Historia #207: Propuestas indecentes



Hoy día me pasó una güeá bien rara (y algo graciosa) en el supermercado mientras empacaba las compras de los clientes.
            Resulta que llegó hasta mi caja recaudadora un hombre de unos cincuenta, sesenta años de pelo corto, casi calvo, lentes de montura delgada y la cara cubierta por esas venas rojas que lucen la mayoría de las personas de la tercera edad. El asunto es que me entregó un par de bolsas de género para que echara todos sus productos en orden al carro que andaba trayendo consigo y esperó a que la cajera le anunciara el total de su compra. Ya, todo bien, el caballero era súper simpático, nos sonrió a todos y no dejaba de irradiar mucha buena onda…, hasta que me dijo lascivamente: “oye, por qué no me echai’ todo adentro”.
Al principio no me lo tomé a mal, obvio, no es que mi doble sentido esté funcionando las veinticuatro horas del día como para pasarme rollos con todo lo que llega a mis oídos, pero al mirarlo a los ojos y pedirle perdón por no haberle escuchado bien, el hombre volvió a decirme: “échame TODO adentro”; entonces vislumbré un extraño brillo en su mirada. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo, como hacen algunas actrices porno para excitar a quienes las observan. Y pucha, no me quedo otra que tragar saliva y hacerle caso (de manera literal, naturalmente).
“Ahí tiene sus cosas”, le dije, dejando sus bolsas de género ordenadamente dentro del carro.
El hombre extendió su mano para ofrecerme unas cuantas monedas como propina, y al momento de hacer ésta contacto con la mía, sentí cómo pasaba las yemas de sus dedos por mi palma de forma delicada y tierna, como un cariño, y yo no pude hacer otra cosa que retirarla de ahí sacándole todas las monedas que me ofrecía. Le di las gracias y lo vi marcharse lejos, hasta que llegó a la entrada del recinto, me miró de vuelta, y al darse cuenta que no le había quitado la vista de encima, salió raudo hacia el estacionamiento donde debía estar su auto, camioneta, o lo que fuera que utilizara para movilizarse el fulano éste.
Y yo ahora pienso, después de escribir todo esto: ¿por qué no me pasa lo mismo con todas las mujeres que atiendo? ¿Por qué, por qué, diosito, por qué?