si quieren ser músicos, que aprovechen
el tiempo en trabajar para ser mejores músicos y comprar mejores instrumentos.
Es algo lógico, ¿no?”.
Después,
en todo el torneo, no pude dejar de pensar en que tal vez estaba bien, que mi
forma de pensar (y la de muchos de mis amigos) estaba bien. Son muchas personas
exitosas que conozco hasta ahora las que han dejado la universidad y ciertos
proyectos impuestos por sus padres hasta la mitad para dedicarse cien por
ciento a lo que les gusta y ser lo que son ahora gracias a su esfuerzo e
ímpetu. Quizá por ahí vaya la cosa, me dije mientras pagaba siete oros para
jugar Visión del Ragnarok y dejar la
zorra en el campo de batalla. Quizá vaya por ahí.
Para
cuando me despedí de Carlos, el simpático ilustrador, le di la mano y le dije:
“gracias por ayudarme. Ahora iré a hacer los trámites para salirme de la U”.
¿Hubiera pensado lo mismo hace más de seis años?