Reflexión #11: El lenguaje es un virus

 

El autor estadounidense William S. Burroughs señalaba que el lenguaje humano es un virus alienígena caído del espacio exterior, capaz de nutrir y separar a la misma raza que la utiliza como instrumento, de su propia e intrínseca naturaleza. Hablaba también de un desapego de la esencia natural apenas el virus ingresaba en el cuerpo de una persona, dándole la capacidad para nombrar cosas a la vez que se olvidaba del verdadero objetivo de ellas. En palabras más simples, si un ser vivo tiene sed, instintivamente buscará alguna fuente de “agua” para poder beber y satisfacer su necesidad: el ser bebe “agua”, la sed se calma. Sin embargo, siguiendo la misma línea del ejemplo, el humano, al emplear el lenguaje (o este virus alienígena), no solo buscará una fuente de “agua” para sobrevivir, sino que buscará una fuente de “agua potable”, porque tiene consciencia de que hay líquidos que le hacen bien, así como hay líquidos que le hacen mal. Y bueno, llevando el caso más allá, el humano al referirse al “agua potable” para saciar su sed, puede estar pensando, quizá, en una botella de “agua mineralizada sin gas” (porque el “agua mineralizada con gas” le provoca problemas estomacales), o tal vez en una botella de “agua isotónica”, o simplemente en un vaso de “agua con hielo”, pero ya no piensa en la misma fuente de “agua” que el zorro sediento, el pájaro cansado o la abeja trabajólica. De cierta manera, y como el mismo Burroughs dice, el lenguaje nos quitó las raíces naturales de nuestra esencia para nombrar y dividirlo todo.

            Menciono todo esto porque ahora, a casi treinta años de la muerte de Burroughs, sus palabras me hacen un sentido enorme. Y cómo no, si hoy en día todo conlleva un rótulo incluso muchas veces innecesario, palabras que, en vez de unir, dividen y generan inestabilidad a donde quiera que veamos.

            Podríamos empezar con un ejercicio simple, viejo y a la vez actual: la política. Es de conocimiento histórico que la gente se ha dividido siempre en bandos diferentes según sus ideas, ideales, metas y objetivos (no todos altruistas, por supuesto), así como también es de conocimiento popular que los actores políticos más altos son quienes aprovecharon esto para generar una brecha que, desde la civilización griega hasta el día de hoy, sólo crece más y más a medida que avanza el tiempo. Así fue como, a grandes rasgos y en términos políticos, nació la “izquierda” y la “derecha” para representar a quienes: creían en algo en particular, y a sus opositores.

Obviamente tanto la “izquierda” como la “derecha”, ambas referencias a extremidades opuestas de un sinnúmero de especies pluricelulares con las que compartimos nuestro mundo, acuñan ideas y perspectivas del mundo distintas: mientras la gente de “izquierda” cree a grandes rasgos en el poder popular, los de “derecha” piensan que el totalitarismo es la vía correcta para el desarrollo de la humanidad. No obstante, a medida que avanzan los años, el verdadero fin de ambas palabras (en términos políticos) se ha ido perdiendo en un mar de significados erróneos hasta dar con nuevos rótulos que aún siguen separando más a la gente según sus creencias y pensamientos. Así tenemos ahora la “centro izquierda”, la “ultra derecha”, la “derecha cristiana”, la “izquierda comunista”, etcétera, etcétera, entre otras tantas, a partir de dos simples posiciones.

Muchos podrán decir que esto es importante, porque así cada persona gana una relevancia más ajustada a lo que piensa, vive y visiona. Y en cierta manera está bien, porque a cada día que pasa, más necesitamos ser reconocidos y considerados a partir de nuestras creencias y perspectivas, ser de una sola línea, como quien dice coloquialmente.

Sin embargo, y sin que nos hayamos dado cuenta, el virus del lenguaje ya ha hecho lo suyo: está completamente dentro de nuestro ADN, dividiéndonos lentamente los unos de los otros. Ya no pensamos a partir de nuestros instintos ni actuamos en base a lo que necesitamos, sino que todo lo contrario: pensamos y actuamos en base a rótulos y etiquetas no sólo para complacernos, sino que para complacer a los demás que también esperan algo de nuestro rótulo o etiqueta autoimpuesta.

