Historia #250: La funa

Güena.
Güena, güeón.
Oye, ¿teni’ las dos lucas del copete del otro día que te presté? 
−Mmmm... ¿sabi’?, no tengo ni uno, pero puede que en dos días más te los pase... oye, ¿qué estai haciendo con el celu?

−Nada... funándote por Facebook.

Largo camino a la ruina #40: Descifrar el mensaje

No sabía por qué me ardía tanto la espalda: era como si me hubiera rasmillado con algo muy duro, una rama, la punta de un clavo o algo por el estilo; el asunto es que la espalda me ardía un montón y no sabía por qué. Me levanté de la cama apretando los dientes y me dirigí al baño para mirarme la espalda. Por lo poco y nada que veía, me di cuenta que tenía unas marcas finas y rojas atravesando desde una escápula a otra, pero no podía contemplarlas en su totalidad como para dilucidar por qué me molestaban tanto en realidad. Como escuché que el Juan se estaba levantando o arreglándose para ir a la universidad, golpeé su puerta para que se asomara y le pudiera preguntar que qué veía en mi espalda. Me levanté la polera para que viera y escuché cómo empezaba a matarse de la risa. Qué onda, le pregunté.
−Güeón, tení’ la espalda hecha pico –me dijo−. Tení’ rasguños por toda la parte de al medio, y pareciera que… son tablas de multiplicar.
−¿Tablas de multiplicar? –Mi expresión de “qué mierda está pasando” fue inevitable−. ¿Qué onda?
−¿No te acordai’ qué hiciste ayer?
Ayer, pensé, qué hice ayer.
−Ayer estuve con la… −Entonces me acordé que estuvimos con la Loreto en un motel porque no teníamos otro lugar para ir; también me acordé de los gritos de la pareja de al lado (que en realidad eran adultos mayores) y la risa que nos había provocado verlos salir al mismo tiempo que nosotros−. Ah, ya recuerdo.
−¿Fue la Loreto, no?
−Já, sí, qué idiota soy; se me había olvidado.
−¿Pero y por qué las tablas de multiplicar?
            −Ni idea –le dije, alzándome de hombros.
            Sin embargo como quedé con la interrogante dándome vueltas por la cabeza, le mostré a la Loreto las marcas que me había hecho en la espalda durante una de las ventanas entre las clases. Al igual que el Juan, se desternilló de la risa antes de abrazarme con un gesto preocupado y lleno de culpa.
            −Lo siento por haberte dejado así –me dijo.
            −No importa, no importa –le dije, aguantándome la horrible picazón que producían las marcas al rozar con mi polera−. Pero por qué las tablas de multiplicar; ¿estás tratando de alargarme el pene mediante alguna técnica oculta?
            La Loreto volvió a reírse con fuerza.
            −Me vai’ a encontrar súper estúpida y eso –me explicó−, pero lo hice porque era la única forma de aguantar el irme tan rápido.
            −¡¿En serio?!
            −Sí, en serio.
            −Vaya…
            −¿Lo encuentras malo? ¿No te gusta que te haga eso?
            −O sea, está bien. De hecho, ni siquiera me di cuenta –le dije, siendo sincero.
            −Es porque estabas muy caliente con todo eso de los gritos al lado y… ¡Pensar que eran unos viejos!
            Nos volvimos a partir de la risa.
            −Nos dieron clases –le dije.
            −Eran unos maestros.
            Vimos en ese momento cómo nuestros compañeros de carrera se levantaban del pasto para dirigirse a la sala donde nos tocaba la siguiente clase. Una de las amigas de la Loreto nos hizo señas para que fuéramos con ellos.
            −Oye –me dijo la Loreto.
            −¿Qué pasa?
            −¿Quieres que vayamos a las salas abandonadas del otro patio? –Me miraba de una forma que inevitablemente me hizo acordar a una actriz porno−; me gustaría jugar al Sudoku en tu espalda.
            Sabía que aquello iba a doler como el ácido en unas horas más, cuando la emoción del acto finalizara; pero qué mierda: cómo le iba a decir que no a esa mujer tan deliciosa al frente mío. Además, la clase que seguía era bazofia pura.
            −Por supuesto –le dije−. Mi espalda es toda tuya.
            La Loreto me tomó de la mano y nos fuimos por la dirección contraria que todos nuestros compañeros.

