Historia #23: De sodio y otras porquerías


Como trabajo empacando en un supermercado, me es habitual presenciar padres dándole de comer a sus inquietos y pequeños hijos sentados en la canasta de los carros, cosa que me horroriza sobremanera: no puedo creer que exista gente que piense que es sano darles de comer bolsas enteras de ramitas saladas o de queso a niños menores de 5 años, o instándolos a tomar Coca-Cola en vez de agua, como si aquello fuera lo más natural del mundo. ¿Sabrán cuánto sodio tiene cada una de esas basuras? ¿Sabrán que un simple vaso de bebida de fantasía tiene el equivalente a diez cucharadas de azúcar aproximadamente? Deben no saberlo, porque si no, estarían dejando en claro que por sus hijos no sienten nada más que odio y rabia… ¿no?
De hecho, creo haber encontrado la razón por la cual mis padres me alimentaban tanto con esas porquerías cuando era chico…

(lágrima silenciosa resbalando por mi mejilla).

Cuento #20: Lo que mi tía dijo


Todos los días, después de almorzar, Leonardo salía al antejardín de su tía para mirar la calle desierta que se extendía del otro lado; lo hacía tan a menudo, que incluso ya creía estar dominando la técnica de dejar su mente en blanco. No era que literalmente muriera de aburrimiento, pero el estar separado de sus amigos por cientos de kilómetros durante casi más de dos semanas, le hacía dar cuenta que hasta mirar a la calle con ellos era más entretenido que cualquier cosa que hiciera ahí, donde la diversión significaba salir a caminar por los mismos lugares de siempre, o ver los programas dedicados a los estúpidos entretelones del Festival de Viña del Mar.
            Sin embargo, fue un grito sordo, proveniente de unas cuantas casas más allá, el que le hizo dar un fuerte respingo en su asiento. Al principio pensó que estaban matando a alguien, y que él era el único que estaba ahí para poder alarmar a los demás; pero tras levantarse con la intención de entrar a la casa, escuchó que una puerta lejana se abría de improviso para dejar salir a un muchacho flaco, de aspecto sucio, que no dejó de gritar:
            −¡QUIERO PASTAAAAAA! ¡QUIERO PASTAAAAAA! −en ningún momento; ni siquiera se detuvo cuando atravesó la destartalada reja de su antejardín, ni cuando se perdió unas cuantas calles más arriba, donde se decía estaba el barrio más peligroso del sector. Nadie salió de su hogar para decir ni comprobar nada; la tarde seguía igual de calurosa y aburrida que todas las demás. Leonardo pensó que tal vez los vecinos estaban acostumbrados a actos como ése, porque nadie hizo nada.
            Entonces le contó todo eso a su tía, quien, sin despegar la vista de su teleserie de la tarde, le respondió:
            −Ese chico está enfermo −Y luego de aclararse ligeramente la garganta, sentenció−: Es un drogadicto.
            −¿Drogadicto?           
            −Sí, un drogadicto. Son tipos que hacen cosas malas por fumar marihuana. La marihuana les seca el cerebro, les hace gritar porquerías en la calle y al final los deja enganchados.    
            −¿Cómo enganchados? −Leonardo ladeó inconscientemente su cabeza.
            −Adictos, adictos −le respondió su interlocutora con rapidez, sin quitar los ojos de la tele en ningún momento−. Hace que la gente termine vendiendo hasta el alma por marihuana.
            −Ah, ya −murmuró Leonardo, ocultando su profunda confusión interna. Quiso decirle a su tía que el muchacho jamás había pronunciado la palabra marihuana siquiera, que en realidad tenía pinta de querer cualquier otra cosa. Estaba pensando en eso cuando volvió a su puesto del antejardín y se sentó otra vez en su asiento predilecto, siendo consciente, una vez más, de lo aburridas que eran sus vacaciones y lo mucho que extrañaba a sus amigos del barrio.
            No obstante, no estuvo sentado ni diez minutos cuando volvió a aparecer el muchacho delgado y sucio por el mismo lugar que se había marchado; esta vez venía trotando a paso ligero, con una ancha sonrisa en su boca. Pasó directo a su casa y cerró la puerta (que había dejado abierta) con un fuerte portazo.                
            Probablemente así fuera un verdadero adicto, como esos vagabundos que piden monedas en la calle, hediondos a orines y excrementos, siempre gritando en su propio mundo, sin que nada les importara realmente.
Leonardo pensaba en lo genial que se escuchaba todo eso, cuando se oyó un nuevo grito proveniente del mismo lugar que el anterior; el chico, en vez de alarmarse, ésta vez sólo prestó atención.
            Para cuando la puerta del muchacho delgado y sucio volvió a abrirse, éste salía corriendo, gritando a todo pulmón:
            −¡FUEGOOO! ¡NO TENGO FUEGOOOO! ¡FUEGOOOO!