Claro, muchos dirán que ser de “izquierda” inminentemente te hace creer en el comunismo, o que por ser de “derecha” de inmediato querrás que los pobres mueran bajo la bota militar del dictador de turno, pero no necesariamente es así. La etiqueta autoimpuesta (o puesta por los demás o por alguien en específico) será querida por algunos −que comparten o buscan la misma etiqueta−, o será odiada por quienes piensan de modo contrario a ella, pero siempre te llevará a otro grupo cuyos integrantes se parezcan a ti.

Por supuesto, una etiqueta o rótulo te llevará a un grupo específico de personas, y si te sientes inconforme con ese grupo, ya sea por diferentes razones o visiones de mundo, probablemente tendrás que buscar a otro grupo, quizá un tanto más reducido en número comparado con el anterior, que verdaderamente se ajuste a lo que piensas.

Pero a la larga, entre más divisiones tras divisiones que se hagan, en vez de fortalecer una idea, sólo se desintegra más y más hasta perder la fuerza esperada.

Pondré un caso todavía más cercano a la gente: los movimientos sociales.

Últimamente se ha visto alrededor de todo el mundo cómo la gente se levanta en conjunto para hacerle frente a un sistema que debiera eliminarse. Todos coinciden en lo mismo, y habría que ser un ciego para no percatarse de que una gran mayoría está cansada de los abusos de los tiempos modernos. Sin embargo, y a medida que los meses y años avanzan, los estallidos sociales ocurridos por la rabia, la ira, la pena y la desesperación, todos sentimientos primitivos en el ser humano, se han visto mermados por nada más y nada menos que rótulos o etiquetas.

Hoy en día ya no es una persona quien se manifiesta en contra del sistema en sí, sino que es una persona que se manifiesta por un problema en particular. Si antes todos los manifestantes querían un cambio estructural y profundo en la vida que vivimos como seres de un mismo mundo, ahora se puede hacer una clara diferenciación entre las personas que buscan empezar el sistema desde cero, de aquellos que sólo quieren subir sus sueldos, los que quieren una educación mejor y gratuita, los que desean derechos para los animales, los que desean mejores derechos para los niños, etcétera.

En la práctica, la división no me parece maligna ni demoniaca, porque muchas veces es necesario desmarcarse del todo para poder conocer lo singular; no obstante, al ponernos un rótulo, una etiqueta o llamarnos encarecidamente de una manera, no hacemos más que restarnos y separarnos de los demás. Quizá un carnívoro y un vegano piensen de la misma forma y acudan a las mismas manifestaciones organizadas; quizá piensen que la policía es una mierda o que los gobernantes son unos ineptos que merecen la muerte. Pero a la hora de presentarse con sus etiquetas frente a la sociedad, quizá ya no quieran verse metidos en el mismo grupo. ¿Un carnívoro marchando con un vegano? ¡No, ni hablar, eso va contra todas nuestras reglas personales! Y así, suma y sigue.

Los escritores de ficción no son muy amigos de los autores de obras dramáticas, los músicos de heavy metal no soportan a los que tocan jazz, y los hinchas del Colo Colo darían lo que fuera por ver humillados a los seguidores de la U. de Chile. Tal vez todos quieran ver arder el sistema capitalista que los retiene y los sume en la miseria, pero a la hora de ver manchados sus rótulos, sus etiquetas, la imagen que le dan al mundo, decidan desligarse de cualquier movimiento que los pueda ver hombro con hombro.

Casos en que la regla ha sido omitida existen muchos; es cosa de recordar que en Chile muchas hinchadas de equipos rivales marcharon juntas en las manifestaciones posteriores al 18 de octubre pasado, grupos de gente que no dudaban en violentarse los unos con los otros a la más mínima provocación ahora unidas para hacerle frente a la policía prepotente y represora. Pero desde eso, no he vuelto a presenciar una unión significativa hasta la fecha. (No menciono las campañas sociales de ayuda, puesto que la gente, en su gran mayoría, sólo colabora con éstas para ganar una etiqueta social especial muy distinta de la que suelen mostrarle a los demás en su día a día. Como bien dijo Kant: el hombre arribista, tacaño y de malos modales no ganará el rótulo de “bondadoso” o “caritativo” sólo por una acción en su vida, así como Hitler no podría tener el título de “buena persona” sólo por ser “vegetariano” pasando por alto todos sus crímenes).