Largo camino a la ruina #39: Del otro lado del muro

Como los papás de la Loreto habían llegado de su viaje de no sé dónde y ella no los quería ver ni en pintura, fuimos a consumar nuestro amor al motel más cercano de la ciudad. Nos desvestimos apenas cerramos la puerta tras nosotros para luego de unos cuarenta minutos (o muchos más) estar recostados y resollando como verdaderos maratonistas apoyados el uno en el otro, sintiendo cómo el relajo golpeaba todos nuestros músculos a oleadas.
            Entonces fue ahí que nos dimos cuenta que una pareja al lado nuestro, en la pieza contigua, había iniciado también el viejo ritual del amor.
            −Pareciera que la estuvieran matando –dijo la Loreto riendo, refiriéndose a la mujer que se escuchaba del otro lado.
            −Seguro le están dando unas buenas estocadas con el puñal de carne.
            −¡Ay, Felipe! –exclamó ella, dándome un codazo sin parar de reír.
            La mujer del otro lado llegó a su primer orgasmo a los diez minutos de haber comenzado, lanzando un grito que me hizo recordar al de las actrices porno. Pero el acto no se detuvo ahí: los gritos, a veces acompañados de sonoras palmadas e insultos, siguieron por mucho, mucho rato más.
            −Nunca antes había venido a un motel –dijo la Loreto, acomodándose en mi pecho−. Esta es mi primera vez.
            −Creo que acabamo’ de desvirgarnos el uno al otro, porque yo tampoco había venido nunca a uno.
            Nos quedamos mirando el techo mientras los ruidos seguían aumentando al lado nuestro.
            −¿Se habrán escuchado así también mis gritos? –quiso saber la Loreto.
            −Puede que sí, puede que no… De todas formas, eso no tiene mucha importa en este lugar, ¿no?
            −Sí, tenís razón: a quién mierda le importan.
            La Loreto se acercó a mí y me besó.
            −¡Hey! –exclamó de repente.
            −¿Qué pasa?
            −¡Se te está poniendo dura!
            También me percaté que algo abajo estaba cobrando vida.
            −Es que los gritos de la mujer al lado me están calentando un montón –le respondí.
            La Loreto sonrió divertida.
            −¿En serio que los gritos de al lado te calientan?
            −Sí; ¿hay algo raro en eso?
            −No, no…, o sea…, sí, lo encuentro raro.
            Pensé que con toda seguridad la Loreto no debía saber nada del rubro del porno; probablemente jamás hubiera visto una película, de hecho.
            −No es tan raro, después de todo –le dije−. Al final de cuentas el sexo es como dejarse llevar por el lado animal (por así decir) que todos llevamos dentro. Es algo natural, creo yo.
            −Nunca lo había pensado así.
            −Todos pensamos cosas distintas, en todo caso –le dije, dándole un beso en la frente−. No hay de qué preocuparse.
            La Loreto se quedó un rato callada; del otro lado se escuchó una, dos, tres cachetadas y otro grito más fuerte. De verdad parecía que a esa mujer la estaban matando.
            −Tú eres el segundo hombre con el que he estado –me dijo la primera, de repente, pillándome desprevenido.
            −¿El segundo hombre con el que has estado conversando estas cosas?
            −No, tonto: eres el segundo hombre con el que he estado, con el que me he metido… con el que he follado; ¿me entiendes?
            −Ah, claro.
            −He tenido otros pololos y todo eso –continuó la Loreto−, pero sólo con uno de ellos me he metido…, ya sabes…, relaciones sexuales y esas cosas.
            No supe qué decirle como comentario.
            −Desde chica –siguió ella− que pienso que en este ámbito es bueno ser recatada y darle mi sexo sólo a quién lo merezca, no al primero que se atraviese frente a mí.
            Sentí un extraño retorcijón en mi estómago.
            −Lo que acabas de decir me hace sentir muy afortunado.
            −Qué dulce eres –me dijo ella, empezando a juguetear con los pocos pelos de mi pecho−. Pero si todo ha sucedido como hasta ahora, es porque te lo has ganado, porque has sido diferente a todos los demás hijos de puta con los que he pololeado.  
            −¿Tanto así?
            −Créeme: fueron unos hijos de puta conmigo –dijo la Loreto.
            −Bueno, pues qué lástima por ellos porque se han perdido a una mina muy, muy rica, atractiva, genial, inteligente y con un gusto musical celestial. Qué pena por ellos, en realidad.
            −Gracias –me dijo ella, incorporándose en un codo para besarme−. Creo que estoy lista para aprovecharme de los gritos de la mujer de la pieza de al lado –Y dicho esto, se sentó a horcajadas sobre mí.
            Así fue cómo agotamos lo que restaba de las tres horas que pagamos por aquella fría pieza mezclando nuestros ruidos con los de la pareja de al lado, como máquinas compitiendo contra máquinas. Para cuando nos llamaron por el citófono para decirnos que nuestro tiempo se había acabado, la gente de la pieza contigua también había terminado de tener sexo (y darse bofetadas e insultarse), por lo que nos vestimos bajo un silencio que consideramos pleno y refrescante. Nos sentíamos como si todas nuestras penas, miedos y malos pensamientos se hubieran esfumado, liberado de nuestro cuerpo a través del sudor que empapaba la cama que dejábamos atrás.
            Sin embargo cuando salimos de nuestro cuarto apagando todas las luces de su interior, la Loreto me apretó la mano y me hizo una mueca para que mirara a nuestra derecha segundos antes que la puerta de la habitación contigua se abriera y apareciera por ella una pareja de adultos de unos cincuenta y tantos años con aire agitado.
            Al principio nos hicimos los tontos, mordiéndonos los labios para no reírnos frente a ellos. Pero una vez alejados del motel, rompimos en carcajadas llegando a palmearnos las rodillas debido a su intensidad. La Loreto no podía parar de reír.
            −Si llegamos juntos a viejos –me dijo ésta, una vez se hubo calmado−, debemos ser como ellos y darles lecciones a los jóvenes de cómo hacerlo.

            −Belcebú te oiga, querida.