Los romanos señalaban que dividir era conquistar, y hoy en día, con este virus del lenguaje en nuestro interior, el mismo que nos impide ver lo esencial, lo importante, nuestra naturaleza misma, parece estar más que nunca en lo correcto.

Quizá el lenguaje no sea un virus alienígena como sostenía William S. Burroughs; quizá sea un virus terrestre creado por unos pocos, unos visionarios que previeron que el pueblo jamás podría hacerles nada si éste perdía fuerza al separarse. Y a casi treinta años de estas palabras, creo más que nunca en que señalaban lo correcto.

Poema #44 La pena

Hay tanta pena en el mundo
¿Cómo no la pueden ver?
Se acumula en las calles
Cae como el sudor en la cara de un anciano
Se retiene en las manos nudosas de una mujer que no da más de cansancio
Se puede oler en la distancia de dos enamorados separados
Se siente en los colores del crepúsculo
En la sensación vacía después de hacer el amor con un desconocido
Es tan grande
que abarca días y noches
Calendarios marcados
Nos hace débiles
Abrumados y desolados
¿Cómo es que no la pueden ver?

Historia #257: Los capuchas


El otro día me pasó un hecho digno de ser narrado: resulta que a eso de las diez y media de la noche, un rato después de que la prepotencia y la violencia de los pacos parara, compré unas chelas en la botillería de la avenida y me fui a sentar cerca de unos capuchas en la cuneta, tomando vino en caja y escuchando trap a todo ritmo. Yo los había visto pelear toda la tarde, y tanto los hombres como las mujeres no debían superar los veinte años de edad (de hecho, ahora que lo pienso, parecían más escolares que universitarios).
            El asunto fue que un hombre de unos cincuenta años, asiduo a las protestas y conocido por sus aguardentosos comentarios sobre qué hacer con los pacos (“¡por qué nadie pesca a un paco y lo mata, si es tan re fácil!”, entre otros de la misma índole), se acercó a ellos trastrabillando por los efectos del copete. El hombre se paró frente a ellos y les gritó: “¡cambien esa güeá de música, es una mierda! La revolución se hace con Víctor Jara, Quilapayún, Sol y lluvia, no con esas güeás”, haciendo los imaginables gestos con las manos y la cara.
            Los capuchas ni siquiera se calentaron la cabeza con el viejo (es muy recurrente ver a este tipo de gente dando jugo en las protestas), por lo que siguieron tomando y echando la talla, mientras los autos tocaban la bocina y evadían la barricada a unos cuantos metros más allá.
Pero éste insistió tanto, que uno de los capuchas se levantó y le dio cara. Yo cacho que el viejo se meó ahí mismo, porque el capucha medía unos dos metros, se puso frente a él, todo choro, y le dijo de una: “viejo culiao, yo siempre lo veo hablando güeás, pero nunca lo veo pescar una piedra y tirársela a los pacos. Déjese de hablar güeás; esa música que le gusta ya pasó. Esta güeá es del pueblo: nosotros no tenemos partido ni esa’ güeás. No estamo’ ni ahí”.
            Varios escucharon la respuesta (en ese momento algunos prendían velas en una suerte de santuario que hicieron los manifestantes en honor a los muertos, torturados y desaparecidos por las fuerzas de la seguridad pública desde que empezó todo esto), y nadie dijo nada. Podría haber sido que los amigos capuchas del capucha se rieran o empezaran a insultar al viejo tan poco recurrente, pero ninguno de ellos dijo ni hizo nada; era como si con la mirada le dijeran: “es verdad lo que dice el amigo, viejo conchetumare, así que ándate mejor, culiao perkin, si no querí’ que te saquemo’ la chucha”, secundando la idea del que le respondió.
            El viejo, obviamente, quedó destrozado, y ante el hecho de verse disminuido y humillado por unos pendejos que debían ser más chicos que su hijo más chico (¡por Dios que pienso en la persona que haya tenido que tolerar a este sujeto por tanto tiempo a su lado!), y se fue para volver al día siguiente para seguir hablando güeás y hacer olímpicos gestos para evitar mojarse el potito a la hora de la verdad.
            El capucha volvió a la cuneta, mientras Bad Bunny hablaba sobre una casual rociada de semen sobre la cara de una chica con la que de seguro se había involucrado sexualmente, y siguió tomando vino de la caja con sus amigos. No recuerdo muy bien si lo felicitaron o algo así, pero la verdad es que para ellos la respuesta del capucha fue tan natural como para nosotros es vincular, de una u otra manera, la figura de ciertos personajes históricos a un ideal más libertario y decantado en la igualdad de clases que la de muchos otros, digamos, más fascistas, vinculando a ciertos hombres y mujeres con los ideales populares de este momento que vivimos a diario. Con esto no me refiero que se deba dejar de lado una lucha inconclusa, mantenida en silencio por ya casi treinta años, y olvidar a grandes artistas de un pensamiento digno de emular como ciudadanos de un nuevo y mejor país; sin embargo, en palabras más simples: lo nuevo es nuevo, y así como no tiene una cara visible (un enemigo real contra el cual actuar, según el presidente), este movimiento tampoco tiene un color ni un amigo en las altas esferas de la realidad política.
Las nuevas generaciones, a pesar de todo el pronóstico funesto que tenía de ellos antes que estallara el movimiento social, la tienen súper clara: no le creerán a nadie hasta que consigan lo que quieren: que suban los sueldos, que la plata se reparta mejor, borrar del mapa a todas las AFPs, que los políticos corruptos paguen todas las vidas que han quitado con el fin de beneficiar sus bolsillos, una nueva Constitución, etcétera. Son los mismos que han visto cometer errores a los más viejos y se sienten atormentados por una inevitable vida de mierda que se les viene encima sólo por ser parte de un sistema indigno; pero ellos en vez de quedarse de brazos cruzados y esperar a que alguien les de alguna migaja con la cual sentirse queridos y ajusticiados, tomaron las riendas del asunto y nos demostraron que, a la manera nueva y nuestra de ver la vida (sin hijos, sin responsabilidades arcaicas impuestas por unos vejestorios, por ejemplo), no tendría por qué haber miedo: en un mundo en que sabemos que lo vamos a perder todo no importando qué hagamos (trabajar en más de un trabajo para poder pagar las cuentas a final de mes, o competir incansablemente para poder tener el sustento), el arriesgarse un poco para por fin darle vuelta la mano a los hijos de puta que nos tienen viviendo horrible y miserablemente desde hace épocas, lo vale. No es tan difícil de entender, ¿no?
            Por eso digo que las nuevas generaciones la tienen más que clara: quieren algo y están seguros que lo conseguirán (el lema patrio reza “por la razón o la fuerza”, ¿no?), no importa el costo. Escuchan la música que les gusta, se manifiestan de la mejor manera que pueden (es lógico que la violencia sea el único camino después de haber visto a sus papás o hermanos mayores haciendo el ridículo en genkidamas por la educación o bailando Thriller para intentar salvar el planeta), y no están ni ahí con los héroes de los viejos: para ellos son todos lo mismo, tanto los malhechores como los cómplices (ya saben de qué partidos políticos hablo). Por eso nada de comunismo ni nada de fascismo. Al parecer su paleta de colores es más abierta que la nuestra: como los pájaros, ven mejor la realidad que, por ejemplo, los perros con su visión en escala de grises. Depende de nosotros elegir el animal correcto y su instintivo paradigma, por supuesto.

Cuento #103: Mujer en problemas


Luego de tomarse la última cerveza antes del cierre del local, Fabián y Cristián encendieron un cigarro y caminaron rumbo al paradero de los colectivos que los llevarían a casa. Eran pasadas las tres de la mañana, y era una suerte que ambos fueran vecinos: a esa hora de la noche era sumamente difícil llenar un vehículo para que partiera lo más pronto posible, y obviamente que restaran dos para completarlo era mucho mejor que tres. No había que ser un gran maestro matemático para saberlo.
            Fabián apagó la colilla del cigarro contra el basurero antes de arrojarlo adentro y subirse al colectivo detrás de su amigo, quedando justamente en la parte del medio de éste. El asiento del copiloto estaba ocupado ya por un pasajero, y por fortuna el último no demoró en llegar y rellenar el espacio (todo borracho y balbuceante). Los pasajeros pagaron el pasaje y dieron sus direcciones mientras la conductora arrancaba el vehículo. Como Fabián y Cristian vivían cerca, dieron la del segundo para facilitar las cosas.
            ¿Habrá llega’o el René a la casa?
            Cristian tenía la duda si el tercer amigo con el que habían estado tomando cerveza y conversando en el local estaba lo suficientemente dentro de sus cabales como para haber llegado a su casa sin problemas. Una vez se habían despedido de él estando tan borracho, que tomó un colectivo equivocado y terminó por darse cuenta de su error cuando ya era demasiado tarde y se encontraba al otro extremo de la ciudad, kilómetros lejos de donde vivía.
En esa ocasión fue su papá el que lo salvó de los efectos de su propia humillación. Sin más plata para movilizarse y en un estado que dejaba bastante que desear, René había creído que lo mejor era tragarse la vergüenza y recurrir al último bastión de ayuda aunque le costara un agotador discurso moral al día siguiente para la hora del almuerzo.
−A lo mejor se fue donde su polola –le dijo Fabián−. Por lo que supe, se le descargó el celular.
Esperando que René tuviera mejor sentido de la orientación en esta oportunidad, los dos amigos cambiaron de tema para planificar la hora en que se juntarían para ir al cumpleaños de la Feña al día siguiente, mientras la conductora del colectivo (una mujer de aspecto mayor, ojos claros y una frondosa mata de pelo castaño ondulado) se estacionaba frente a una plaza para dejar al pasajero ubicado en el asiento del copiloto.
−¿Adónde va usted? –le preguntó la mujer al último de los jóvenes que se había subido al colectivo antes de volver a echar a andarlo.
−Voy a Bellavista.
Por una extraña razón, los amigos tuvieron la impresión de que la mujer había palidecido.
            −¿Y ustedes? –le preguntó esta vez a Cristian y Fabián. Si no se hubieran encontrado con tanta cerveza en sus organismos, se habrían dado cuenta de que la voz de la conductora estaba impregnada con lo que en primera instancia parecía ansiedad.
            Cristian dio su dirección. La conductora los miraba desde el espejo retrovisor con avidez.
            −¿Les puedo pedir un favor? –preguntó ella−. ¿Podría dejarlos al último, después de él? –Apuntó hacia el joven que se dirigía a Bellavista.
            Cristian y Fabián se observaron, y dijeron que sí encogiéndose de hombros.
            −Sí, por qué no –dijo el primero.
            Bellavista era un sector alejado, a unos cuantos minutos de donde vivían ambos amigos (estando en un vehículo), más allá del cementerio que muchos se enorgullecían en llamar parque del recuerdo. Como aún no eran muchos los pobladores de aquel lugar, el sector seguía gozando del ambiente campestre y natural que la villa había agotado hacía tiempo en pos del crecimiento de la población y su eventual evolución. Quizá la conductora temiera un ataque por parte de algún enajenado que, gracias a saberse lejos de la civilización (digamos, unos cinco pasos más allá del límite) y sus luces delatoras, se sintiera capaz de destrozarle el auto, asaltarla y hasta violarla.
Bueno, quién sabía. El asunto es que el colectivo pasó raudo frente a la casa de Fabián, avanzando por la avenida que atravesaba gran parte de la villa, hasta dar con la carretera rumbo al valle. La ausencia de postes de luz a los bordes de ésta permitía que las estrellas pudieran ser apreciadas sin mayores problemas; Cristian, que iba del costado izquierdo del auto, se quedó un buen rato observándolas (mientras su amigo hacía no sé qué en su celular y pasaban frente al parque del recuerdo) hasta que éste se detuvo y se apeó el joven restante de manera trabajosa. Dio las gracias con un modular pastoso, cerró la puerta con cuidado tras él y encaminó por el camino oscuro que llevaba a la zona poblada del sector, muchísimos metros más allá. Tanto Fabián como Cristian sintieron un inexplicable acceso de empatía por él; sabían de antemano lo miserable que era caminar hecho bolsa hasta tu casa.
Entonces la conductora dio media vuelta en la carretera y enfiló de regreso a la villa. Cristian pensó que ésta diría que no le gustaban los borrachos, ni menos le apetecía tener que dejar a uno en un lugar tan alejado de su zona segura. Pero lo que explicó luego fue algo totalmente contrario.
−Muchas gracias por acompañarme –dijo ella, notoriamente agradecida. La mirada que les dedicaba desde el espejo retrovisor estaba llena de una rara mezcla entre miedo y seguridad, como cuando despertabas por la noche y no sabías si seguías soñando, o si volvías a encontrarte en el mundo de la conciencia.
Los dos amigos le dedicaron un gesto en señal de indiferencia.
−Yo me dije que nunca más iba a traer gente aquí, pero ese niño estaba tan cura’o, que me dio pena no traerlo –La mujer hablaba con tono dañado. Parecía una mamá hablando con sus hijos en la oscuridad. Fabián se percató (por la luz frontal de los autos del lado contrario de la carretera) que sus ojos verdes destilaban miedo en la negrura. De pronto había pasado a ser otra madre tan aterrada como sus hijos−. Ustedes no me van a creer, pero aquí se me apareció un fantasma.
Los dos amigos no entendieron a qué se refería ella en un principio, pero al pasar justamente frente al cementerio (aunque muchos le adjudicaran el nombre de parque por la disposición de sus tumbas), comprendieron la dimensión de sus palabras.
−Un poco después de donde dejé al joven de recién, me hizo parar una mujer –dijo la conductora sin quitar la vista del frente. De pronto el interior del auto pareció incluso más oscuro. A pesar de que sus cabezas zumbaban por culpa del alcohol consumido, Fabián y Cristian tenían volcada toda su atención en lo que hablaba ella−. Ese día vine a dejar aquí a mi último pasajero de la noche, ya saben, el último ante’ de tirar la toalla y acostarme y chao pesca’o, hasta mañana. Pero me dije “cómo voy a ser tan penca como pa’ dejarla tirá” po’, ustedes saben que hay que ayudar a las del género y nunca dejarla’ tirá’, así que paré, y mientras ella se acercaba a la puerta trasera del auto, donde van ustede’, me dije que si ella iba al centro, al menos podía dejarla en un punto donde le fuera más fácil dar con otro colectivo; no sé, no se me ocurría otra cosa, si igual eran las cinco de la mañana y estaba muerta de sueño.
La voz de la conductora se estaba quebrando. Cristian se percató que acababan de dejar atrás el cementerio.
−Se veía súper normal –continuó ella−. La veía como los veo ahora a ustede’, así de nítido. No sabría cómo decirlo, pero era muy…, no sé, real. Se parecía a esa actriz que sale en la teleserie de la tarde, la Javiera Díaz no sé qué, pero mucho menos rubia y alta. Recuerdo que llevaba un abrigo blanco, largo, uno de esos que se ocupan en invierno, cuando hace mucho frío; así resaltaba una enormidad en la noche. Le pregunté dónde iba, y me dijo que a Emilio Bello, justo cerca de mi casa. Así que no le cobré (porque las mujeres debemo’ ayudarnos) y partí sin más.
»No me acuerdo qué hablamos, pero sí mencionamos la poca empatía que tienen otros conductores al no llevar a una mujer como ella a casa (ya fuera por pura mala onda o porque al final de cuentas siempre terminaban violentándolas o violándolas). Recuerdo que hablaba bajito, como si estuviera muerta de miedo, pero hablaba al fin y al cabo. Digo esto porque cuando la miré por el retrovisor para ver si estaba llorando o algo…, ya no estaba.
Cristian y Fabián no sabían qué decir. Podría haber sido todo una broma (quizá uno de esos programas donde se registran las reacciones de los pasajeros con cámaras ocultas en el salpicadero), pero cuando la conductora rompió a llorar, supieron que hablaba en serio.
De pronto, incluso con las luces de los postes ubicados a la entrada de la población iluminando nuevamente el interior del vehículo, sintieron cómo un súbito terror les subía por el espinazo. Básicamente los amigos no creían en lo sobrenatural, pero el relato se sentía tan real, tan cercano, que no dudaron en su autenticidad. Era cosa de recordar un montón de otras historias en que conductores contaban que subían gente a sus vehículos en medio de la noche, sólo para terminar dándose cuenta que en realidad no iba nadie con ellos. Además estaba el hecho de que al momento de subirla al colectivo, se hallaban a menos de un kilómetro y medio del cementerio, lo que podía justificar la aparición de la mujer como un ente inexplicable.
Fabián intentó decirle algo para calmarla, pero no encontró las palabras para hacerlo. Era muy difícil hacerlo a esas horas de la noche.
−En un principio pensé que me había vuelto loca, que estaba viendo cosas que no existían como cuando se te cae un tornillo, pero no he sido la única –dijo la conductora, sorbiendo sus mocos con la manga de su chaleco−. A otros do’ colegas le’ ha pasado lo mismo, con la misma mujer y su mismo abrigo. 
−O sea que no sólo le ha pasado a usted –dijo Cristian.
−Claro. O sea que no estoy loca –dijo ella, antes de doblar en la siguiente calle−. Pero ya nunca más volveré a pasar por ahí sola, aunque no recoja a esa mujer y no tenga por qué estar ahí, como hoy. Por eso: gracias.
Cristian, que había sentido los efectos de la cerveza disiparse tras el relato de la mujer, le dijo que siempre era mejor prevenir que lamentar.
Así, ya un poco más calmada y relajada, la conductora se detuvo frente a la casa de éste último. Cuando los dos se hallaron de pie afuera del colectivo, ella les dijo:
−Muchas gracias por todo, y que Dios los bendiga.
Acto seguido, partió rumbo al centro de la ciudad en búsqueda de más rezagados nocturnos, los que, dicho sea de paso, jamás faltaban.
−Estuvo cuática la historia –dijo Fabián, sonriendo−. Por un rato creí que era real.
−¡Pero si era real! –respondió su amigo−. No creo que haya inventado toda esa historia del fantasma.
−Sólo quería que la acompañáramos porque el otro güeón estaba muy cura’o. Debe haber pensa’o que la iba a asaltar o algo así.
Cristian se quedó pensativo.
−Ya, puede ser.
−Mañana te llamo para ver lo del carrete de la Feña –le dijo Fabián.
−O me vení’ a buscar nomá’. No creo que salga en todo el día.
Y dicho esto, ambos amigos se despidieron. Cristian entró a su casa (cerrando todo con llaves) mientras que Fabián, por su lado, encaminó a la suya pensando si su amigo René habría llegado o no a su hogar. Sólo esperaba que la cerveza no le hubiera dañado lo suficiente la cabeza como para hacer que se equivocara otra vez de colectivo; porque de ser así, pensó al tiempo que abría la puerta de su casa y subía lentamente por las escaleras hasta su cuarto intentando no meter ruido, con toda seguridad no le dejarían ir con ellos al día siguiente a la fiesta de la Feña (ya fuera su papá o su polola quienes lo impidieran).
Fabián pensaba en dejarle un mensaje por Whatsapp para que respondiera apenas despertara al día siguiente, cuando una idea se presentó en su mente; parecía su propio instinto apremiándolo a descubrir un detalle que había pasado por alto durante el último fragmento de la noche.
El joven se acercó a su ventana para correr la cortina azul marino que lo protegía de los rayos del sol por la tarde. Sólo lo haría por si acaso, como siempre antes de acostarse y asegurarse que nadie buscaba la oportunidad para entrar a su casa por el patio.
Por un instante creyó que la calle estaría vacía, escenario asiduo a esas horas de la madrugada. Pero del otro lado del cristal se hallaba una mujer alta y delgada vestida con un abrigo blanco que le llegaba hasta las rodillas. Fabián, con el corazón paralizado, no podía verle la cara; sin embargo, cuando ella levantó la suya, pudo darse cuenta que no tenía ojos, sino lo que parecía un borrón oscuro, como tachaduras realizadas con plumón negro.
Fabián creyó que se trataba de una ilusión, la idea de un fantasma injerto por el relato de la colectivera minutos atrás. Pero cuando la mujer dio un paso en su dirección, y luego otro, y luego otro, supo que ella jamás había abandonado el vehículo que la había traído hasta ahí, y que ahora era su turno para prestarle ayuda.